Revista Cine
Curiosa palabra ésta, despotricar, de cuya etimología no se sabe mucho. Parece ser que procede del prefijo des- y de potro, aunque a mí, la verdad, eso no me aclara nada. Hay quien ha sugerido por ahí que el potro podría referirse al inquisitorial e inquisitivo potro de tortura, en el cual hasta el más valiente era capaz de acusar a su madre de haber copulado con Lucifer. No me convence, no le veo el des-. A mí la imagen que me viene a la mente con despotricar es la de un conductor que, tras sufrir una pequeña colisión que le ha abollado el guardabarros derecho, se baja del coche para comprobar los daños y, acto seguido y a pleno pulmón, se acuerda de la madre del otro conductor. Todos hemos visto la escena, ¿verdad? Pues ahora imaginad que en vez de ir en coche van montados en alguna especie de equino, como por ejemplo un potro. Despotricar sería, pues, bajarse del potro con ánimo de ponerse a insultar.
Un día, en mis pretéritos tiempos de espectador de cine, encontrábame yo en el entrañable Mélies, en la calle Villarroel. No recuerdo qué película había ido a ver, pero todavía puedo oír a ese chico con gafas de gruesa montura, camisa de 50 euros exquisitamente vintage, y poderoso flequillo que le ocultaba media cara, que, sentado justo delante de mí, hablaba con un amigo sobre Stranger than Paradise, la obra de Jim Jarmusch que habían proyectado en ese mismo cine unos días antes.
-¿Qué te pareció la de Jarmusch? -le preguntó el amigo.
-Bueno... bien. Correcta.
Minutos más tarde, cuando se apagaron las luces y empezó la proyección, cumplí con mi deber. Quizá recordéis el titular de los periódicos del día siguiente: "Gafapasta estrangulado en sesión de tarde".
Si pensáis que el motivo de mi acto, porque siempre hay un motivo, fue la falta de entusiasmo por la película de Jarmusch, os equivocáis. Aunque en mi opinión Stranger... es la obra de un genio, me parece perfectamente respetable que alguien diga que es un coñazo donde no pasa nada, la gente no habla, y las transiciones entre escenas son interminables. No, el problema no es ése.
Algún memo decidió un día que el paradigma de la democracia es decir eso de "yo no comparto tu opinión, pero la respeto". Para mí es el paradigma de la estupidez, pues representa la negación del argumento y la absoluta cerrazón ante el debate. Las personas y, por ende, los gustos son respetables. Siempre. Las opiniones y las ideas, no. Puedo entender e incluso aceptar que alguien diga que Hamlet, el Quijote o la Odisea son un soberano tostón, o incluso, si me apuráis, toleraré que alguien diga que son malas (aunque me reservaré mi opinión sobre el individuo). El problema, o, mejor dicho, el nefando crimen del gafapasta, fue el uso de esa palabra, "correcta". "Correcto" es lo que le dice un profesor a un alumno, es lo que respondemos cuando nos piden la confirmación de un dato, es lo que contesta un agente inmobiliario cuando le preguntamos si los gastos de escalera están incluidos en el alquiler. Pero decir que una obra, sea literaria, musical, cinematográfica, pictórica o culinaria, es correcta es un acto de intolerable y vomitiva arrogancia que debería estar castigado, si no con la horca, sí con el potro.
¡Burra, más que burra!
Como soy bastante cateto y no poco ignorante, vivo en el convencimiento de que la criba del tiempo unida a la sapiencia de los críticos constituyen una autoridad incuestionable sobre el valor de una obra. Naturalmente, cabe la posibilidad de que no estén todos los que son, pero los que están, desde luego, son. Eso no implica, sin embargo, que no tengamos derecho a criticar dichas obras, y es que el gran arte a veces es soberanamente aburrido. A mí, por ejemplo, la supuestamente genial e incluso divertida Vida del Buscón, de Quevedo, no sólo me parece un peñazo, sino una obra prácticamente ilegible hoy en día. Acepto que es mi incultura lo que me impide disfrutar de la obra, y cualquier crítica que haga de la trama, el estilo o las intenciones del autor tendrán que ser juzgadas bajo esa premisa. Ahora bien, la disfrute o no, la entienda o no, me maraville o no, seré consciente en todo momento de que estoy ante una obra de arte, y no ante un cotilleo de patio de vecinas. Parece obvio, ya lo sé, pero para muchos no lo es.
