Revista Arte

Destrucciones, utopías y delirios en un libro imprescindible: 'El puño invisible', de Carlos Granés

Por Deperez5

Uno de los grandes acontecimientos literarios del 2011 fue la adjudicación del premio de ensayo Isabel de Polanco al antropólogo colombiano Carlos Granés, autor de una inteligente, amena y apasionante exploración de las dos grandes revoluciones del siglo XX, nacidas en la misma calle de Zurich en 1917, cuando Lenin y sus secuaces conspiraban a pocos pasos del mítico café Voltaire, escenario de las primeras algaradas dadaístas y punto de partida del absurdo y la estupidez que abruman al arte de nuestro días.
“El Puño invisible”, premiado por Fernando Savater, Héctor Abad Faciolince, Gonzalo Celorio, Rafael Rojas, José Balza y Margarita Valencia, explora las utopías y delirios de la revolución socialista, que prometían la desaparición del Estado y su reemplazo por un reino de igualdad y justicia absolutas, y la supervivencia de esos delirios en el territorio de las vanguardias artísticas, que despojaron totalmente de sentido a la palabra arte.
Fragmentos de “El puño invisible - Arte, revolución y un siglo de cambios culturales”, de Carlos Granés
"Sólo el talento pulido, trabajado y orientado singulariza. Cien años de ready mades, sesenta de happenings, cincuenta de body art, cuarenta de instalaciones lo demuestran".
"Para finales de los años ’60 las galerías y museos de Europa y Estados Unidos habían expuesto tal cantidad de manifestaciones artísticas dispares –objetos cotidianos, publicidad, basura, chatarra, materiales de construcción, acciones, happenings, performances, excrementos, gestos, documentos- que los límites de lo que era o no era arte parecían haberse difuminado por completo. Cualquier cosa era susceptible de convertirse en arte siempre y cuando entrara en la institución y atravesara un proceso de alquimia discursiva. En otras palabras, cualquier cosa era arte si alguien con influencia y poder sacaba de su manga algún concepto o alguna teoría que lo transformara en elemento artístico. En el instante en que algún objeto de revestía de estas creaciones mentales, dejaba de ser un anodino artefacto utilitario o residual y se convertía en el soporte visual de un contenido especulativo mil veces superior. La jugada era tan fantasiosa que ni a Borges se le hubiera ocurrido. (Sin embargo, a Borges sí se le ocurrió, y en fecha tan temprana como el año …... Ver en este blog la nota “Borges y Bioy Casares, críticos de arte”) Sí, el espectador veía una caja de cartón, una reja de hierro, un trozo de fieltro, un bulto de grasa, un vaso con agua; sí, su aparato perceptivo capturaba la imagen visual de estos objetos triviales, de estos artículos que podía comprar en cualquier tienda o que seguramente almacenaba en casa; pero no, eso no era lo fundamental. Lo importante era el proceso mental que generaban, la misteriosa forma en que alguno de estos objetos, idéntico en cada uno de sus átomos a los que seguían en el supermercado o la ferretería, resultaba ser una valiosísima obra de arte y no un ordinario objeto de consumo. Este camino convirtió a buena parte de la producción artística contemporánea en un fenómeno autorreferencial, en epistemología, en un afiligranado juego mental que transformaba cualquier visita al museo en un reto filosófico. Ya no se acudía a las exposiciones a ver obras que estimulaban la imaginación y los sentidos, sino a debatir problemas teóricos que atañían a la naturaleza misma del arte. ¿Cuáles son sus límites? ¿Qué más y qué otra cosa puede ser arte? ¿Quién –el artista, el espectador, el curador, el museo- tiene poder para determinar qué cosa es arte y qué no? Estas preguntas acabaron siendo las guías para visitar galerías y museos, y los discursos teóricos acabaron subyugando a los elementos visuales de las obras".
