Revista Diario

"Des(hacer) Buenos Aires"

Por Julianotal @mundopario

Por Mark Healey y Ernesto Semán*
La división entre la Ciudad de Buenos Aires y el conurbano, consolidada desde los años 30, es la expresión urbana de la fractura social argentina. Por eso no hay política urbana igualitaria posible sin avanzar hacia una unificación entre ambas áreas. El transporte puede ser el primer paso de un largo camino reparador.

Es una conversación con un hombre público, que no ocupa cargo en el gobierno nacional pero ha participado de muchas de las decisiones más importantes del kirchnerismo. Transcurre en un restaurante del centro porteño durante un mediodía de invierno. El lugar desborda de abogados en almuerzos de trabajo, la ventana abre la vista sobre una vereda angosta desbordada de vendedores y caminantes, a una calle desbordada de colectivos desbordados de pasajeros manejados por choferes definitivamente desbordados. Aterrizando desde el exterior, el visitante tiene siempre la precaución de no decir algo que, al pasar por afectado, oscurezca la preocupación de origen. El ejemplo típico es evitar la queja sobre la abundante caca de perro en las veredas, aunque uno entre al restaurante con un inodoro en cada zapato. Pero esta vez es el frío, o la cantidad de autos, o el conflicto gremial que tiene a los subtes a media máquina, la apocalipsis abrumadora de Buenos Aires, lo que autoriza el comentario, casual y sin arrogancia, sobre cuán poco se ha hecho desde el Estado nacional con el transporte público, todo lo que no ha mejorado, lo mal que se viaja en la ciudad y el conurbano, lo peligroso que es. La respuesta llega corta, cortada, cortante. Y termina en una frase en el fondo esperable, defensiva, cargada de desdén en múltiples direcciones.
“En Buenos Aires se viaja bien, para lo que es Argentina. Ahora, si uno le va a aplicar los estándares de eficiencia, comodidad y contaminación de Estocolmo, está equivocado. Argentina no tiene por qué compararse con Europa o Estados Unidos.”
La charla ocurrió en julio de 2010. Diecinueve meses después, un tren sin frenos se estrellaba contra la estación de Once, y 51 muertos y 700 heridos más tarde, aquella frase adquiría nuevos sentidos, más certeros que proféticos. Buenos Aires, efectivamente, no es Estocolmo.
En las últimas dos décadas, el interés por las ciudades, por el diseño urbano, por la política local, vivió un renovado empuje. Buenos Aires se subió así (o se volvió a subir) a un grupo variado de ciudades entre las que, a primera vista, se intercambian ideas, políticas y, sobre todo, fondos, urbanistas, arquitectos y proyectos. Esta fascinación urbana llegó no sólo de la mano del dinero y la ambición, sino también de una percepción generalizada según la cual la escala de los problemas y las soluciones citadinos es más fácil de manejar que la dimensión más abrumadora de los “problemas nacionales”. Esta idea, claro, es una hija más del fin de la Guerra Fría, descendiente directa del desencanto con las capacidades transformadoras de la política desde los Estados nacionales y la esperanza puesta en la gestión descentralizada como mecanismo de democratización. Por lo cual resultaría fácil imaginar los peores rasgos de la Buenos Aires de hoy como una herencia más del menemismo, de la que la gestión de Mauricio Macri sería su fruto institucional.
