El británico Michael Winner transita por esa tierra de nadie a la que los críticos, cinéfilos de campanillas y practicantes del esnobismo cultural suelen arrojar a todos esos directores con oficio a los que etiquetan de «artesanos», es decir, a aquellos a los que ellos mismos, autoproclamados jueces supremos, deniegan esa categoría de «autores» (es decir, de cineastas cultos, lo cual, de rebote, les sirve para calificar peyorativamente a su público, del que, naturalmente, se autoexcluyen como espectadores con superior criterio que se consideran) que constituyen esa supuesta aristocracia cinematográfica de condición «artística». Sinceramente, tras examinar la filmografía de Winner, pocos elementos pueden encontrarse para rescatarlo de tal abismo, excepto ese, el oficio, la experiencia, además del brío narrativo que imprime a no pocos de sus títulos, virtudes completamente ausentes, sin embargo, en otros. De entre lo rescatable, alguna que otra película superior a la media y un buen puñado de momentos puntuales esparcidos a lo largo de su trayectoria, que dan idea de que tal vez, en mejores circunstancias de producción, con más medios, más presupuesto, más tiempo (en los repartos ha contado con algo más de fortuna, a menudo desaprovechada…), su suerte tras la cámara bien podría haber sido otra.
La puesta en escena de En nombre de la ley (Lawman, 1971) resulta, a priori, tan poco imaginativa e insustancial como el guion de Gerald Wilson, una historia rutinaria que transcurre por una serie de lugares comunes típicos del western que llevaban ya casi una década retirados de la pantalla o desplazados por las nuevas fórmulas crepusculares del spaghetti-western y las lecturas políticas de las películas del Oeste: Maddox (Burt Lancaster), sheriff de Bannock, un pueblo de Nuevo México, llega la localidad de Sabbath para detener a los peones de un rancho que, en plena celebración salvaje tras haber finalizado su trabajoso transporte de ganado de larga distancia, causaron la muerte de un anciano debido a un disparo de procedencia no identificada. Su intención es llevarlos a juicio, aun siendo sabedor de que la reputación y, sobre todo, el dinero de Vincent Bronson (Lee J. Cobb), dueño del rancho también presente en el lugar de los hechos, pueden inclinar la balanza de la justicia hacia la libre absolución. Sin embargo, concienzudo e inflexible, no tiene otra intención que cumplir con su propósito sin pensar en qué pueda suceder más allá, lo que le granjea, en primer lugar, el rechazo de Cotton Ryan, sheriff de Sabbath (Robert Ryan), un antiguo pistolero, muy venido a menos, que vive en una situación análoga a la jubilación, en un puesto cómodo y sin riesgos, proporcionado por el propio Bronson, a su petición de colaboración. Ese rechazo se convierte en abierta hostilidad por parte de Bronson, su hijo Jason (John Beck), y el grupo de esbirros del rancho, interpretados por Albert Salmi, Robert Duvall, Richard Jordan, D. J. Cannon y William Watson. Ahí radica la principal fuerza de la película, su reparto, completado por secundarios como Charles Tyner (el párroco), Joseph Wiseman (Lucas, dueño del salón-hotel-prostíbulo del lugar), John McGiver (el alcalde de Sabbath) o Walter Brooke (Luther Harris, dueño de un comercio y líder de un grupo de ciudadanos). Las posiciones antagónicas de Maddox, por un lado, y del resto, cada uno atendiendo a sus razones, por otro, se asientan en el carácter con que unos buenos y sólidos intérpretes son capaces de dotar a sus personajes. A favor de Maddox, solo Lucas y Laura (Sherre North), una antigua amante ahora esposa de uno de los hombres a los que persigue; en contra, todos los demás, excepto el sheriff Cotton Ryan, que ve en Maddox un espejo del defensor de la ley que le gustaría ser y no es, pero también un ejemplo envidiable de integridad y fortaleza que se gana su respeto, aunque su pusilanimidad le impida brindarle también ayuda efectiva.
La película se mueve por los previsibles encuentros y desencuentros, con los distintos personajes de Sabbath chocando una y otra vez, a veces violentamente, contra la resolución de Maddox que, no obstante, tampoco es de una pieza, no es el autómata de la ley que parece. Viéndose también reflejado en el espejo de algunos de los hombres que persigue, su idea del deber, del cumplimiento de la ley como primer y único mandamiento a considerar también se verá puesta a prueba, si no forzada en su aplicación debido a las circunstancias. La debilidad estructural del guion, de la concepción visual de la película y de la puesta en escena adoptada por Winner en el conjunto, sin embargo, se ve compensada por la banda sonora de Jerry Fielding y por la concepción satisfactoria de algunas secuencias concretas. En particular, las conversaciones de Ryan y Lancaster o aquella en la que el comité de ciudadanos, azuzado por Harris, visita a Maddox a la hora del almuerzo con el fin de convencerlo de que se vaya de Sabbath; también el tiroteo final, y en general las secuencias de acción, en las que sí se percibe esa mano firme de Winner en la dirección, e incluso cierta voluntad de innovar y de salirse de ciertos clichés del género. En conjunto, constituye una película sin sorpresas pero muy interesante, narrada con buen pulso, fácil de ver y, pese a sus carencias, solvente y sólida dentro de sus limitaciones.
