GABRIEL POMBO
La casucha de madera camuflada entre el follaje era un buen escondite. La patrulla policial del Támesis no solía allegarse hasta aquel territorio. Sólo se preocupaban por reprimir a los contrabandistas, y precaver que los trabajadores del muelle no robasen a sus patronos.El hombre corpulento había escogido hábilmente el lugar de la ceremonia. Luego lo incendiarían todo.
Bastaría con conservar el altar de los sacrificios, la estatua del macho cabrío, la cruz invertida y, por supuesto, los disfraces.
Eran necesarios para infundir terror. Ya habría tiempo para cambiarlos por ropa más tradicional: pantalones, camisas, levitas y gabanes corrientes. También suplantaría esas rústicas botas por zapatos de cabritilla, sus preferidos.
Pero allí precisaba portar aquel atuendo; y así se había vestido, mientras aguardaba impaciente a sus acólitos, que ya no podrían tardar mucho más. Afuera, la noche cerrada, sin luna, se cernía sobre la ribera sur del río, en Battersea. Un viento gélido silbaba agitando ramas y hojas.
Adentro estaba él, encarándose a la imagen que le devolvía el espejo, antes de partir rumbo a la sala ceremonial.
Su rostro tenso bajo el antifaz con largas ranuras ovaladas, tras las cuales destellaban sus pupilas enrojecidas. Aunque esta vez había inhalado poco opio, lo consumido alcanzaba para provocarle ese desagradable efecto.
La cara era lo que más debía aterrorizar y, consciente de ello, ajustó sobre la mascarilla la piel de zorro moteado. El extremo puntiagudo del cuero cubría su nariz, imprimiendo a su fisonomía el aspecto de un ave rapaz.
Sólo quedaban al descubierto sus mejillas mal afeitadas y su mentón cuadrado.
Tapaba su testa una oscura capucha azulada que llevaba muy abierta, sujeta a la base del cuello mediante un tosco cordel anudado.
Una larga capa de igual color y textura colgaba de sus hombros y, bajo ella, la chaqueta de paño opaco con una fila de redondos botones dorados, prendidos a sus ojales uno por uno.Extrajo del cofre la daga de acero con empuñadura bronceada, tan filosa como para degollar venados, y otros animales. Por primera vez la utilizaría con humanos.
Dentro del habitáculo ritual se hallaba su muy joven ayudante. Cabeza rapada y toga marrón que le llegaba hasta los pies. Estaba encendiendo los cirios, e hizo una reverencia al advertir su ingreso.
–¡A su servicio, mi Maestro!
Su superior se aproximó, y le musitó al oído la contraseña a tener en cuenta aquella ocasión.
–«Baphomet.»
El subalterno comprendió, y fue hacia la dependencia trasera. A través de la rejilla del portón de hierro ahí instalado, atisbó en espera de los cofrades.
No transcurrió mucho. Ya venían. La mujer maniatada, con la prieta mordaza sellándole la boca, nada podía hacer frente a sus dos captores. Pese a que con toda evidencia éstos pertenecían a su clan, el discípulo debía obedecer la orden impartida.
–¡La contraseña! – exigió, cuando se anunciaron desde fuera.
–¡«Baphomet»!
Les abrió y entraron. La cautiva cayó desvanecida. Se agachó para levantarla, y percibió el olor acre que despedían sus labios. El brebaje era muy potente y luego de tenerla dominada, como precaución extra, la habían obligado a beberlo.
–¿Y los niños?, preguntó a los esbirros.
–Escaparon. Tanto el chico como la niña.
–El maestro se pondrá furioso, con este trabajo hecho a medias – los reprendió.
Agacharon sus cabezas.
El rapado de la toga marrón se desentendió de ambos. Agarró a la desvanecida por los tobillos pero, a despecho de su frágil apariencia, pesaba demasiado. Pidió ayuda para cargarla. El matón más robusto la izó desde los hombros, y entre ambos la transportaron hasta la antecámara.
Aquel recinto resplandecía con fulgor infernal, por la llama de multitud de velas negras.
Encaramado sobre la tarima, el amo presidía.
Había también otra presencia humana: una mujer alta que lucía un atavío escarlata, y disimulaba su rostro con una careta.
Depositaron a la prisionera arriba de la mesa de sacrificio, dejando que su cabeza colgase. Tras esto, los tres adeptos quedaron rígidos, paralizados ante la escultura del macho cabrío, que los contemplaba con semblante maligno y estúpido.
Dio inicio a la liturgia. Voces guturales emergieron de la garganta del supremo jefe y de su cómplice femenina. Un lenguaje desconocido para los otros que, por incomprensible, más intimidante resultaba aún.
Cuando cesó el cántico, la secuaz fue por un amplio cuenco color oro y lo ubicó en el piso, centímetros abajo del cuello de la víctima. Ésta comenzó a sacudirse de improviso. El sopor inducido por el narcótico se diluía.
Debían apresurarse. Era una ofrenda al gran Satán, no una carnicería. Por lo menos no lo sería mientras la persona a inmolar estuviera con vida.
Luego habría que esparcir sus restos trozados por el río, conforme preceptuaba el libro sagrado.
Pero ahora no había por qué infligir dolor inútil. La asistente rogó con su mirada al encapuchado que no se retrasase más. Los enrojecidos ojos bajo la máscara asintieron.
Ya había aferrado por el cabello a la mujer tendida. Dirigió el filo de la daga a la vena yugular, y cortó.