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Desinformación e ignorancia. Rumbo a la distopía

Publicado el 18 diciembre 2014 por Rafael García Del Valle @erraticario

Desinformación e ignorancia. Rumbo a la distopía.

Entre la realidad social y lo que una persona cree que es la realidad social, media un espacio de representaciones simbólicas que decora dicha realidad al gusto de algún interés, personal o colectivo. Ese espacio es el mensaje, la versión de los acontecimientos que nos cuentan, bien sean los medios de comunicación o las personas que forman nuestro entorno más próximo. Historias sin las cuales no podríamos interpretar lo que ocurre ahí fuera.

El mensaje que une a la persona con la realidad es un mundo de más o menos ficción, pero siempre ficción, una representación cuya fidelidad al original depende de lo que el “artista” en quien confiamos quiera destacar y de lo que decida obviar. Al mismo tiempo, un segundo filtro determina lo que el receptor quiere recordar y lo que prefiere olvidar.

Sin embargo, la persona cree estar asimilando la realidad tal y como es. Rara vez contempla en serio la posibilidad de estar siendo sometida a un proceso de alucinación. Mucho menos a un proceso de alucinación colectiva. Y si hay sentimientos en juego, la realidad es la que es. Punto.

En 2012, un equipo de psicólogos australianos dirigidos por Stephan Lewandowski publicó un estudio sobre los procesos que rigen la propagación de información falsa en nuestra sociedad, ya sea de forma voluntaria o inadvertida.

Breves apuntes sobre rumorología

Según el estudio, cuando una información posee una carga emocional importante para cierto número de personas, éstas tienden a validarla sin dudar de la fuente o, más aún, sin conocer cuál es la fuente. Si una noticia provoca algún tipo de respuesta afectiva, la persona no verá el momento de compartir el rumor con los miembros de su entorno.

El contraste de la verdad queda relegado a segundo plano en cada individuo que recibe la información con esa misma carga emotiva, de manera que el éxito de los rumores no radica en su veracidad, sino en su afinidad con los receptores y su capacidad para provocar en ellos sentimientos de alegría, enfado, indignación, esperanza, refuerzo de creencias, etc.

Las obras de ficción son, en esta línea, una fuente incesante de noticias falsas que perduran incluso cuando se reconoce su origen ficticio.  Según un estudio publicado en 2006 referido por Lewandowski, el afianzamiento de una “buena” ficción se legitima por el convencimiento del “creyente” de que la historia falsa ya existía antes de la obra que la dio a conocer; convencimiento que resulta muy estable y difícil de erradicar, por muchas que sean las pruebas en contra.

Cuestiones personales

Al parecer, la tendencia es dar por buena la mayor parte de la información que recibimos en cualquier conversación cotidiana. Para desconfiar, necesitamos realizar un esfuerzo consciente mientras se recibe una noticia. Así que casi todo lo que “sabemos” no ha sido sometido a ninguna prueba de calidad.

Lewandowski señala que nos basamos en cuatro cuestiones:

  • ¿Es la información compatible con lo que creo?
  • ¿Es coherente la historia?
  • ¿Procede la información de una fuente creíble?
  • ¿Creen otras personas lo mismo?

Una mirada rápida a tales preguntas nos hace prever no sólo que resulta difícil cambiar el juicio personal sobre una noticia que ya teníamos asimilada, sino que es muy fácil expandir información falsa con sólo añadirle unos cuantos datos coherentes que contaminen a una fuente de confianza. En términos generales, no existe diferencia entre la verdad y la “ilusión de verdad”, proceso por el cual tendemos a identificar lo verdadero con lo que nos resulta familiar y lo falso con lo extraño: si es fácil de asumir, entonces es verdad.

La opinión de la mayoría, el consenso social, ese “como todo el mundo sabe…”, quizás sea la más conocida y utilizada arma de engaño masivo en la historia de la humanidad. Sobre todo por la facilidad con que una mentira repetida el tiempo suficiente se convierte en verdad.

La propagación masiva en medios de comunicación en este sentido es una pieza clave, pues origina la llamada “ignorancia plural”, una actitud mediante la cual cierta mezcla de sentido del ridículo con confianza en los demás nos “obliga” a alinearnos con lo que creemos que es el pensamiento mayoritario. De este modo, se da la paradoja de que una mayoría considera válida una historia sólo porque así lo cree la mayoría, “como todo el mundo sabe”, cuando ninguno de los individuos que forman esa mayoría creía por sí sólo en la información proporcionada.