Me refiero, volviendo de nuevo al cine, a esos espectadores que chasquean la lengua cuando un bueno comete un craso error que le costará la vida, que llaman idiota al novio de la chica cuando cae en la trampa del malo, o que, en definitiva, en la sala de cine se comportan como un crío en un teatro de marionetas (1). Naturalmente, cuando esos espectadores cogen un libro, pasa lo que pasa: critican Madame Bovary porque la señora en cuestión es burra; encuentran, por el contrario, que Anna Karenina es odiosamente perfecta y no les gustaría tenerla como amiga; menosprecian Jane Eyre porque les parece que el señor Rochester es un idiota y un machista ; y piensan que, en el país de las maravillas, Alicia actúa de manera excesivamente crédula.
Juzgar los actos de unos personajes de ficción del mismo modo que juzgaríamos los de nuestro jefe, nuestro primo o nuestra ex es probablemente llegar al nivel más bajo al que puede llegar un lector. Nabokov empleaba un término certero -aunque demasiado benévolo- para describir esa actitud infralectora: puerilidad.
Sí, ya, muchos libros, pero seguro que no has entendido ni uno solo.
En alguna ocasión he hablado de mi afición a la salsa y la timba cubana, estilos de música que, en la pista de baile, no se me dan espantosamente mal, modestia aparte. He realizado varios cursos, y todavía me apunto a alguno de vez en cuando para ir reciclándome. Afortunadamente he aprendido a elegir, porque existe un tipo de profesor, normalmente salido de las mejores escuelas de baile de Cuba, que piensan que cuando un españolito quiere aprender a bailar, necesita antes aprenderse la genealogía de Changó, Yemayá, Ochún y todos los orishas de la religión afrocubana.
Esta irritante actitud tiene también su versión literaria, concretamente en la conocida frase "no se puede entender a Fulano si antes no has leído a Mengano". Por supuesto, la frasecita en cuestión siempre la pronuncia, henchido de vanidad, el lector de Mengano, o por lo menos, el que sabe que Mengano vino antes que Fulano. Es evidente, por tanto, que nunca os encontraréis con alguien que diga "he leído todo Faulkner, pero como no he leído antes a Mark Twain, no me he enterado de nada". Pues bien, recientemente, alguien se llevó las manos a la cabeza porque Muñoz Molina decía en su artículo sabatino de Babelia que, como aquél que dice, acababa de descubrir a Thomas Bernhard. Nuestro Mengano aprovechó la coyuntura para decir que qué barbaridad, cómo es posible, dónde vamos a ir a parar, ¡pero bueno! , si no se ha leído a Bernhard no se puede entender a éste ni a aquél ni al de más allá.
No niego que lo que esta actitud de niñato resabido manifiesta es, en el fondo, absolutamente cierto. Pero, ¿no creéis que el mundo sería un lugar más hermoso para vivir si estos arzobispos de la cronología literaria se limitaran a decir, sencillamente, que "leer a Mengano te ayudará a apreciar mejor a Fulano"? Porque si insistimos en ese "no se puede entender", tendremos que recordar que antes de Mengano también está Zutano, y antes de éste, otro, y otro, y otro. Y la verdad, no a todo lector le apetece remontarse a los textos sumerios para entender a Lucía Etxebarria. Además, entonces yo, que todavía no he leído a Proust, ¿soy capaz de entender algo de lo que ha venido después?
Bueno, ahora ya me he desahogado.
En fin, si he programado esto bien, en el momento de que lo leáis yo estaré en tierras inglesas, con una vista parecida a la de la foto, y en compañía de la familia sanguínea, la política y el señor Thackeray. Así que feliz agosto @ todos.
(1) Sin embargo, para que veáis que no soy tan borde, os confesaré que me parece entrañable que aplaudan cuando el héroe consigue salvar el avión en el último suspiro.