Revista Sociedad

El ascensor

Publicado el 05 diciembre 2011 por Tiburciosamsa


La semana estaba resultando mala. No, muy mala. El lunes había tenido la audiencia para lo del divorcio. Ya había dado por descontado que la custodia de los niños sería para Carmen y también el piso. Lo que no se esperaba es que el juez también le quisiera dar el 50% de la casa de Miraflores. Eso era demasiado. El martes, la cita con el médico. El colesterol lo tenía por las nubes. La dieta no estaba funcionando. Habría que recurrir a unas pastillas americanas que la caja costaba 100 euros y no las cubría el seguro. El miércoles, lo de la testamentaría de Ramírez de Sosa, que parecía atado, se había deshecho y había tenido a los herederos llamándose de todo, incluso cosas que él no sabía que pudieran decirse entre personas.
Era de esas mañanas que uno se acerca al trabajo paso a paso, renqueante, sintiendo que unas riendas invisibles tiran de él y le arrastran a su pesar. El vestíbulo le pareció frío, tanto mármol parecía un mausoleo. El segurata de la entrada un borde, luciendo musculitos, el walkie talkie crepitando como si recibiese mensajes de los marcianos ordenándole que se deshiciese de todos los humanos alopécicos y pícnicos con el colesterol alto, empezando por ése que entraba en esos momentos. La recepcionista, una pedorra, con una sonrisa más falsa que una moneda de 1’75 euros y la tendencia a dar direcciones equivocadas.
Entró en el ascensor, que estaba vacío, y pulsó el piso 35. Las puertas se cerraron y por primera vez en el día sintió algo de paz. Estaba tapizado de color salmón, el color de su habitación cuando niño en la casa del pueblo. El hilo musical tocaba una de las estaciones de Vivaldi. Allí no había ex-mujeres, ni jueces, ni médicos, ni herederos malhablados, ni seguratas alienígenas, ni recepcionistas pedorras.
El ascensor se detuvo en el piso 15, el de la agencia de modelos. Las puertas se abrieron. Una mujer, o tal vez un ángel, pelo moreno, metro ochenta, curvas por todas partes, sólo le faltaban las alas, aunque eso daba lo mismo. Le preguntó si bajaba y su voz parecía salida del Cantar de los Cantares, “Oh, si él me besara con besos de su boca”, y cuando dijo “¿baja?”, tuvo la ensoñación de que había dicho “¿besa?” Y a su pesar tuvo que volver a la realidad y decirle que subía y ver cómo las puertas se cerraban y el ángel se desvanecía.
Reanudó el ascenso y cada piso ganado era un piso que le acercaba al mundo real, al mundo en el que le preguntarían por la testamentaría de Ramírez de Sosa y le pedirían que concertase una nueva cita con los herederos, para ver si desde el miércoles habían aparecido nuevos insultos en el diccionario, que seguro que se habían dejado alguna combinación silábica insultante por explorar. Y también le pedirían que se pronunciase sobre el despido de la temporal, que no lo había hecho tan bien, pero tampoco tan mal y que él se pronunciase era supérfluo, porque la decisión ya estaba tomada y a él sólo lo querían pro-forma, para que quedase como una decisión unánime, unánime sus muertos, que su opinión nunca contaba.
El ascensor se detuvo con un cascabeleo. Se abrieron las puertas. La planta treinta y cinco. El letrero en la primera puerta, “Llompart y Abel, Abogados”. No “Llompart, Abel y Gutiérrez”, él no contaba, como no contaban Herráiz, ni Sanz, ni Lombardi. Ellos sólo contaban para las testamentarías difíciles, para anunciar despidos a temporales, para llevar juicios de desahucios a familias con el padre en paro y la madre limpiando oficinas a 800 euros al mes. Las puertas estaban abiertas. No se movió. Las puertas se cerraron.
El ascensor empezó a bajar. Alguien lo había llamado. Rezó porque fuera algún ángel del piso 15. No. Se paró en el 20. Un mensajero. Oliendo a gasolina y aceite. “¿Baja?” Que pena que cuando el ángel quiso bajar, él estuviera subiendo y ahora que era un mensajero que quería bajar, él bajase. No, él no bajaba. En realidad ni subía, ni bajaba, se había quedado en suspenso, fuera de la realidad, acunado por Vivaldi y relajado por el color salmón de las paredes. “Bajo”, afirmó, porque en el ascensor había sitio para todos, como en el cuarto de su infancia, que cabían todos sus primos y el mensajero no tenía la culpa de oler a gasolina y aceite.
Llegaron al bajo. El mensajero hizo ademán de salir. Le miró un momento como extrañado de que no se moviera. “Tengo que subir. Me he olvidado de una cosa en el despacho.” La vida está llena de pequeñas mentiras, mentirijillas, mentiras piadosas para no desconcertar a los demás, para contentarlos, bastante absurdo y complicado es el mundo para enredarlo con palabras inconvenientes.
Se cerraron las puertas. Apostó consigo mismo que le llamarían del 16. Era como la ruleta, mejor, tenía más oportunidades porque el edificio sólo tenía 40 plantas y no había banca que dijese no va más y se llevase el dinero. Era como la ruleta y era como el matrimonio que es otra ruleta, pero más costosa, ya ves, te deja sin casa y sin el 50% del chalé de Miraflores. El ascensor subía. Dejó atrás el piso 16. Había perdido y no pasaba nada, en la vida pierdes y te pasa de todo. Los ascensores son más de fiar.
Estaba tan absorto que casi no se dio cuenta de que había llegado a destino. Se abrieron las puertas y vio un letrero, “Llompart y Abel, Abogados”, y la figura de Lombardi, con un traje del Corte Inglés, que quería ser de Massimo Dutti, pero no era, y que llevaba un maletín y que le miraba raro.
- Llompart lleva media hora buscándote. Está enfadadísimo.
“¿Y qué?”, pensó. Llompart no entraría en ese ascensor. Él tenía el exclusivo para los ejecutivos. Llompart no hubiera apreciado a Vivaldi y seguro que de niño no había tenido una habitación color salmón.
- ¿No vas a salir del ascensor?
- No- lo dijo sin agresividad, como una constatación, lo mismo que le hubiera podido decir que si soltase el maletín, caería el suelo porque la ley de la gravedad existe y hace que todo termine por tierra, todo menos los egos de Llompart y Abel, y tal vez los ascensores.- ¿Puedo entrar? Tengo prisa.- Lombardi era buena persona, por eso la placa no decía “Llompart, Abel y Lombardi, abogados”, por eso Lombardi no discutía, no quería sacarle del ascensor a empellones, no le decía que si se había vuelto loco. Lombardi era un buen tipo que hubiera debido ser violinista y tocar a Vivaldi.
Lombardi marcó el bajo. Las puertas se cerraron.
- ¿Adónde vas?
- A reunirme con los herederos de Ramírez de Sosa. Como no llegabas, me lo encasquetó Llompart.
- Son unos buitres.
- Lo sé.
Llegaron al bajo. Se abrieron las puertas. Lombardi hizo ademán de salir, el típico movimiento, adelantó un poco el brazo, pareció que fuese a avanzar la pierna, pero no lo hizo, se quedó quieto.
- ¿No sales?
- Tengo tiempo. Que se esperen los herederos.
Las puertas se cerraron. Les habían llamado.
- Si tenemos suerte, nos subirán al quince.

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