Se ceba a los acreedores y se castiga a los inocentes.
Al igual que la peste en el siglo XIV, el azote de la deuda
ha ido migrando paulatinamente del Sur al Norte. La Yersinia pestis del
siglo XXI no se propaga a través de las ratas infestadas de pulgas, sino del
letal fundamentalismo neoliberal, infestado de ideología. Antes, sus adalides
tenían nombres como Thatcher o Reagan; ahora suenan más bien a Merkel o
Barroso-Juncker. Pero el mensaje, la mentalidad y la medicina prescrita son básicamente
los mismos. La devastación provocada por ambas plagas también es similar. Sin
duda, se registran menos muertes relacionadas con la deuda en Europa hoy en día
que en África hace tres décadas, pero seguramente se está causando un daño más
permanente a lo que en su día fueron las prósperas economías europeas.
‘Ajuste’ era el eufemismo para el paquete de recetas económicas impuestas por
los ricos países acreedores del Norte a otros menos desarrollados en lo que
entonces llamábamos ‘el Tercer Mundo’. Una gran parte de estos países había
pedido prestado demasiado dinero para demasiados fines improductivos. A veces,
los líderes se limitaban a ingresar los créditos en sus cuentas privadas
(recordemos a Mobutu o Marcos) y endeudar aún más a sus países. Devolver los
préstamos en pesos, reales, cedis u otras ‘monedas raras’ era inaceptable; los
acreedores querían dólares, libras esterlinas y marcos alemanes.
Además, los líderes del Sur habían suscrito los préstamos a tipos
de interés variable, que al principio eran bajos pero que subieron a niveles
astronómicos a partir de 1981, cuando la Reserva Federal de los Estados Unidos
puso fin a la era del dinero barato. Cuando países como México amenazaron con
no pagar la deuda, cundió el pánico entre los ministros de Economía de los
países acreedores, los grandes banqueros y los burócratas internacionales, que
se pasaron unos cuantos fines de semanas sin dormir, alimentándose con comida
para llevar e improvisando planes de emergencia.
Plus ça change, plus c’est la même chose.* Pasadas
unas décadas, aún se suceden las reuniones de crisis, esta vez en Bruselas y,
pese a algunas variaciones, la respuesta es idéntica: solo consigues un rescate
si te comprometes a seguir una serie de estrictas exigencias. En su día, estas
se hacían eco del neoliberal ‘consenso de Washington’; ahora se denominan, más
acertadamente, ‘paquetes de austeridad’, pero ambas requieren las mismas
medidas. Firme aquí, por favor, con sangre.
Para el Sur, los contratos rezaban: ‘Limiten la producción
de alimentos y dedíquense a cultivos comerciales rentables. Privaticen las
empresas estatales y abran actividades lucrativas a las compañías
transnacionales extranjeras, sobre todo en el sector de las materias primas y
las industrias extractivas, la silvicultura y la pesca. Reduzcan drásticamente
el crédito, y eliminen los subsidios y las prestaciones sociales. Presenten
propuestas para el pago de la salud y la educación. Economicen y obtengan
divisas fuertes a través del comercio. Su principal responsabilidad es para con
los acreedores, no para con su pueblo’.
Llegó el turno de Europa. A los países del sur de
Europa y a Irlanda no se les deja de repetir: ‘Han estado viviendo por encima
de sus posibilidades. Ahora les toca pagar’. Los Gobiernos aceptan órdenes
dócilmente y sus ciudadanos y ciudadanas suelen asumir que deben pagar la deuda
de inmediato porque la deuda de un Estado soberano es exactamente igual que la
deuda de una familia. Pero no lo es; un Gobierno acumula deuda emitiendo bonos
en los mercados financieros. Esos bonos son adquiridos fundamentalmente por
inversores institucionales, como bancos, que reciben un pago anual de
intereses: bajo, cuando el riesgo de impago es bajo y alto cuando dicho riesgo también
lo es. Es totalmente normal, deseable e incluso necesario que un país tenga una
deuda que plantee cero problemas y que genere muchos beneficios si el dinero se
invierte con prudencia y a largo plazo en actividades productivas como
educación, salud, prestaciones sociales, infraestructuras sólidas y similares.
En efecto, cuanto mayor es el porcentaje de gasto público en
el presupuesto de un Gobierno, más elevado es el nivel de vida y más empleos
se crean, incluido en el sector privado. Esta norma se ha visto confirmada
sin falta desde que se apuntó a la correlación entre la inversión pública y el
bienestar nacional por primera vez, a fines del siglo XIX, no es nada nievo.