"Lo que mantiene erguido este tipo de arte es el discurso, el concepto, la palabra y sobre todo la cháchara. De ahí la creciente obsesión de los artistas por nutrirse de teorías y la razón por la cual las facultades de Artes han reemplazado progresivamente los talleres de pintura y escultura por los seminarios teóricos sobre Deleuze, Jameson, Foucault, Baudrillard, Derrida, Lyotard y las demás estrellas del posmodernismo. Hoy en días, muchos artistas dedican más tiempo a desarrollar la teoría o el discurso que enmarcará sus obras que las obras mismas. Fue una de las consecuencias inesperadas de los juegos irreverentes de Duchamp. Mientras la influencia de Picasso se debilitó rápidamente tras su muerte, la del dadaísta se infló hasta las nubes. Desde finales de los años ’50, artistas como Ives Klein o Piero Manzoni, empezaron a hacer obras en las que había cuadros ni esculturas o, como empezó a decirse en el mundo del arte, se desmaterializaba el objeto para que sólo quedara una idea. Klein organizó una exhibición en una galería vacía, sin muebles ni cuadros, en la que a cada visitante se le ofrecía un cóctel azul que lo mantenía orinando orinando del mismo color durante varios días. Era ingenioso, era divertido… y era conceptual. La obra no existía; o sí: la llevaba el visitante en la vejiga. La persona se convertía en obra y se daba cuenta de ello cuando una punzada en el bajo vientre lo obligaba a acercarse al inodoro. Lo mismo hizo Manzoni cuando empezó a poner su firma en el brazo del primero que se cruzara en su camino. El artista hacía arte y rubricaba la creación con su firma. Con el creciente estatus de los artistas, lo importante ya no era el cuadro sino el nombre que lo cotizaba en el mercado. Manzoni se burló de esa dinámica, asumiendo que todo lo que salía del artista, incluso la mierda y el aliento, era arte, o que todo aquello en lo que estampara su firma se convertía en una valiosa obra. Estos juegos ponían de relieve las mismas preguntas: ¿Cualquier cosa puede ser arte si un artista lo es? ¿Una persona puede convertirse en una obra de arte? ¿Quién determina qué es una exhibición de arte y qué no? Como suele ocurrir, los primeros ejemplos de esta epistemología juguetona y burlona resultaron recurrentes y refrescantes. Pero con el paso de los años, la reincidencia continua en los mismos ejercicios resultó soporífera y tediosa. En lugar de abrir nuevos horizontes para la práctica artística, empantanó la creación con eternos juegos y desafíos que pretendías siempre lo mismo: poner a prueba el museo y a la definición del arte".
"Otro cambio particular que produjo el auge del concepto fue la ruptura definitiva entre el arte y la literatura. Todas las vanguardias mezclaron la plástica con la poesía, o al menos con el discurso panfletario o los manifiestos redactados por intelectuales con vocación de escribidores. Aquello acabó definitivamente en los últimos años de la década de los ’60, con la importancia que cobró el nuevo mandamás de la escena artística: el curador. Los tiempos soplaban a su favor. Él, en lugar de combatir en guerras o emborracharse en los cafés parisinos, había pasado por las aulas universitarias y, por lo tanto, estaba familiarizado con los conceptos, las ideas y las teorías académicas; él, en una época en que el arte perdía vitalismo y se dejaba seducir por la Teoría, era el autorizado para decir qué era arte y qué no, o por qué algún objeto era relevante y tal otro carecía de interés. Desde 1969, cuando el suizo Harald Szeemann organizó en Berna la primera exhibición europea que recogía a los principales exponentes del arte conceptual, llamada “Cuando las actitudes se vuelven forma”, la importancia del curador no ha dejado de crecer. Otros personajes que solían influir en la percepción y el gusto del público, como el crítico, el marchante o el pope vanguardista, fueron desplazados. Con el ascenso del curador, el artista dejó de ser quien gritaba al mundo cuál era el rumbo que debían tomar el arte, la cultura o la sociedad, y quedó sólo el cerebral discurso del curador que, apalancado en prestigiosas instituciones, marcó desde entonces la dirección del arte de su país. También cambió por completo el proceso de selección de las obras que formaban parte de una exhibición. Ya no era una pandilla de visionarios mostrando el resultado de su ira y sedición, de su experiencia vital, de sus discusiones y manifiestos la que se presentaba ante la humanidad. Ahora, un curador escogía un concepto y luego recorría los cinco continentes en busca de artistas cuya obra se ajustara a sus expectativas y criterios. Con esta nueva forma de plantear los grandes certámenes de arte era imposible que sectas vanguardistas radicales, con ideas delirantes y anárquicas, pudieran transformar el mundo. Por el contrario, el poder acumulado por el teórico generó cierta dependencia, que en ocasiones, sobre todo cuando los artistas eran jóvenes y tenían pocas opciones de exhibir (como en Latinoamérica, por ejemplo) se traducía en servilismo. El artista rebelde tenía ahora que hacerse querer por el omnipotente curador o de lo contrario no entraría nunca en el circuito de galerías y exhibiciones. Como el talento y la calidad de las obras eran factores imposibles de medir o juzgar con cierta objetividad, el juicio del curador determinaba el destino o el fracaso del aspirante a artista. Además de Szeemann, hubo varios otros curadores en busca de conceptos y artistas que los ejemplifican. Germano Celant se inventó el Arte Povera italiano en 1967, reuniendo en una exposición a artistas que trabajaban con materiales pobres, y Achille Bonito Oliva inventó la Transvanguardia en 1979, llamando la atención a un grupo de pintores que rechazaban el conceptualismo del Arte Povera. Para Tzara, Breton o Isou hubiera sido sencillamente impensable que llegara un desconocido a decirles qué tipo de arte era el que estaban haciendo y con quién tenían que juntarse para formar una pandilla. Pero hoy en día, en medio de la confusión reinante, resulta de gran ayuda encontrar un curador que explique en qué consiste la obra del artista, que justifique su discurso y sus conceptos. Y que lo inscriba en una corriente posmoderna, en una tendencia o en una problemática relevante para la sociedad".