Walter Lippmann, periodista y “consejero informal” de varios presidentes de Estados Unidos, subrayaba, ya en 1921, la importancia de explotar los entornos de confianza para el éxito de la “opinión pública”. En su libro Public Opinion, se repite la idea de que la opinión pública, aunque creada en las alturas, sólo puede tener éxito como tal si el mensaje es visto como propio de la persona e importante para su entorno. Para ello, es necesaria una relación de confianza. La ficción tiene que descender los escalones que separan el poder de la base que lo sustenta.

En este camino, ha de impregnar los escenarios sociales en que se mueven los ciudadanos, donde estos discuten y opinan entre iguales, donde se mezclan las ideas, se juzga, se rechaza y se acepta la vida en su aspecto emocional y de relaciones humanas; como dice Lippmann, esos ambientes donde el mensaje pierde su origen y se usa la expresión “dicen que…”.

Gracias a esas entradas del estilo “la gente dice…”, “hay quien cree…”, el mensaje ya no se muestra creado por oscuros y desconocidos intereses, sino que forma parte del pueblo, de sus voces discrepantes y libres, de la democracia. Nadie, en esa fase del proceso, se cuestiona si su origen es impuesto o si es posible que la intensidad de los debates se calcule para que los temas se ajusten a una desconocida escala de prioridades, donde unos asuntos desaparecen hoy pero mañana resultan increíblemente importantes para todos.

Desinformación e ignorancia. Rumbo a la distopía.

Maldita ignorancia bendita…

La legitimidad de una democracia recae sobre la capacidad de las personas para pensar por sí mismas y elaborar criterios propios a partir de la información que manejan. Los defectos de forma de este sistema ya se los olía Platón, cuando advertía de que, con hacerle creer al pueblo que lo fundamental era el disfrute por encima de todas las cosas, la democracia se convertiría en un chiste, pues ya no habría lugar para el aprendizaje y el perfeccionamiento del ser humano, sino que la vida consistiría únicamente en premiar nuestra parte animal para que así unos pocos, los sofistas, no encontraran obstáculos a su ambición:

Que cada uno de los particulares asalariados a los que esos llaman sofistas […] no enseña otra cosa sino los mismos principios que el vulgo expresa en sus reuniones, y esto es a lo que llaman ciencia. Es lo mismo que si el guardián de una criatura grande y poderosa se aprendiera bien sus instintos y humores y supiera por dónde hay que acercársele y por dónde tocarlo y cuándo está más fiero o más manso, y por qué causas y en qué ocasiones suele emitir tal o cual voz y cuáles son, en cambio, las que le apaciguan o irritan cuando las oye a otro; y, una vez enterado de todo ello por la experiencia de una larga familiaridad, considerase esto como una ciencia, y, habiendo compuesto una especie de sistema, se dedicara a la enseñanza ignorando qué hay realmente en esas tendencias y apetitoso de hermoso o de feo, de bueno o de malo, de justo o de injusto, y emplease todos estos términos con arreglo al criterio de la gran bestia, llamando bueno a aquello con que ella goza, y malo lo que a ella molesta.

(La República, VI)

No otro ha sido el adoctrinamiento del último siglo. Los propios creadores de opinión pública nos han venido ilustrando con su pericia mediante la publicación de sus progresos desde la década de 1920. Sirvan de ejemplos iniciáticos las “guías” Public Opinion (1921) de Walter Lippmann y Propaganda (1928) de Edward Bernays, que establecen los principios fundamentales para formar una sociedad a gran escala dócil, manejable y agradecida. Más recientemente, el francés y publicista arrepentido Frederic Beigbeder:

[…] nadie desea vuestra felicidad, porque la gente feliz no consume. Vuestro sufrimiento estimula el comercio. En nuestra jerga, lo hemos bautizado «la depresión poscompra». Necesitáis urgentemente un producto pero, inmediatamente después de haberlo adquirido, necesitáis otro. El hedonismo no es una forma de humanismo: es un simple flujo de caja. ¿Su lema? «Gasto, luego existo.» Para crear necesidades, sin embargo, resulta imprescindible fomentar la envidia, el dolor, la insaciabilidad: éstas son nuestras armas. Y vosotros sois mi blanco.