Lógicamente, el dinero prestado también se puede derrochar y
gastar sin ton ni son, y los beneficios pueden repartirse injustamente. La gran
diferencia entre el presupuesto de una familia y el de un Estado es que los
Estados no desaparecen sin más, como una compañía en bancarrota. Las
inversiones productivas y bien gestionadas que se financian con el dinero que
toman prestado los Gobiernos deberían entenderse, en general, como algo bueno.
Los números mágicos
En 1992, los países europeos votaron ciegamente ‘sí’ al
Tratado de Maastricht, que debido a la insistencia de Alemania incluía dos
números mágicos: el 3 y el 60. Nunca dejes que tu déficit presupuestario supere
el tres por ciento; nunca contraigas una deuda pública que supere el 60 por
ciento de tu producto interior bruto (PIB).** ¿Por qué no el 2
o el 4 por ciento, o el 55 y el 65? Nadie lo sabe, salvo quizá algún vetusto
burócrata que andaba por allí, pero estos números se han convertido en las
Tablas de la Ley.
En 2010, dos famosos economistas anunciaron que, por encima
del 90 por ciento del PIB, la deuda acarrearía problemas a un país y su
PIB se contraería. Es algo que suena lógico porque el pago de los intereses se
comería un porcentaje mayor del presupuesto. Sin embargo, en abril de 2013, un
estudiante de doctorado norteamericano intentó replicar sus resultados y se
encontró con que no podía. Usando las mismas cifras, obtenía un resultado
positivo para el PIB, que aún seguiría aumentando en más de un dos por ciento
al año. El tándem de economistas famosos –y ahora también avergonzados– tuvo
que admitir que había sido víctima del Excel y que habían colocado mal una
coma.
Incluso el Fondo Monetario Internacional confesó errores parecidos, esta vez sobre el tema de los recortes y las medidas de
austeridad. Ahora sabemos –porque el Fondo ha sido lo bastante sincero como
para explicárnoslo–, que los recortes perjudicarían al PIB dos o tres
veces más de lo previsto en un principio. Europa debería tomárselo con calma,
decía el FMI y no ‘conducir la economía pisando el freno’. El límite
mágico del 60 por ciento del PIB en la deuda era ahora más sagrado que el límite
del tres por ciento para el déficit; las políticas, sin embargo, siguen siendo
las mismas, ya que los halcones neoliberales aprovechan cualquier atisbo de
prueba dudosa que parezca para promover su causa.
Nos enfrentamos a dos preguntas básicas. La primera sería
por qué aumentó la deuda de los países europeos de forma tan pronunciada
después de que estallara la crisis en 2007. En apenas cuatro años, entre 2006 y
2010, la deuda se disparó en más de un 75 por ciento en Gran Bretaña y Grecia,
un 59 por ciento en España y una cifra récord del 276 por ciento en Irlanda,
donde el Gobierno anunció que se haría responsable de todas las
deudas de todos los bancos privados del país. El pueblo
irlandés, por lo tanto, asumiría la falta de responsabilidad de los banqueros
irlandeses. Gran Bretaña hizo lo mismo, aunque en menor medida. Los beneficios
se privatizan y las pérdidas se socializan.
Así pues, los ciudadanos y las ciudadanas deben pagar por la
austeridad, mientras que los banqueros y otros inversores que adquirieron los
bonos del país o productos financieros tóxicos no aportan nada. Después de la
crisis de 2007, el PIB de los países europeos cayó un promedio del
cinco por ciento y los Gobiernos tuvieron que compensar. El incremento de los
fracasos empresariales y el desempleo masivo significaban también más gastos
para los Gobiernos justo en el momento en que estaban recaudando menos a través
de los impuestos.
La nueva moralidad
El estancamiento económico sale caro. El aumento de los
gastos y la bajada de los ingresos se traduce en una única respuesta: solicitar
más préstamos. Rescatar a los bancos y asumir las consecuencias de la crisis
que estos crearon son el principal motivo de la crisis de la deuda y, por lo
tanto, de la dura austeridad que se impone hoy en día. La gente no estaba
‘viviendo por encima de sus posibilidades’, pero es evidente que el lema de la
nueva moralidad es ‘castiguemos a los inocentes y recompensemos a los culpables’.
Esto no es una defensa de las políticas ineptas ni
corruptas, como las que permitieron que se inflara la burbuja inmobiliaria en
España o que la clase política griega contratara a un gran número de nuevos
funcionarios después de cada elección. Los griegos tenían un presupuesto
militar hinchado y se niegan, inexcusablemente, a gravar a los grandes magnates
navieros y a la Iglesia, la mayor titular de propiedades del país. Pero si la
bañera pierde agua y la pintura del salón se está cayendo, ¿qué haces? ¿Quemas
toda la casa o arreglas las tuberías y vuelves a pintar?
