Malick ha alumbrado una obra de arte, una sinfonía bellísima, un canto a la vida que suena como una ofrenda al Dios que hizo el cielo y la tierra, un Dios enamorado perdidamente del hombre
Hay películas que te cambian el día, otras el mes. Las hay que son, claramente, la película del año. Unas pocas se convierten en películas que te cambian la vida.
Hay tanta belleza en la película, que duele, que te saca del tiempo y del espacio, que te hace entrar en comunión con lo que ves y oyes (estoy recordando a ese niño que se abraza a su padre airado, en una secuencia de una perfección inolvidable, que casi hace que respondas amén).
Culto, sensible, humilde
Juan de la Cruz, el Dante, Ezra Pound, Eliot, Withman, Saroyan, Auden están muy presentes en el poema que ha compuesto este hombre bueno, culto y sensible, tremendamente humilde en su manera de trabajar y de negarse a ser un mono de feria que es Terrence Malick.
Pocas veces el cine ha hablado de Dios, de paternidad, de maternidad, de filiación, de hermandad, de matrimonio, de libertad, de pecado, de gracia, de perdón, del misterio del dolor, con la capacidad de sugerencia de esta película, que evidentemente es mucho más que una reflexión abstracta y desapasionada y tiene mucho de experiencia personal.
Pretender “explicar” lo que ocurre en ella, es como si quisiéramos acotar la Novena de Mahler en las lindes de un argumento o solucionar el misterio de La casa encendida de Rosales. Cuando en una pieza musical, en un cuadro, en una foto, en un poema, encuentras entero, trasplantado, un trozo de tu vida sobreviene una emoción, una luz, una energía que te recorre desde los dedos de los pies hasta las puntas del pelo. Eso pasa, y muchas veces, en El árbol de la vida.
La sutura de la cinta, con la música cuidadosamente seleccionada por Malick y los añadidos de Alexandre Desplat (quién si no) es un prodigio. Y la manera de montar el texto con un uso arriesgadísimo del off asincrónico (por otra parte, habitual en Malick), y el manejo de la luz de Lubezki, y la manera de dirigir a los niños, etc., etc., tiene una capacidad de generar asombro que perderá muchos enteros si la ves doblada o en una TV o en una hora mala.
Los cuatro elementos
La película usa los cuatro elementos (tierra, agua, fuego y aire) con un sentido, una intención (y una oportunidad) que te llenan de asombro. Malick maneja el cosmos para hacer entender que el hombre es el centro del universo porque Dios así lo ha querido, y por eso el eje del relato es la familia O’Brien, un matrimonio de evidente origen irlandés, gente de clase media de un suburbio de Tejas. Gente que ama y es amada. Gente que tiene que elegir entre el camino de la naturaleza y el camino de la gracia. Gente que sabe que si no ama su vida pasará como un relámpago.
La película merece un museo para ella sola. Qué hermoso es encontrarse a alguien que busca, aunque a veces dé palos de ciego, ¿quién no los da?
Job 38, 4-7:
"¿Dónde estabas tú cuando yo cimentaba la tierra?
Explícamelo, si tanto sabes.
¿Quién fijó sus dimensiones, si lo sabes,
o quién extendió sobre ella el cordel?
¿Sobre qué se apoyan sus pilares?"
Sonroja que les pregunten en Cannes a los productores si Malick habla en su película de religión, del catolicismo, y respondan que bueno, sí, pero que no, que habla del cosmos y de todas las religiones y tal...
La película está contada en clave cristiana de principio a fin, con esa cita, esas palabras de Dios a Job impregnadas de una ironía paternalmente afectuosa que vertebran los 139 minutos de metraje, llamándose O’Brien los protagonistas, con esas secuencias en la iglesia (bautismo, confirmación, misa de funeral), con el diálogo continuo de los personajes con Dios, con esa naturaleza que suena y danza dirigida por la mano de su Creador.
Alberto Fijo (Fila Siete)