"Ir a exhibiciones de arte contemporáneo se ha convertido en una inverosímil experiencia de lectura, por lo general en condiciones poco favorables –luz de neón, letras en colores, anotaciones a cinco metros del suelo, documentos fotocopiados-, que convierten la visita al museo en un castigo escolar. Si no se leen los carteles, los documentos, las cartas, las explicaciones, los recortes y, en fin, todo el material bibliográfico que añaden algunos artistas a sus obras, es imposible dilucidar cuál es el sentido de la obra. Y basta con ir solo a una de estas exhibiciones para advertir que el público no lo hace. La gente pasea la mirada por las paredes, las vitrinas, los escaparates y luego sigue su recorrido indiferente. No es de extrañar que así sea, porque detenerse a leer los miles de caracteres apiñados en placas, papeles o folletos no sólo demanda mucho tiempo sino que, lamentablemente, no garantiza ningún esclarecimiento. Esa dinámica le da un aire de farsa a estas exposiciones. Lo que están diciendo sus obras se supone que es muy crítico y muy importante, pero el mensaje está oculto en documentos tan poco seductores e ilegibles que resulta evidente que nadie va a entender la obra o a prestarle la atención que demanda. En la Bienal de Venecia de 2001 había tantas obras de videoarte que la exhibición parecía pensada para que ningún espectador pudiera verla, porque cinco videos, vistos de principio a fin, demandaban entre tres o cuatro horas, y en los muchos pabellones de la Bienal había docenas. En otras palabras, en muchas de estas exhibiciones nadie entiende nada y a nadie le importa. Ni al artista, que hace todo lo posible por comprimir su trascendental idea en un código indescifrable, ni al público, que parece resignado a deambular por estas exposiciones sin entender nada, en busca de una salvadora obra de shock art que, al menos, lo sorprenda y lo escandalice. No es en vano que hoy en día sea más importante el nombre del arquitecto que construyó el museo que los nombres de los artistas que tiene en su colección".
"En 2001, en la cumbre de su éxito (Martín Creed), ganó el prestigioso Turner Prize, el más mediático de los premios de arte que se reparten en Inglaterra, con su Obra Nº 227. ¿En qué consistía la pieza que mereció tan importante premio? En nada. La sala en que se exponía estaba vacía. La obra consistía, sencillamente, en que, de pronto, se apagaban las luces. Después –oh, maravilla- se volvían a encender. Y eso era todo. Puede que durante los cinco segundos que permanecían apagadas las luces, el público se llevara una ligera sorpresa; luego todo volvía a la normalidad. Una experiencia estética express, para los tiempos que corren, de sólo unos pocos segundos; eso era lo que ofrecía Creed. La sorpresa duradera vendría luego, leyendo todo lo que se dijo acerca de un acto tan trivial como apagar y prender las luces. En la página del MOMA se lee que Creed, con su obra, “controla las condiciones de visibilidad en la galería, y redirige nuestra atención a las paredes que normalmente funcionan como trasfondo y soporte de objetos de arte”. Por lo visto, los curadores del MOMA creen que ningún espectador se ha dado cuenta de que en los museos hay paredes, de que todas son blancas y de que no hay mayor motivo para detenerse a contemplarlas. Maurizio Cattelan, un artista italiano famoso por su escultura de Juan Pablo II aplastado por un meteorito, dijo que la Obra Nº 227 tenía "la habilidad de comprimir la felicidad y la ansiedad en su solo gesto". Esta curiosa declaración hace pensar que Cattelan tiene una relación intensísima con los interruptores, y mejor no saber lo que siente cuando alguien abre la llave del agua o enciende una licuadora. Por su parte, la curadora Laura Donaldson afirmó que la obra tenía “muchas capas de conversación” , y del Tate Britain salión un comunicado celebrando la forma en que Creed exponía las reglas y las convenciones que suelen pasar desapercibidas, y cómo este gesto implícitamente le daba poder (empowerment) al espectador. Es imposible no burlarse de todas estas interpretaciones. Por lo visto, después de ver la obra de Creed descubrimos lo mágicas que son las paredes blancas, sentimos una descarga de felicidad y ansiedad, y salimos del museo más poderosos y capaces de armar una revolución qu contravenga todas las convenciones sociales. Tanta palabrería hueca nos tendría horas desternillados si no fuera porque está determinando el presente de la cultura occidental. No se puede premiar sistemáticamente la estupidez y esperar que esto no traiga consecuencias sociales y culturales".


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