Demasiado fácil. La verdad es algo peor. Primero, porque no hay que rasgar tanto en las políticas del gobierno nacional hacia la ciudad para corroborar que, en su presentación populista imperfecta, la idea de que Buenos Aires no es Estocolmo habilita justamente todo aquello que el kirchnerismo aspira a reemplazar: renueva el posibilismo en clave nacionalista, y en ese acto le da nuevos fundamentos a una política pública que perpetúa mucha de la desigualdad que se condena. Y segundo, porque a fin de cuentas, la última vez que alguien tuvo una visión abarcativa de la ciudad y contaba con los instrumentos para llevarla adelante fue cuando Carlos Grosso se hizo cargo de la intendencia porteña, con un grupo de profesionales y un proyecto de ciudad que incluía desde su infraestructura hasta sus villas miseria, sus nuevos barrios y su privatización de bienes y servicios públicos. El portador de esa visión ambiciosa lideraba una trama de corrupción estereotípica de la relación que el sector privado muchas veces establece con el Estado, un esquema en donde la ambición transformadora, la corrupción y la construcción de una organización política no sólo no son acciones mutuamente excluyentes sino que funcionan como condiciones para la acción, un combo que, en su caso, terminó por liquidar no sólo su proyecto de ciudad sino su carrera política. La reinvención posterior de la ciudad como espacio político autónomo produjo grandes expectativas y una proliferación de nuevas instituciones, pero sus resultados en términos de políticas públicas o de logros sustantivos han sido menos que modestos. Si un porteño ausente desde 1995 regresara a la ciudad hoy, notaría de inmediato que la Buenos Aires que tenemos es aquella que nos legó el menemismo. Algo más prolija, a veces algo menos fracturada, a veces algo más, pero es la misma ciudad. Catorce años después de la partida de Menem, esto no puede dejar de ser una impugnación contra los gobiernos de signo diverso pero políticas extrañamente compartidas que lo sucedieron.
II El kirchnerismo pensó su política pública para la Ciudad de Buenos Aires desde el 2003 con la misma sutileza con la que diseñó su estrategia electoral para el distrito, a mitad de camino entre la indiferencia y el desprecio abierto a los ciudadanos que aspira a atraer. Como para no deprimirse, un recorrido por estas falencias siempre deja una mitad del vaso lleno para observar. Y la verdad es que una causa inmanente (no la única) y un efecto derivado de esa irrupción punitiva fue entender que la división entre la Ciudad de Buenos Aires y el conurbano no sólo le quita efectividad a la política pública de los gobiernos nacional y locales: esa separación también es, en parte por eso mismo, un pilar de la fractura social estructural que distingue al área metropolitana.
No sobra decirlo: la naturalidad con la que hoy se reconoce un área marginada es el producto de años de marginación activa. Viajar mal y mucho, tener menos trabajo, mal sistema de salud, menos espacios públicos, salarios más bajos, más crimen, peor medio ambiente o pésima educación son algunos de los componentes aislados que, en su conjunto, definen una vida en condiciones de pobreza. La separación institucional entre la ciudad y el conurbano ha sido un formidable mecanismo para producir y potenciar esa pobreza. Asignando recursos públicos, consolidando feudos políticos locales, orientando recursos privados y reproduciendo estereotipos sociales, se consolidó una desigualdad profunda a lo largo de la región metropolitana, subsumiendo la pobreza porteña dentro del cliché de la París de Sudamérica, y acentuando la bonaerense como sinónimo de suburbio miserable. Todo lo cual torna llamativo que, más allá de las buenas intenciones y de las políticas económicas y sociales desarrolladas desde el Estado nacional, las fuerzas progresistas y populistas que han hecho de la lucha por la igualdad su razón de ser, han sido durante más de medio siglo activamente indiferentes a promover una mirada integradora de la geografía más densamente poblada de Argentina.