Ochenta años antes de que Beigbeder escribiera tal párrafo, cuando todavía la economía se movía por necesidades y no por seducciones, Lippmann y Bernays coincidían en una ley general sobre cómo habría de funcionar la nueva sociedad dirigida por lo que luego se llamaría “marketing”: quien tiene el dinero se cree libre, pero la única y verdadera libertad es la de quien decide qué hará esa persona con su dinero. La de quien le “aconseja”, le “sugiere” y le “enseña” dónde gastar, cómo y para qué.

quiero que gastes mucho

Hedonismo e ignorancia son las dos caras de una misma moneda. La ignorancia es la felicidad, “como todo el mundo sabe”… Las consecuencias sociales de este pensamiento son mortales de necesidad.

Debemos distinguir entre la aceptación de información falsa, tal y como se ha expuesto, y la ignorancia. Ésta, aunque poco recomendable —como todo opioide, es muy agradable a corto plazo, pero de consecuencias nefastas a la larga–, todavía permite al individuo reconocer su falta de información y le da la oportunidad de emprender un proceso heurístico. El problema aquí reside en las ganas de emprender dicho proceso, puesto que, si en algo tienen éxito los sistemas masivos de adoctrinamiento —televisión y centros urbanos de ocio fundamentalmente–, es en convencernos de que no merece la pena.

Dada por inevitable, por tanto, la generalización del placer de quedar ignorantes, dice Lewandowski que es un mal menor en comparación con quienes aceptan, aceptamos, información falsa, puesto que la ignorancia, en su apatía, raramente conduce a apoyos incondicionales y fuertes. Por el contrario, la desinformación puede crear grupos con convicciones firmes y actitudes hostiles que canalizan energías en direcciones no sólo erróneas, sino insospechadas para los propios individuos.

Pero la ignorancia, por mal menor que se quiera, tiene sus consecuencias. Por ejemplo, si hacemos caso a las novelas distópicas, éstas siguen la idea platónica sobre la evolución de los sistemas políticos: las democracias degeneran en tiranías por un proceso de renuncia voluntaria al pensamiento individual a cambio de un ideario hedonista, puesto que en un estado de libertinaje el pueblo sólo piensa en un caudillo que solucione sus disconformidades y encumbra a quien mejor le sirva en ese sentido exclusivo. “De la extrema libertad sale la mayor y más ruda esclavitud”.

El día en que la ficción se hizo realidad

El término [distopía] fue acuñado como antónimo de «utopía» y se usa principalmente para hacer referencia a una sociedad ficticia, frecuentemente emplazada en el futuro cercano, donde las consecuencias de la manipulación y el adoctrinamiento masivo —generalmente a cargo de un Estado autoritario o totalitario— llevan al control absoluto; al condicionamiento o, incluso, al exterminio de sus miembros, bajo una fachada de benevolencia.

(Fuente: wikipedia)

El encumbramiento del hedonismo es, desde los comienzos de la ficción distópica, el gran peligro para la sociedad. En 1895, el protagonista de La máquina del tiempo, de H. G. Wells, viajaba al futuro para comprobar, horrorizado, que los habitantes de la Tierra se habían convertido en seres desprovistos de generosidad, capacidad de esfuerzo e inteligencia. La vida no tenía más sentido para ellos que el disfrute y la despreocupación.

El fundamento de estas sociedades es que la felicidad y la libertad son incompatibles, entendiendo aquí el concepto de felicidad a nuestra manera occidental:

El conocimiento era el bien supremo, la verdad el máximo valor; todo lo demás era secundario y subordinado. Cierto que las ideas ya empezaban a cambiar aun entonces. Nuestro Ford mismo hizo mucho por trasladar el énfasis de la verdad y la belleza a la comodidad y la felicidad. La producción en masa exigía este cambio fundamental de ideas. La felicidad universal mantiene en marcha constante las ruedas, los engranajes; la verdad y la belleza, no. Y, desde luego, siempre que las masas alcanzaban el poder político, lo que importaba era más la felicidad que la verdad y la belleza. A pesar de todo, todavía se permitía la investigación científica sin restricciones. La gente seguía hablando de la verdad y la belleza como si fueran los bienes supremos. Hasta que llegó la Guerra de los Nueve Años. Esto les hizo cambiar de estribillo. ¿De qué sirven la verdad, la belleza o el conocimiento cuando las bombas de ántrax llueven del cielo?

