Revista Arte
En los últimos tiempos el campo del arte se ha diversificado: hay un arte para el aburrimiento, un arte para el adorno, un arte para la tristeza y otro para la felicidad. Pero el arte que más atención recibe por estos días es el del desespero. Es un arte que no solo convoca a artistas o a una audiencia especializada, sino que exige del concurso de académicos, políticos y periodistas, de amas de casa y de comentaristas energúmenos.
El arte del desespero desespera. Eso es lo que busca el artista desesperado. "Si el artista es autoconciencia, ¿entonces por qué no ser creadores de alarmas? ¿Por qué no dejar de representar para presentar? ¿En vez de meter otros mundos en el arte meter el arte en el mundo? Trabajar con el cuerpo, el impacto, la atención y la sociedad como entes vivos", dice Tania Bruguera, una cubana, artista del desespero, que hace poco, en un edificio de Bellas Artes de la Universidad Nacional de Bogotá, convocó al público del arte del desespero: "Les invito a un encuentro 'performático' en forma de debate pacífico, basado en el respeto y la convivencia. El tema que nos reúne es la construcción política del héroe".
La artista del desespero puso a tres actores de la guerra a actuar como tres actores de la guerra: un líder de desplazados habló, una ex militante guerrillera habló y la hermana de una mujer secuestrada por la guerrilla habló. Convivieron por más de una hora en la misma mesa y a la luz del heroísmo expusieron pacíficamente sus batallas mientras una 'sustancia heroica' era ofrecida al público: unos ayudantes repartían líneas de cocaína con un pitillo para inhalar (no más de dos líneas por persona).
Algunos oyeron lo que los actores tenían que decir; otros se retiraron del lugar, molestos por la droga, indignados, temerosos: una fuerza policíaca, periodística o desconocida podía aparecer en la sala en cualquier momento. Más adelante, el acto fue interrumpido.
"Yo la vi circular (la coca) y nadie dijo nada. Por eso es que estamos tan jodidos. Estoy emputado con mi pueblo, conmigo mismo, no como director de esta escuela, como colombiano. No acepto los muertos, la violencia y no acepto que la cocaína sea algo social que nosotros aceptemos", dijo uno.
"Esta escuela ha peleado de muchísimas maneras contra la drogadicción en nuestro campus. No es cuento moralista. Este no es un evento social, este es un evento artístico. En este campus está prohibida la coca. No lo comparto, lo repudio, esa es mi postura como curador del evento", dijo otro.
"Este acto me parece una sincera payasada. Los que consumieron, por favor, qué falta de patriotismo. Piensan con la nariz". "Estamos acostumbrados a consumir lo que nos dan". "Yo quiero invitar a Tania Bruguera a que hable y diga por qué decidió traer coca". Otro, algo embalado, afirmó: "Que alguien haga oposición no significa que sea guerrillero. Los profesores deberían revaluarse. ¿Con qué cara nos indignamos?".
Y tenía razón. Lo que más indignación causó fue la pose fácil y estratégica de indignación de los encargados del evento, ver cómo cuidaban su puesto de trabajo o cómo invocaban el gran cliché del nacionalismo para cubrirse la espalda mientras desviaban el foco de atención de lo que de verdad debía estar sucediendo: un debate pacífico, basado en el respeto y la convivencia, sobre la construcción política del héroe. ¿O es que la coca era el héroe? Y además, ¿por qué ninguno de los indignados hizo algo imaginativo para detener el acto? ¿Por qué ninguno, en vez de inhalar, sopló como lo hizo Woody Allen en una escena de su película Annie Hall?
Al final, la artista del desespero tomó el micrófono y dijo: "Yo quería dar las gracias a todos los colombianos que están aquí...". Nada más. Y sí, no hizo mucho, solo puso dos situaciones reales, una al lado de otra, para crear un ambiente irreal que resultó de lo más real y de lo más usual: en las inauguraciones del arte del desespero se sirve alcohol, un pharmakon legal. Ese día —no importa si la muestra trata un tema ineludible del arte del desespero; por ejemplo, un desastre de la guerra, la foto frontal de un soldado agraciado y desnudo al que le falta medio pie y posa como el David de Miguel Ángel— algunos dicen con una copa en la mano: "¡Qué bella obra!". Y así queda registrado en las sociales.