Las consecuencias humanas de la austeridad son ineludibles y
bien conocidas: los jubilados rebuscan en los contenedores de basura a mitad de
mes esperando encontrar algo que llevarse a la boca; los y las jóvenes de
talento y con formación de Italia, Portugal y España huyen de su país mientras
la tasa de desempleo para su grupo de edad alcanza el 50 por ciento; a las
familias se les impone una carga insoportable; la violencia contra las mujeres
aumenta con el incremento de la pobreza y la angustia; los hospitales carecen
de fármacos básicos y de personal; las escuelas y los servicios públicos se
deterioran o desaparecen. A la naturaleza también se le pasa factura: no se
invierte nada en poner fin a la destrucción
del medio ambiente. Es demasiado caro. Como sucede con todo lo demás, ahora no
nos lo podemos permitir.
Conocemos bien las repercusiones, el resultado de lo que la
canciller alemana Angela Merkel denomina políticas de ‘austeridad
expansionista’. Según esta teoría neoliberal, los mercados ‘se tranquilizarán’
con políticas estrictas y volverán a invertir en los países disciplinados. Pero
esto no ha sucedido. Y por todo el sur de Europa están empezando a aparecer
imágenes de Merkel decoradas con esvásticas.
Muchos alemanes piensan que están ayudando a Grecia y
quieren dejar de hacerlo. En realidad, casi todo el dinero del rescate está
siguiendo un circuito cerrado: las aportaciones de los Gobiernos de la UE realizadas
a través del Mecanismo Europeo de Estabilidad se han vuelto a canalizar a
través del Banco Central y los bancos privados de Grecia hacia bancos
británicos, alemanes y franceses que habían adquirido eurobonos griegos para
obtener un rendimiento más alto. Sería más sencillo entregar el dinero de los
contribuyentes europeos directamente a los bancos, si no fuera porque los
contribuyentes podrían darse cuenta del truco. ¿Por qué montar un drama
psicológico en torno al dos por ciento (Grecia) o al 0,4 por ciento (Chipre) de
la economía europea? Un cínico podría contestar: ‘Muy sencillo. Para asegurar nuestra sociedad actual - lease neoliberal’.
La segunda pregunta básica es por qué seguimos aplicando
políticas que son perjudiciales y no funcionan. Esta catástrofe de creación
propia puede verse desde dos puntos de vista. Economistas laureados y de
renombre como Paul Krugman o Joseph Stiglitz opinan que los líderes europeos
sufren de encefalograma plano, muestran una total ignorancia en materia de
economía y están abocados a un innecesario suicidio económico. Otros analistas
apuntan que los recortes se ajustan perfectamente a los deseos de entidades
como la Mesa Redonda Europea de Industriales y BusinessEurope: recortar
salarios y prestaciones, debilitar a los sindicatos, privatizar todo lo que se
ponga a tiro, etcétera. A medida que han ido aumentando las desigualdades, a
las élites no les ha ido nada mal. En estos momentos, hay más ‘particulares con
un elevado patrimonio neto’ y con una fortuna colectiva mucho mayor que en el
punto álgido de la crisis en 2008. Hace unos seis años, se contabilizan en todo el
mundo 8,6 millones de particulares de este tipo, con una liquidez conjunta
valorada en 39 billones de dólares estadounidenses. En 2013, este grupo
llegó a los 11 millones de personas, con activos por valor de 42 billones de
dólares. Las pequeñas empresas caen en tropel, pero las grandes compañías
disponen de ingentes sumas de efectivo y están sacando el mayor partido posible
de los paraísos fiscales. No ven ningún motivo para dejarlo ahí.
Esta crisis está afectando a todo el mundo y los líderes
europeos no son más necios que sus homólogos en otros países. Sí que están, no
obstante, totalmente sometidos a los deseos de las grandes finanzas y las
grandes corporaciones. Sin duda, la ideología neoliberal desempeña un papel
clave en su programa, pero sirve especialmente para emitir densas cortinas de
humo y falsas explicaciones y justificaciones, con el fin de que las personas
crean que ‘no hay alternativa’. No es cierto: los bancos se podrían haber
socializado y transformado en servicios públicos, del mismo modo que cualquier
otro organismo que funciona con dinero público. Se podrían haber cerrado los
paraísos fiscales, aplicado impuestos a las transacciones financieras y
adoptado muchas otras medidas. Pero estas propuestas, a ojos del
neoliberalismo, son una herejía (aunque 11 países de la eurozona empezaron a
gravar las transacciones financieras a partir de 2014).
En contra de nuestra voluntad, se nos ha arrastrado a una
guerra de clases. La única respuesta que le queda a la ciudadanía está en el
conocimiento y la unidad. Lo que ha impuesto el 1 por ciento puede ser revocado
por el 99 por ciento. Pero más vale que nos demos prisa: el tiempo se está
agotando.
Susan George