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Dos de espías berlineses (II): Funeral en Berlín (1966)

Publicado el 09 noviembre 2012 por 39escalones

Dos de espías berlineses (II): Funeral en Berlín (1966)

El mes pasado se cumplieron cincuenta años del nacimiento del James Bond cinematográfico en la piel de Sean Connery combatiendo contra el Dr. No. El grado de calidad y el éxito en taquilla de las tres primeras entregas de la saga propició un femonenal efecto de emulación, que consistió tanto en la adaptación de obras literarias en la estela de Ian Fleming con grandes presupuestos y estrellas como en una paralela y sorprendente corriente paródica que terminó impregnando a James Bond de su tono ligero y su banalidad durante el periodo protagonizado por Roger Moore. A la repercusión del pimer Casino Royale, codirigido, entre otros, por John Huston, de accidentado rodaje y estelar reparto, cinta en la que, partiendo del mismo Ian Fleming (cuyo hermano Peter, por cierto, estaba casado con Celia Johnson, la protagonista del Breve encuentro de David Lean), se parodiaba al Bond más canónico, hay que sumar la serie de películas del agente Matt Helm, protagonizadas por un Dean Martin cuya carrera en los sesenta consistió básicamente en reírse de sí mismo, e incluso una chorrada italiana protagonizada por el agente James Tont, cuyo Fiat 500 (como un 600 pero aún más pequeño) estaba lleno de gadgets. Entre las películas “serias” que consiguieron cierto grado de repercusión y apreciable calidad técnica y artística durante aquellos años destaca la saga del agente Harry Palmer (Michael Caine), prolongada durante 30 años, aunque solo a través de cinco películas (la última de ellas de 1996), que destaca porque su protagonista siempre está interpretado por el mismo actor, con lo que, a diferencia de Bond, el tiempo sí pasa por él. Una de las mejores entregas de las películas de Harry Palmer es la segunda de ellas, Funeral en Berlín (1966), que funciona como un negativo de James Bond, como un espejo de sus contrarios, y que resulta más “realista” y menos “superheroica” que las adaptaciones de 007. Parte fundamental del buen hacer de estas primeras entregas es que a los mandos se encontraran los productores de la propia saga Bond, Albert Broccoli y Harry Saltzman, y también el director Guy Hamilton, que participó nada menos que en cuatro películas de James Bond (James Bond contra Goldfinger, Diamantes para la eternidad, Vive y deja morir y El hombre de la pistola de oro).

Nacida de una novela de Len Deighton, el agente Palmer y sus avatares personales y profesionales están desprovistos de todas las notas características que acompañan a James Bond. En primer lugar, su nombre (en la novela el agente permanece anónimo); cuenta la leyenda que el nombre de Harry Palmer surgió de una conversación entre Saltzman y Caine, en la que éste eligió el nombre más soso en inglés y el apellido del compañero de escuela más anodino y aburrido que podía recordar. Por otro lado, su aspecto y su forma de vida: las únicas veleidades que se permite Palmer son su gusto por la música clásica y su afición a ser un cocinillas. Por lo demás, es un tipo reclutado a la fuerza en los servicios secretos británicos (cogido en una falta que debe compensar sirviendo a las autoridades de Su Majestad), que viste vulgarmente (trajes idénticos unos con otros y una gabardina de lo más corriente), vive en un apartamento pequeño y desastrado, trabaja fichando de nueve a cinco y usa unas enormes y antiestéticas gafas de pasta. Su físico tampoco es para tirar cohetes, y no posee habilidades especiales, ni buena puntería, ni fuerza física, ni conocimientos o capacidades destacables, excepto su instinto y su brillante ingenio, el cual suele servirle sobre todo para contemplar la vida desde un punto de vista escéptico y cínico, y para emitir réplicas sardónicas a los comentarios de jefes y compañeros. Pero, lo más importante: Harry Palmer, un reconocido don nadie, es perfectamente prescindible. Por eso se le envía a las misiones más arriesgadas y peligrosas, las que más sospechas pueden despertar en cuanto a posibilidades de ambigüedad, traición, desaparición o muerte. Por eso cuando el servicio secreto británico tiene conocimiento de que el veterano coronel Stock (el gran Oscar Homolka), jefe del espionaje soviético en Berlín Este, tiene intención de desertar, es Palmer el enviado a la capital alemana para ponerse en contacto con él y establecer el plan de fuga. La única ayuda con la que cuenta es con la de su amigo Johnny (Paul Husbschmid), otro agente británico, un alemán de origen que ha prestado excelentes servicios al MI5. Sin embargo, surgen dos complicaciones: por un lado, un experto en fugas de Alemania del Este, cuya actuación y relaciones con Palmer resultan ser más turbias de lo que parecen; por otro, una atractiva joven (Eva Renzi) entra en contacto con Harry, empeñada en seducirlo. Como él no es Bond, se da cuenta de que tan repentina atracción no puede ser “natural”, y por tanto le sigue el juego hasta descubrir que es una agente israelí. El caso se complica, y lo que al principio no es más que la complicada deserción de un importante militar soviético se convierte en una espiral de muertes, persecuciones, mentiras y dobles juegos en torno a la figura de un antiguo nazi desaparecido y de los documentos que pueden confirmar su identidad actual.