La puesta en escena de Bruguera podría recordar el desatino controlado de algunas escenas de películas de Buñuel: una mezcla de El ángel exterminador —donde un grupo de personajes no es capaz de salir de un palacete (en este caso sería el de las Bellas Artes)— con El fantasma de la libertad —donde una familia habla en el comedor sentada en inodoros y cenan sentados a solas en el inodoro— y con El discreto encanto de la burguesía —donde un grupo de miembros de la clase alta europea y un embajador de un país suramericano que contrabandea cocaína en la valija diplomática asisten a una cena cuando se abre una cortina: están en un escenario, ante un público que los mira, se paran y salen de cuadro—.
Pero hablar de cine es anacrónico. El arte del desespero piensa que está lejos de la provocación dadaísta, del surrealismo, del happening, del situacionismo, del teatro... Todo eso es historia. El arte del desespero privilegia la presentación sobre la representación. Su estética es su postura ética. Es más cercano a la filosofía que a la literatura, pero privilegia la opinión al pensamiento. Vive en un realismo histérico que mantiene a su público desesperado y con los nervios a flor de piel. Ya no importa estar a favor o en contra, hacer crítica o contracrítica. El arte del desespero es un hoyo negro: una vez el arte se mete en el mundo los límites desaparecen. El arte del desespero enseña que si se va a usar una pistola debe estar cargada con una bala real y además hay que disparar. Parece ser el arte por excelencia de un mundo sin imaginación: no soy capaz de representar, ergo disparo, tomo la ley en mis manos.
La atención no le falta al arte del desespero. Que un perro muerda al hombre no es noticia; que el hombre muerda al perro, sí. El arte del desespero le entrega a la prensa todo en un solo paquete: hombre, perro y mordida. El artista del desespero conoce bien el caso del perro de Pavlov: pone a sonar en cada lugar el cliché apropiado que ponga a la audiencia desesperada a salivar (y a morder o a lamer, y a gemir o a ladrar).
Esta lección la aprende bien el periodista astuto. Un caso: Diego Guerrero, periodista cultural de El Tiempo, dio inicio a la noticia de la "cocaína en performance en la Universidad Nacional" dos semanas después del acontecimiento y coincidiendo con el dictamen positivo de la Corte Suprema de Justicia sobre la legalidad de la dosis personal. En su nota el periodista omitió enfatizar que la droga había sido comprada por Bruguera con su dinero, no con dinero del Estado, como había quedado claro en la declaración que redactó la artista para un foro.
Y entonces ministros, rectores y párrocos salieron a recular y luego el foro de Internet del periódico hizo lo propio con sus comentaristas al ofrecerles en bandeja la siguiente línea de texto: "¿Considera que la repartición y consumo de cocaína durante una exposición de arte en la Universidad Nacional fue amoral, ilegal o inadecuada?". Además, convertir todo arte en arte del desespero le da glamour al escándalo habitual y sirve de cortina de humo. Ejemplos: el secuestro y censura de una obra de Wilson Díaz hecho por el embajador Carlos Medellín fue una noticia más importante que la mediocre actuación del representante consular ante el Reino Unido; el robo de un Goya en la Fundación Gilberto Alzate Avendaño recibió más atención que la desaparición de 643 millones de pesos de esa institución; la censura del Convenio Andrés Bello a una imagen de Hugo Chavez vestido de Chapulín Colorado fue más llamativa que el millón ochocientos mil dólares que tienen embolatados en contratación.
Ante el auge del arte del desespero no hay mucho que hacer. Lo mínimo sería proponer un arte de la calma, pero hoy, a 10 años de la instauración de los realities y en medio de "tanta violencia", no hay público ni distancia. El desespero manda.
"¿Por qué es hermoso el arte? Porque es inútil. ¿Por qué es fea la vida? Porque toda ella es fines, intenciones y propósitos", afirma Fernando Pessoa. Frases como esta se pierden en el último confín del universo, abandonan la tierra, la barrera que las detenía ha sido derribada...
[publicado en Revista Cambio]