En particular, la película se adscribe a esa vertiente del western que explora la progresiva aplicación de la ley en los territorios del Oeste, la sustitución de la fuerza bruta y la venganza como mecanismos legitimadores por la ley codificada y aplicada a través del monopolio de la violencia por parte de sus representantes. En el plano psicológico, la película refleja el carácter implacable e inflexible de una interpretación rígida y, hasta cierto punto, deshumanizada, de los valores morales que inspiran los preceptos legales y sus métodos de aplicación, a través del personaje de Maddox, una máquina ejecutora que no atiende a más razones ni considera más matices que la letra impresa y su concepción del deber. Situada en el contexto de 1971, en plena guerra de Vietnam, la película puede asociarse a esa corriente de cintas críticas que utilizan el género cinematográfico norteamericano por antonomasia para aportar visiones y reflexiones acerca de un presente convulso y violento en el que los valores y principios morales se ven cuestionados.
Al año siguiente, Winner dirigió dos películas con el protagonismo de quien sería el actor fetiche de sus taquilleros años 70, Charles Bronson (el actor norteamericano más popular de la década en términos recaudatorios): otro western, Chato, el apache (Chato’s Land, 1972), y este thriller de acción centrado en el mundo de los asesinos a sueldo. Su título original, The Mechanic, responde supuestamente, en argot del oficio, a aquellos asesinos profesionales cuyo método de trabajo implica hacer pasar los crímenes de encargo por accidentes o por un súbito desenlace a problemas de salud, de modo que se evite que las autoridades abran investigaciones policiales. Arthur Bishop (Bronson) es discreto, eficaz, infalible, un seguro en la profesión, y además carece de remordimientos o de cualquier escrúpulo ético o moral. Al menos hasta el día en que se señala como víctima a uno de sus amigos dentro del crimen organizado (Keenan Wynn); acuciado por crisis de ansiedad que afectan a su rendimiento físico y a sus capacidades letales, Bishop se asocia con el díscolo hijo de su amigo (Jan-Michael Vincent), que desde ese momento, demostrando grandes cualidades y no poco ingenio, le ayuda en la comisión de sus asesinatos por encargo. No obstante, esta sociedad, no aprobada por los superiores de la organización, traerá consecuencias que llevarán a la progresiva rivalidad y al enfrentamiento final entre los nuevos socios.
Aunque la película discurre rutinariamente por las demarcaciones habituales en lo que fue el cine protagonizado por Charles Bronson en los setenta (incluida la aparición de su esposa, la malograda Jill Ireland, en un breve papel), dejando poco espacio a la novedad o la sorpresa, posee alguna que otra virtud. Como en el título anterior, Winner forma de nuevo equipo con el fotógrafo Robert Paynter y el compositor Jerry Fielding, conduce la historia con oficio, pero, a pesar de que el guion fija una situación de potencial dramático más que interesante, queda en buena parte desaprovechada, sin explotar en todas sus posibilidades y recovecos, apostando por un «exotismo» un tanto innecesario y gratuito, el traslado de la pareja de asesinos a Nápoles para cumplir una misión, lugar donde tendrán lugar persecuciones y tiroteos que no guardan relación con el drama principal; más bien, parecen servir únicamente al propósito de tapar su inconsistencia o demorarlo a una parte posterior del metraje, por lo demás, no excesivo (96 minutos). El juego del ratón y el gato entre ambos socios queda en su mayor parte en elipsis, aludido mediante pequeñas notas visuales o sobreentendidos y dobles sentidos en los diálogos, sin que llegue a culminar en una escena verdaderamente dramática, exceptuando su desenlace, que llega igualmente un poco porque sí.
Hablando de virtudes, eso sí, y de la verdadera medida de Winner como cineasta, el aspecto más reivindicable de esta película se encuentra en su comienzo, en la larga secuencia que abre el metraje, y que sitúa a Bishop cometiendo el primer asesinato que se contempla en la película. Su llegada al edificio en el que tendrá lugar la acción, cómo Winner maneja las labores de investigación, seguimiento, preparación y ejecución del atentado, puro trabajo visual, sin diálogo, con la cámara -el ojo del asesino o del espectador, incluso de ambos al mismo tiempo- como único testigo de lo que se avecina, recorriendo calles, locales, tugurios, hoteles baratos y habitaciones solitarias dignas de los pinceles de Edward Hopper (en especial, las tomas de ventana a ventana), resultan muy meritorias y serían sin duda aplaudidas si correspondieran a un cineasta de más nombre o más apreciada nómina de títulos. Acción pura, espléndido sentido de la narrativa cinematográfica, imaginativa y eficaz, que atestigua la capacidad de Winner, el cine de muchos kilates que llevaba dentro y que rara vez, y solo parcialmente, tuvo ocasión de mostrar en toda su plenitud.