Alejado de escenarios exóticos, de locales ‘glamourosos’, de localizaciones naturales apabullantes, la película se acerca más a las truculencias y a los lúgubres y sombríos ambientes que deben servir de escenario a la auténtica labor de espionaje. Igualmente, los personajes que transitan por la trama son oscuros, ambivalentes, tramposos, siempre movidos por mecanismos ocultos que alteran sus lealtades o flexibilizan su moral. Esto ocurre en primer lugar con Palmer, un agente forzoso, al que en el fondo le traen sin cuidado las cuitas político-ideológicas de los bloques, y que gracias a su origen externo a los círculos de poder contempla esas luchas como algo ajeno, postizo, impuesto, sin que, por otro lado, su escepticismo se traduzca en falta de integridad, en una maleabilidad que lo haga propicio a la traición. Muy al contrario, con el tiempo se ha profesionalizado, su instinto se ha vuelto más agudo que su inteligencia, y pese a verse burlado en no pocas situaciones de importancia, conserva la sangre fría y el ánimo inalterado. Esa es otra diferencia con Bond: Palmer fracasa, falla, se equivoca, le toman el pelo. Palmer es humano, tanto cuando comete un error como cuando acierta. No banaliza la muerte, no espera nada de la vida. Su desencanto se traduce en un cáustico sentido del humor que no pocas veces se le congela en los labios. En ese mundo sin lealtades ni anclajes en el que es obligado a vivir, solo la atracción física, quizá el amor, que siente por la joven agente israelí (la cuestión tratada con más ligereza y superficialidad del film) es uno de los pocos valores reales que ha encontrado en su profesión, aunque sabe que, como en la economía, no se trata de un valor seguro.

La película, de 102 minutos de duración, es manejada con ritmo y talento, desgranando sus secretos y misterios con cuentagotas, llegando a conclusiones en algún momento ciertamente previsibles, pero conservando un último poso de sorpresa y un clímax adecuado aunque sencillo, minimalista, un tiroteo nocturno junto al Muro de Berlín muy alejado de las grandilocuencias formales de Bond. Concentrada en localizaciones de Londres y Berlín, la película ofrece sobre todo paisajes berlineses, con mucha acción, violencia y verborrea -a veces no escasa en sutil comicidad- en las secuencias de interiores (despachos, oficinas, apartamentos, habitaciones de hotel, locales y naves de los suburbios), y persecuciones, seguimientos y dudas en los exteriores, ya sea en las luminosas calles de un Berlín Occidental soleado, entre sus avenidas y rascacielos acristalados, ya en las oscuras callejas y los sombríos edificios de ladrillo, mazacotes vetustos y anticuados de la era soviética, del Berlín Este, secuencias que tienen lugar preferentemente entre sombras o directamente por la noche, con amenazas latentes a cada paso, miradas ocultas por la oscuridad, y penumbras en las que solo el sentido del oído permite percatarse de la amenaza en forma de percutor accionado.

Gracias al buen hacer de Caine y del resto del reparto, y a un solvente equipo técnico, Funeral en Berlín constituye un film entretenido, absorbente a ratos, algo estático y aletargado en otros, que ofrece un mundo de espías, secretos y mentiras más mundano, más de andar por casa, protagonizado por personas y no por personajes, alejado de acontecimientos increíbles, repleto de miseria, soledad y desesperanza.


Dos de espías berlineses (II): Funeral en Berlín (1966)

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