Una respuesta contundente a esta falencia sería promover desde el Estado nacional políticas unificadas para todo el área, a contramano de intereses, sentidos comunes e infraestructuras fuertemente instalados. Esta unificación puede resumirse bajo el poco atractivo lema de “institucionalidad metropolitana”, expresión acuñada por el urbanista Artemio Abba y que, pese a la jerga burocrática en la que parece inspirada, encierra la clave para empezar a revertir un siglo de historia. La tragedia de Once no sólo le dio una confirmación macabra a la convicción de que Buenos Aires no es Europa; también parió, casi nueve meses más tarde, lo que podría ser el primer paso importante en esa dirección: la Agencia Metropolitana de Transporte (AMT), la iniciativa de política urbana más trascendente que haya promovido el kirchnerismo para Buenos Aires y el conurbano… si funciona y cuenta con la fuerza política que necesita para tener algún efecto. Con la intención de (re)diseñar un sistema de transporte público unificado para la ciudad y los 42 municipios del conurbano, la AMT impactaría sobre la vida diaria de uno de los mayores conglomerados urbanos de América Latina. El desafío político está a la altura de la ambición del proyecto: revertir décadas de inversión pública y privada en una infraestructura que incrementó el transporte privado (automóvil) al mismo tiempo que desmantelaba el transporte público: desde 1970 hasta hoy se registra un 27,6% menos de viajes en transporte público en la región, una caída casi idéntica al aumento de los viajes en auto (25,2%) (1).
III La tentación de determinar en qué preciso momento se jodió Buenos Aires es irresistible. Y probablemente sea también un proyecto irresoluble. En todo caso, empecemos por decir que eximir de culpas al gobierno nacional utilizando el argumento de que ese atraso se mide por décadas, no por gestión, es una distorsión del problema. Un disparate en sentido inverso es medir el atraso porteño simplemente como aquello que no se hizo desde el 2003 hasta acá, como si esta urbe fracturada fuera en verdad producto del kirchnerismo. Aunque las discusiones sobre la formación de una región metropolitana que trascendiera la Ciudad de Buenos Aires comenzaron en el siglo XIX, fue recién en las décadas del 30 y del 40 cuando esa fragmentación se consolidó con más fuerza. La construcción de la General Paz en los 30 trazó un límite, que volvió definitivo al espacio “civilizado” de la Ciudad de Buenos Aires, consolidando al mismo tiempo una administración y una policía relativamente fuertes y eficaces dentro de los límites municipales, y un poder público fragmentado y a menudo corrupto y autoritario afuera.
Algo digno de notar es cómo la democratización de los años 40 tuvo una base demográfica y simbólica en aquellos espacios relegados del conurbano, pero tuvo resultados muy limitados a la hora de contrarrestar las tendencias a la dispersión, fragmentación y exclusión que venía a denunciar. El peronismo nacionalizó los trenes y fomentó como nunca antes a los colectivos. Trágicamente, había un transporte público mucho más desarrollado en 1955 para llevar a los ciudadanos a Plaza de Mayo a festejar el derrocamiento de Perón, que el que existía una década antes para movilizar a los trabajadores que lo llevaron al poder, cuando Buenos Aires recién empezaba a conocer los semáforos. Durante esa década, el peronismo garantizó el acceso a tierras y casas relativamente baratas en las afueras de la ciudad a millones de personas. Sin embargo, no pudo o no supo o no quiso sentar las bases de una infraestructura que hiciera sustentable esa democratización, con políticas y transportes que integraran a esos nuevos territorios en un espacio cívico común con los porteños. Con el tiempo, ese déficit erosionó la democratización que había promovido, habilitando una apuesta a la autopista, el automóvil, la modernidad sobre cuatro ruedas, que terminarían por dominar las políticas de inversión del Estado durante las décadas siguientes, revirtiendo gran parte del logro formidable de infraestructura y espacio cívico que se había construido en la ciudad.
IV En los días previos al cierre de esta nota, la presidenta Cristina Kirchner levantó en peso públicamente a Mauricio Macri por el proyectado aumento en los precios del transporte público. A primera vista, los argumentos son más que razonables. La necesidad de contemplar primero el impacto diferencial que el transporte tiene en aquellos que más viajan, que más lejos viven de la ciudad y que menos recursos tienen, son todas consideraciones justas y que, es de suponer, nunca encabezan la lista de prioridades del alcalde porteño. Las ideas ahí vertidas no serían malas si fueran las reflexiones de un analista escribiendo una nota sobre política urbana en Le Monde diplomatique, o las palabras de un candidato que está por llegar, al fin, a manejar el Estado nacional. Pero dichas desde la cabeza de un movimiento que desde hace una década tiene a su cargo la política pública nacional, estas palabras cambian de sentido y terminan siendo, en los hechos, una invitación a no hacer nada, no sólo perpetuando el statu quo que se critica, sino legitimando la inactividad de la década pasada.
