Revista Cultura y Ocio

Domingo

Publicado el 14 agosto 2011 por Santiagobull
Nunca me han gustado los domingos. Flota sobre las calles un sopor denso y resinoso, las paredes de la habitación parecen cerrarse más que nunca sobre uno, y se respira una resaca densa, con la boca llena de un sabor amargo y constante. Cada minuto dura lo que duran las horas eternas, como si estuviésemos parados al final de una calle larguísima, fumando un cigarrillo tras otro, consumiéndonos entre el humo mientras esperamos a Godot. Supongo que es el residuo que queda de las noches que se maquillan de gloria, ésas en las que vamos y tocamos a la puerta de los dioses vestidos de saltimbanqui sólo para echarnos una carcajada en sus rostros. Aunque claro... a estas alturas de la vida, uno ya suele haber aprendido que la gloria se parece demasiado a un vaso lleno, y la vida mucho más a una botella vacía. Hay unas palabras que siempre vuelven a mí, día tras día, pero nunca con tanta fuerza como los domingos, y que son las que san Bukowski dejó escritas en una de sus formidables novelas: "Nos despertamos por las mañanas, damos una patada a las sábanas, apoyamos los pies en el suelo y pensamos: Ah, mierda, ¿y ahora qué?" Y lo más desgarrador de todo es que pueden venírsenos mil y un formas de responder a esa última interrogante, y sin embargo todas las opciones parecen falsas, fuera de sitio... como dormir en un hotel sin compañía. El domingo es un día de sabor amargo. ¿Qué no daría yo por leer lo que Henry Miller o William Burroughs hubieran escrito si se sentasen a reflexionar sobre esta corona de espinas de la semana? ¿Qué otra cosa podemos esperar, además, de un día que dios, nos juran las escrituras, aprovechó para sentarse a descansar? Hay demasiada luz en los callejones, y las calles llenas de gente nunca me han gustado demasiado. Engorda el silencio mientras trato de dar fin a estas palabras raquíticas. Frente a mis ojos, se alarga una tarde preñada de olvido, como si las procesiones aguardasen el momento de iniciar el via crucis. Quisiera llenar una copa con este licor y bebérmela al seco, pero no hay botellas a las que recurrir, ni billetera que explotar, ni ganas de moverse del asiento, ni tiempo que perder. El problema de los relojes del domingo es que tampoco dejan tiempo que ganar: sólo lo amordazan y lo arrojan por un barranco, y que ya se las apañen los segundos y las horas para llegar a día lunes, y a eso, siempre con la cadena en la mano. Pero es lo de menos. Otra cosa que uno aprende con los años es a reírse de los chistes malos, y a levantar la cabeza aunque el prado huela a basura. Como los buitres: volando en círculos como marionetas cansadas, sólo para poner los pies en el suelo y comer carne podrida... o para decirnos, una vez más, "Ah, mierda, ¿y ahora qué?".
Aunque una buena fórmula contra los domingos es echar a rodar canciones como esta... claro está. El texto se lo dedico a mi querida Laura Viñas, con la que he podido hablar de estas cosas tantas veces.

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