Revista Arte
En un irónico y revelador artículo publicado en “La estrategia de la Ilusión”, Umberto Eco hace una interesante reflexión sobre los problemas que debe enfrentar el presentador de un catálogo de arte. Para ilustrar la dinámica del asunto, Eco plantea una situación imaginaria: el pintor Prosciuttini, dice, es conocido por pintar desde hace treinta años telas de fondo ocre con un triángulo azul en el centro, cuya base es paralela al borde inferior del cuadro, y al que superpone en transparencia un segundo triángulo, éste de color rojo, inclinado en dirección sureste con relación al triángulo azul. El prologuista, continúa Eco, tiene varias posibilidades a su alcance, a saber: si se trata un poeta, puede solucionar el tema con una poesía dedicada a la pintura de Prosciuttini, algo sumamente prestigioso para el artista, el propietario de la galería y el comprador: “Como una flecha / ah, cruel Zenón / el ímpetu / de otro dardo, / parasanga trazada / de un cosmos enfermo, / con agujeros negros / o multicolores”. La segunda solución que propone Eco asume la forma de una carta abierta: “Querido Prosciuttini, tus triángulos me remontan a la Uqbar del testigo Jorge Luis… Un Pierre Menard que me propone formas recreadas en otras edades, por don Pitágoras de la Mancha. Lascivias a ciento ochenta grados: ¿podremos librarnos de la Necesidad? Adolescente, dudé de la esencia de la Regla… etc.”. Si el prologuista es de formación científica, continúa Eco, la cosa se pone más fácil porque puede partir de la convicción muy exacta de que un cuadro es un elemento de la Realidad: le bastará entonces con hablar de los aspectos más profundos de la realidad, y diga lo que diga no mentirá. Por ejemplo: “Los triángulos de Prosciuttini son grafos. Funciones proposicionales de topología concreta. Nodos. ¿Cómo se pasa de un nodo X a otro nodo? Se precisa, como es sabido, una función F de valoración, y si F(X) es menor o igual a F(V), hay que desarrollar X, porque de otro modo (…) Conclusión: el arte es matemáticas; tal es el mensaje de Prosciuttini”. Aunque a primera vista podría parecer que las soluciones de este tipo no son apropiadas para un pintor figurativo como Morandi o Guttuso, según Eco eso no es así, porque todo depende de la habilidad del prologuista. Ejemplo: “Si nos atenemos a la teoría de las catástrofes de René Thom, podemos comprobar que las naturalezas muertas de Morandi representan las formas sometidas a un umbral extremo de equilibrio, más allá del cual las formas naturales de las botellas se quebrarían como un cristal expuesto a un ultrasonido, y la magia del pintor consiste precisamente en haber sabido jugar con esa situación límite”. A partir de 1968, explica Eco, existía la posibilidad de la interpretación política, con observaciones sobre la lucha de clases o la mercantilización de los objetos: “El arte como rebelión contra el mundo de las mercaderías, los triángulos de Prosciuttini como formas que rechazan ser simples valores de cambio, abiertas a la inventiva obrera y expropiadas a la rapiña capitalista”. Pero la cosa se pone más crítica cuando el escriba en cuestión es un crítico de arte, porque de acuerdo con el criterio e Eco, y por razones que no explica, el crítico: “deberá hablar de la obra sin expresar juicios de valor” (¿?). La solución más cómoda es afirmar que Prosciuttini ha trabajado de acuerdo con la Metafísica Influyente, cuya finalidad es dar cuenta de lo que existe: “Un cuadro pertenece indudablemente a lo que existe y, por infame que sea, representa aquello que existe (incluso un cuadro abstracto podría representar a la materia o al universo de las formas puras). Decir que para la metafísica influyente todo es energía, y que el cuadro de Prosciuttini es y representa la energía, no es una mentira: en todo caso es una perogrullada, pero una perogrullada que salva al crítico y deja contentos al pintor, al dueño de la galería y al comprador”. En fin, remata Eco, si el crítico hubiera recurrido a la psicología de la forma, podría haber escrito que los triángulos de Prosciuttini tienen gravidez gestáltica, porque todo triángulo reconocible tiene gravidez gestáltica, y también podría haber anotado que la percepción de la forma nunca es adecuación inerte al dato de la realidad, porque no hay percepción que no implique interpretación y trabajo, “algo que permitirá reconocer la verdad de Prosciuttini y que nadie podrá discutir, porque se corresponde con los mecanismos usados en el mostrador de la fiambrería para diferenciar la mortadela de la ensalada rusa”. Como ya lo habrán notado los sagaces lectores, Umberto Eco tuvo la prudencia y la astucia de elaborar las soluciones de sus prologuistas sin tomar en cuenta el desmesurado y resbaladizo mundo del arte conceptual, donde en lugar de los nítidos y prolijos triángulos de Prosciuttini, los críticos tienen que arrojarse de cabeza sobre un inabarcable cambalache de materiales, objetos y ocurrencias, hecho por sujetos que dicen ser artistas, aunque no sean capaces de dibujar un pelo o esculpir una naranja. Cuando tropiezo con un televisor roto o una hilera de piedras acomodadas sobre el piso de una galería de arte, siento pena por el pobre crítico obligado por razones alimenticias a hilvanar palabras y deshojar teorías destinadas a complacer al “artista” del caso (que por supuesto será una persona excelente y convencida de haber hecho algo valioso), mientras cuida que no se le deslice ninguna palabra que pudiera molestar al galerista o ahuyentar a los compradores. Decididamente, y con todo respeto por Umberto Eco, el hecho de tener que ganarse los garbanzos escamoteando destrezas a Guattari o argucias a Derrida, para luego hilvanar textos que simulen de una manera convincente tener alguna vinculación con la fila de piedras o el televisor roto, no es para tomarlo a risa: seguramente habrá veces en que los laboriosos críticos tendrán que transpirar como si hubieran usado el pico y la pala durante horas.