Revista Cultura y Ocio

El aleteo de la mariposa (prólogo)

Publicado el 22 enero 2018 por Luisasantamaria

Prólogo

Se despertó, abriendo los ojos en una fina línea, e inmediatamente después sonó el teléfono. O quizá fuera el irritante timbre lo que le hizo desvelarse. En cualquier caso, se sorprendió a sí mismo recostado sobre el sofá de cuero de su salón. Llevaba puesto un traje negro y unos zapatos a juego, el mismo atuendo que llevaba el día anterior. Hacía calor.

No podía recordar con claridad lo sucedido en las últimas horas, pero se alegró de encontrarse en casa. El último dato que su memoria registraba era que ya había anochecido cuando salió del piso, y un vaso de Jack Daniel’s sobre la barra de algún bar constituía la única pista que podía ayudar a reconstruir la velada. Ese solitario recuerdo hizo que fijara su atención en una botella de cristal vacía que, frente a sus ojos mareados, reposaba borrosa sobre la mesita delante del sofá.

Suspiró.

Tenía los párpados casi cerrados, pues estaba convencido de que si los abría del todo, sufriría potentes dolores de cabeza. Intentó moverse, pero tenía el brazo izquierdo dormido y no le respondía; se había quedado dormido sobre él. Sintió un incómodo cosquilleo en la punta de los dedos cuando por fin lo liberó con un forzado movimiento de rotación. Después separó con lentitud la oreja izquierda del cuero negro, dejando a la vista la huella que su propia babilla había dejado sobre el cojín. Sentía un sabor metálico en la boca, y una incómoda masa pastosa le impedía salivar. Decidió que lo primero que haría tras atender la llamada telefónica sería lavarse los dientes. Se incorporó con dificultad, y tras un fuck y un par de shit, descolgó el teléfono con un simple hello.

—Soy Carroll. —El llamante hablaba en perfecto inglés. Acto seguido, una pausa—. Espero no haberte despertado.

El hombre miró a su alrededor, desorientado y con una incipiente jaqueca. Aún era de noche. La poca luz procedente de las farolas exteriores se colaba por el cristal de la ventana, descubriendo parte del mueble de estanterías. Un fuerte enfado, seguido de una extraña sensación de agobio e impotencia, le sobrevinieron cuando siguió con la mirada el haz de claridad. «Desorden» no era la palabra adecuada para definir lo que vio. Las decenas de libros y discos compactos, los trofeos de tenis que había acumulado a lo largo de sus años de adolescencia y un par de jarrones modernos que, si bien no valían una fortuna, tenían un alto valor sentimental, se hallaban esparcidos por el suelo. Estaban amontonados, abollados y hechos pedazos. Si hubiera seguido analizando la habitación, habría encontrado también un impacto en el centro de su televisor último modelo que resquebrajaba las cuarenta y seis pulgadas prácticamente en su totalidad. En un movimiento instintivo se llevó la mano a la parte de atrás de la cintura, donde solía llevar encajada su pistola. Se sobresaltó al palpar el vacío en la funda del arma, y suspiró aliviado cuando la encontró posada sobre la mesita, a unos centímetros de la botella de whisky. Era una Hekler Koch Compact, un arma de casi 700 gramos con el cargador preparado para balas Parabellun de 9 milímetros. Ligera, fría y manejable. No recordaba haberla puesto ahí, y eso era extraño, pues se había acostumbrado a ser consciente de ella en todo momento.

Frunció el ceño.

—¿Agente? —insistió la voz.

—¿Qué cojones quieres a estas horas, Tom?

—Siento haberte despertado en tu día libre, pero ha ocurrido algo esta noche.

Su día libre. Se suponía que esas palabras significaban algo bueno. La gente solía aprovecharlas para hacer excursiones al campo con sus familias, ir a cenar al centro con sus parejas, jugar al fútbol con sus hijos o, si hacía buen tiempo, quizá disfrutar de una grasienta y calórica barbacoa con los vecinos. Él, sin embargo, tenía otra clase de planes. Dormiría hasta tarde, puede que hasta las 14 o las 15 horas. Después desayunaría un whisky con hielo mientras disfrutaba del partido de Andy Murray por televisión. El día terminaría con la visita de Ania que, como cada vez que él lo requería, compensaría su día libre de mierda con un tórrido y salvaje ejercicio de sexo sobre la moqueta del dormitorio, yendo ambos hasta arriba de champán.

Pero Carroll había llamado, algo había ocurrido esa noche. Algo serio, pensaba el detective sin dejar de observar la estantería, que sin duda iba a desbaratar su día libre.

—¿Me estás escuchando? —insistió la voz tras el auricular.

—Tom, ¿qué dices que ha sucedido?

—Creo que deberías verlo con tus propios ojos. —La voz de Thomas Carroll sonaba temblorosa al otro lado del teléfono—. Cowley Road, número 219. Dios mío…

—Está bien, no pierdas la calma. Me cambio en un segundo y salgo echando leches para allí. Solo dime qué debo esperarme, ponme un poco en anteced…

No pudo terminó frase. Durante la conversación, había estado notando escozor en la zona del antebrazo derecho. En realidad lo había estado notando desde que despertó. En un acto instintivo, se llevó la otra mano a la zona del picor para remangarse y rascarse. Fue entonces cuando palpó que algo pegajoso le cubría la piel. Se quedó atónito con lo que vio, y entendió que su malestar no se debía tan solo a la resaca: tres profundos arañazos le recorrían el brazo, desde el codo hasta la muñeca. Y a juzgar por el color amoratado al que estaba tornando la piel ensangrentada, estaban empezando a infectarse.

«Pero qué coño…»

—Se ha cometido un terrible asesinato esta noche —sentenció Carroll.

El detective tragó saliva.

Tras despedirse con la promesa de que se plantaría allí as soon as possible, colgó el teléfono y se incorporó del sofá. Aturdido, observó la cerradura de la puerta principal: parecía estar intacta. Después caminó a través del pasillo de su casa ayudándose de las propias paredes. Alcanzó el cuarto de baño, y al examinar su aspecto frente al espejo empezó a sudar. Tuvo que sentarse sobre el retrete para controlar los mareos que estaban empezando a dominarle. Tenía el labio ligeramente agrietado (de ahí que sintiera la boca tan pastosa), y algunas manchas de sangre seca ensuciaban la barbilla, el cuello, y buena parte de la camisa.

Alguien, lo más probable un profesional, había entrado en la casa por la noche destrozando el mobiliario, drogándole y propinándole una buena paliza. Y lo peor de todo, lo que más le atormentaba, era que no se acordaba absolutamente de nada. Por un insignificante instante, el agente sintió pánico.

De El aleteo de la mariposa, a la venta en digital y en papel.


Tapa blanda con solapas: 384 páginas

ISBN: 9788460851561

Precio: 12€, IVA y gastos de envío incluidos (para España)

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