Después de la Guerra de los Nueve Años se empezó a poner coto a la ciencia. A la sazón, la gente ya estaba dispuesta hasta a que pusieran coto y regularan sus apetitos. Cualquier cosa con tal de tener paz. Y desde entonces no ha cesado el control. La verdad ha salido perjudicada, desde luego. Pero no la felicidad. Las cosas hay que pagarlas. La felicidad tenía su precio.

(Huxley, Un mundo feliz)

Las historias distópicas tienen en común un sistema político autoritario y una sociedad tan absorbida por el desarrollo tecnológico y un pensamiento reducido a la lógica clásica que las cualidades humanas se han convertido en delito. Las tiranías culpan a los aspectos más humanos de la sociedad de ser los causantes del mal: rasgos como la emocionalidad y la individualidad son los más peligrosos para el orden. Hay que regular los apetitos: que todo sea predecible, controlable y, por tanto, asegurable.

Satisfacer una vida caracterizada por el hedonismo no sería un problema en sí, allá cada cual. El problema es que…

Los estudios muestran que las personas que le dan gran valor a la riqueza, el estatus y esas cosas están más deprimidas, ansiosas y menos sociables que aquellas que no lo hacen. Ahora, una nueva investigación muestra que el materialismo no es sólo un problema personal. Está también el entorno. “Encontramos que, independientemente de la personalidad, en las situaciones que activan un modo de pensar de los consumidores, las personas muestran un mismo tipo de patrones problemáticos en el bienestar, incluyendo el afecto negativo y la separación social”, dice el psicólogo de la Universidad Northwestern Galeno V. Bodenhausen.

[…] podemos tomar la iniciativa personal para reducir la depresión y aislar los efectos de una mentalidad materialista evitando la estimulantes, más obviamente, la publicidad. Uno de los métodos: “Vea menos televisión”.

(Traducido de Psicological Science)

Otros estudios concluyen que la empatía está ligada a la actividad de una determinada red neuronal. Al aprender a odiar  al “otro” desde pequeños, esta red neuronal no se activará en presencia de ese “otro”, el cual aparecerá deshumanizado a nuestra percepción. Así, en un estudio presentado en diciembre de 2011 por investigadores de las universidades de Duke y Princeton:

[…] Los resultados obtenidos demostraron lo siguiente: la red neuronal clave para la interacción social de los estudiantes no se activó ante las imágenes de drogadictos, personas sin hogar, inmigrantes y otras personas pobres.

Por otro lado, los científicos descubrieron que otras regiones cerebrales influían en la tendencia a deshumanizar a cierto tipo de personas. Dichas regiones fueron las relacionadas con el rechazo, la atención y el control cognitivo. 
Según Harris: “Estos resultados sugieren que la deshumanización de otras personas tiene raíces múltiples y es un fenómeno complejo. Habrá que hacer nuevas investigaciones para delimitar con mayor exactitud esta complejidad”.

Lo científicos afirman, por otra parte, que resulta muy sorprendente constatar cómo la gente atribuye fácilmente cognición social –vida interna o emociones- a animales y a coches, pero, en cambio, elude establecer contacto ocular con los mendigos sin hogar que se encuentra por la calle.

A este respecto, Fiske señala que “necesitamos pensar en la experiencia de otras personas, eso es lo que nos hace completamente humanos”. De lo contrario, fomentaremos una disfuncionalidad neuronal que favorece la “percepción deshumanizada” o la incapacidad de considerar la vida interior de los demás.

(Fuente: Tendencias 21)

Las distopías muestran el impacto a largo plazo de determinadas prácticas y formas de pensar que, a causa de la familiaridad y naturalidad con que son observadas en la vida diaria, nos impiden atisbar sus peligros. El mundo distópico es un mundo presente que se ha llevado al límite de lo hostil y exagerado con respecto al nuestro, pero en el que podemos rastrear nuestra propia evolución e intuir las semillas de verdad que generan la ficción futura.

Con todo, resulta complicado, quizás imposible por naturaleza, detectar a tiempo la inmersión de una sociedad en la distopía, pues en sus formas más sutiles el orden que representa no es impuesto, sino aceptado por sus ciudadanos y considerado la forma natural de garantizar el bienestar de todos. Pues los líderes de nuestras sociedades desarrolladas han trascendido la ambición y sacrifican cualquier interés personal para velar por el bien de la humanidad…

Quien sabe, a lo mejor estamos ya tan cerca que no hacen falta más ficciones distópicas al uso para mostrarnos el camino.


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