La primera vez que volé tenía unos seis años, me dejé caer desde el último escalón y comencé a planear y revolotear por las esquinas sin salir del portal. Ni siquiera me estrellé contra la puerta de vidriera acorazada por nudos de hierro al más poderoso estilo vikingo, volaba hacia arriba y hacia abajo. Y la portera, apoyada sobre su escoba, me observaba.
Ella se peinaba con una larga trenza, era bajita y redonda y sin llegar a ser muy vieja, resultaba toda una rareza antigua llamada Magdalena. No parecía ser tan mala vista de espaldas con la bata temblona mientras barría con su escoba rasposa el patio donde jugaba, pero se daba la vuelta y al pillarme mirándola, fruncía sus ojos desconfiados, inflaba los orificios de su nariz, y me causaba miedo.Así que cuando bajé de mi casa decidido a volar de nuevo desde lo alto de la escalinata dejando caer antes mi cabeza que los pies, y estos no se elevaron, sino que se clavaron como garras al peldaño, comprendí que todo había sido un sueño. Mi naciente conciencia de niño había reaccionado y me evitaba un buen trastazo. Pero no me amedrenté, al contrario, cada vez que bajaba al portal saltaba cuatro, cinco y hasta seis escalones de un golpe, con la intención de sentirme
en vuelo aunque fuese unos segundos. El problema estaba en la portera, le sacaba de quicio oír mis saltos retumbar en el suelo y era, entonces cuando salía de su casa despavorida y me decía cosas como: <<¡Niño del demonio!, si fueras hijo mío…>>.Y sí que me alcanzó: una vez sacudió mi culo con la escoba al tiempo que daba el salto y caí de bruces. El golpe me cubrió de dolor y de sangre y, Magdalena asustada, acudió a mi auxilio. Más le valía.—¡Volé, volé! —le dije excitado—. ¡Lo conseguí! Y mira…, el primer diente—. Se lo mostré en mi mano, era diminuto y estaba embadurnado de sangre—. Esta noche vendrá el Pérez, y apuesta a que lo atrapo.No conté a mi familia lo del escobazo, a cambio le pedí a Magdalena que se mantuviese en la retaguardia, en el patio con la escoba, por si llegaba a escapar el Pérez con mi diente. Ya me encargaba yo de hacerme el dormido y apresarlo con las manos en la masa. Mi padre me había contado, cuando mi hermano perdió la muela, que estuvo apunto de cazarlo y el ratón, listo como nadie, saltó escopetado por la ventana.Tiempo después Magdalena se esfumó, había encontrado la cartera perdida de Don Aurelio y no la devolvió, sino que se marchó a su pueblo a buscar marido como una ratona presumida. Vamos, digo yo.
Texto: Dácil Martín
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