Meses atrás, y de forma muy ligera (al menos acá en Argentina) se desató una polémica suscitada por el libro El hacedor (de Borges), Remake, del escritor español Agustín Fernández Mallo. La inefable María Kodama, viuda y heredera de los derechos de autor de Borges, con su séquito de asesores legales a cuestas, obligó a la editorial Alfaguara a retirar del mercado, bajo amenaza de denuncia de plagio, todas las copias que se habían distribuido de dicha obra.
Desconozco los méritos literarios de Fernández Mallo, y según parece cuenta con una oleada de detractores entre sus compañeros de profesión. Sea como sea, en su libro no hace otra cosa que usar como matriz una serie de títulos, formas y estructuras brevísimas salidas de la mente de un Borges definitivamente ciego, combinándolas con conceptos entre presagiados y modernos, como Google, Internet, etc. En la carta de protesta que oportunamente firmaron unos cuantos colegas de Fernández Mallo, priorizando la ética por sobre fobias o filias, se lee: A El Hacedor (de Borges), Remake no se le acusa de plagio. Se le acusa de insertar unos materiales protegidos por derechos de autor dentro de una obra original, sin contar con el debido consentimiento de su propietaria. No ha importado nada que la obra funcione como un homenaje a Borges, quien se halla tan presente que resultaría disparatado acusar a Fernández Mallo de actuar de forma deshonesta. Su supuesta falta no tiene nada que ver con el engaño, sino con haber compuesto una pieza original valiéndose de algunos fragmentos que tenían dueña; una dueña que no está dispuesta a compartirlos.
En otra oportunidad he manifestado mi antipatía hacia esta señora –suerte de Yoko Ono criolla– que, a estas alturas, más que experta en custodiar un legado literario, se ha convertido en querellante profesional en tribunales de medio mundo. Esta grotesca decisión (pretender obligarnos, por ley, a pedir permiso para dialogar con un clásico universal) no viene sino a confirmar mi antigua tirria, heredada con toda probabilidad de la lectura de los diarios de Bioy Casares.
En el prólogo (que puede leerse aquí) y en el epílogo, Fernández Mallo lleva adelante un proceso narrativo en el que reproduce –sin intentar ocultarlo ni disimularlo– los que escribió el propio Borges en la obra homenajeada, pero modificando tótems o paradigmas, armonizando en una misma oración al autor argentino con Juan Pablo II y el disco Closer de Joy Division.
Coincido plenamente con Andrés Neuman cuando afirma que la gravedad del suceso, anecdótico hoy en día, no pasa por el gesto de incomprensión hacia una obra contemporánea, hacia una declaración de amor del autor español por Borges. Por el contrario, la gravedad reside en el acto de incultura general que significa desconocer que el proceso de reescritura, la creación a partir de obras preconcebidas, está en el germen del mismo arte. Desde los palimpsestos grecolatinos hasta el pop art, pasando claramente por el mismísimo Georgie, este procedimiento no es fruto de la era digital como ingenuamente remarcan en la carta de protesta.
Guiándome por lo poco que he leído, intuyo que El hacedor (de Borges), Remake no debe ser un libro de mi agrado. Pese a eso, ni María Kodama ni un staff de abogados devenidos en caricaturescos peritos literarios, merecen sancionar, en nombre de Borges, a un autor que lo admira. Por lo visto, poco lo han leído.