Nobleza obliga, sería falso decir que no se ha hecho absolutamente nada, tanto en transporte como en otras áreas que hacen a construir esta “institucionalidad metropolitana”. Un efecto positivo del risorgimento del urbanismo en las últimas décadas fue haber dotado al Estado nacional, las ciudades y las fuerzas políticas de arquitectos, urbanistas y planificadores bien formados y con iniciativa. Iniciativas como el Metrobus en la Avenida Juan B. Justo son ejemplos a pequeña escala de esa sinergia positiva. Instrumentos como el SUBE son ejemplos de mayor dimensión de una intervención pública que ayuda a producir transformaciones de fondo en la calidad de vida, más allá de las irregularidades en su implementación, que muy posiblemente pasen a la historia como una anécdota menor. El mayor problema es que estos ejemplos aislados muestran, tautológicamente, lo aislados que son, y la falta de voluntad y de fuerza política para producir estos cambios en una escala que sea significativa. Es cierto que la energía que se necesita no es poca. Sería fácil preguntarse con cierto desdén cuánta fuerza se necesita para cambiar el recorrido de un bendito colectivo: cualquiera que haya estado cerca de una administración sabe que, aun para ese cambio en apariencia nimio, la energía y el tiempo que se requieren son enormes. Sin embargo, no faltan ejemplos de cambios profundos en transporte urbano en situaciones no menos complejas que la argentina, desde Curitiba a la Ciudad de México y desde Bogotá a San Pablo.
Visto así, la mera complejidad sería una pésima coartada para explicar la inacción de quienes están a cargo de producir esas políticas, mucho más tras una década en el poder. Con sus más y sus menos, las limitaciones descriptas aquí en la infraestructura del transporte público son expresivas de una debilidad similar en otras áreas clave de la política urbana de la última década, desde el manejo de residuos hasta la seguridad y la salud pública. El problema conceptual de la política urbana actual es que el perfil más bien snob que adquirió todo lo que sonara a “urbanismo” y “ciudades”, junto al aire cosmopolita más banal que atravesó los debates sobre las ciudades globales, habilitó a quienes tienen una genuina preocupación por la igualdad a menospreciar esas áreas. Un gobierno que se considera progresista puede tener al aumento de salarios o las políticas sociales en el centro de su “agenda dura”, pero sus funcionarios no pueden contentarse con que el rediseño del transporte público que genera 11 millones de viajes y 20 millones de pesos por día sea un “tema menor”, cuando experiencias microscópicas como el Metrobus muestran todo lo que es posible y desnudan todo lo que no se hace. Ningún funcionario o activista se conformaría con que una medida como la Asignación Universal se hubiera limitado a una intendencia del conurbano bonaerense, pero durante casi una década la aceptación de esa misma limitación para el armado de una política igualitaria para la Ciudad de Buenos Aires y el conurbano no encontró mayores resistencias. Aunque trágicas, las 51 muertes de hace un año en la estación de Once pueden haber sido el comienzo tardío de un cambio.
1. Estas estadísticas y las siguientes corresponden a: Artemio Pedro Abba, Luces y sombras de la institucionalidad metropolitana, Observatorio Urbano Local, octubre de 2012.* Mark Healey es historiador. Autor de El peronismo entre las ruinas. El terremoto y la reconstrucción de San Juan, Siglo Veintiuno Editores, 2012. Ernesto Semán es periodista y escritor.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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