Hay que imaginar a Augusto Rodin, desnuda su gran barriga confortable bajo el batín de terciopelo, calzado con enormes babuchas, y a su mujer arrodillada ante su imponente figura dándole de comer un cocido a cucharadas. El escultor estaba batido por las pasiones más primitivas, incluida la del genio, y con esta señora no tenía término medio: o se ponía tierno hasta la baba o de pronto entraba en tempestad, le daba una patada y echaba el plato a rodar. Pese a este carácter tan rudo no dejó nunca de estar sometido a esta esclava durante toda su vida. Se llamaba Rose Beuret. Rodin la conoció a los veinticuatro años cuando era una modistilla analfabeta, que cosía botones en la guardarropía del teatro Gobelins. Le servía de modelo, le limpiaba la casa, le preparaba la comida, le ponía cataplasmas y en la cama le remediaba el sexo abrupto, pero nunca le acompañó en cualquier acto público ni la sacó de fiesta con los amigos porque se avergonzaba de llevar al lado una mujer primaria e inculta, que ni siquiera en la ceremonia de su boda se peinó ni se dio polvos en la cara. Ante cualquier escena de celos Rodin le decía: “Rose, tú eres la que está en su puesto. Siempre serás mi preferida”. En efecto, se casó con ella pocos meses antes de morir, después de vivir juntos medio siglo entre sucesivas tormentas, cuando ella tenía más de setenta años.
En el taller donde Augusto Rodin se enfrentaba al mármol como una fuerza convulsa de la naturaleza, un día de 1883 entró a trabajar la escultora Camille Claudel, una joven de 19 años poseída de una belleza delicada y llena de talento. Era hermana del poeta, dramaturgo y diplomático Paul Claudel; había estudiado arte en la academia Colarussi y aunque Camille sólo quería aprender del maestro, muy pronto quedó enredada en la pasión desordenada de aquel salvaje. Rodin la hizo suya y entre ellos se estableció una relación tormentosa, neurótica y excitante, que daba frutos de primera calidad. Camille le ayudaba a esculpir, le servía de musa y de modelo, trabajó en las figuras de su obra monumental Las Puertas del Infierno, le inspiró otros trabajos, que firmó ella en su nombre y entre los dos hubo una colaboración no exenta de celos, puesto que el talento de Camille Claudel pronto fue reconocido fuera del taller cuando Octave Mirbeau proclamó públicamente su genio. En la famosa escultura El Beso tal vez era la propia Camille Claudel la protagonista. Esta incipiente gloria de su discípula laceraba el ego de Rodin, quien al mismo tiempo admiraba su toque personal femenino como parte de su propia alma.
Con esta joven se presentaba Rodin en las fiestas, realizaba largos viajes, se coronaba a sí mismo en público como amante, pero en la cocina y en la alcoba estaba la otra, la que le daba de comer de rodillas, la que le aplacaba la carne rudimentaria. Pese a que Rodin se había comprometido por carta a casarse con Camille después de embarazarla varias veces sin resultado feliz, al final ella se dio cuenta de que nunca lograría retener a su maestro. Rose Beuret lo tenía agarrado por el lado más ciego y en esa zona oscura del subconsciente ella mandaba. Era madre de familia, criada, costurera, enfermera y aunque muchas veces esta rivalidad entre las dos mujeres llegó a las manos, también en la pelea era Rose Beuret la que arrastraba a aquella joven de los pelos por el suelo del taller. A Camille sólo le quedaba despedirse de su maestro esculpiendo su dolor en un mármol excelso, L’Age mûr, en la que aparece ella suplicante, con las manos tendidas hacia Rodin y a este dándole la espalda arrastrado por un ángel caracterizado de bruja.
Los últimos amores despechados con Rodin los compartió Camille con el músico Claude Debussy, pero esta vez también fue batida por otras mujeres domésticas. En 1899 Debussy estaba casado con Rosalie Texier, a la que abandonó cinco años después para unirse a Emma Bardac, cantante, ex esposa de banquero, que le dio un tormento de celos hasta conseguir que la hiciera su esposa. El músico jugaba a tres bandas. Camille Claudel trató de vivir esta nueva pasión contra todas las reglas de la sociedad burguesa a la que escandalizaba con su libertad, pero tampoco Debussy apostó por ella más allá de la siesta del fauno, que después daría título a una famosa pieza musical.
Con el doble fracaso del corazón se iniciaron en Camille Claudel los primeros brotes de sus crisis nerviosas, pero su esquizofrenia iba creciendo pareja al éxito de su trabajo, cada día más reconocido por la crítica. Mientras las revistas de arte celebraban su talento, una extraña pulsión la inducía a destruir su obra como ella se estaba destruyendo a sí misma. Durante la inauguración de cualquier muestra de sus esculturas, rodeada de admiradores, la emprendía a martillazos contra los mármoles que había esculpido con tanta sensibilidad y no cesaba de golpearlos hasta verlos reducidos a esquirlas. La familia creía que su neurosis se debía a su vida disoluta. Excepto su padre que la defendió siempre, todos pensaron que debía ser internada, pero al morir su padre en 1919, el único que se oponía, Camille fue ingresada primero en el sanatorio de Ville-Evrard y poco después encerrada en el manicomio de Montdevergues. Su hermano Paul, el poeta, acababa de convertirse al catolicismo, conmovido por el impacto estético que le causó el entrar de improviso una noche de Navidad en la Notre-Dame durante la misa del gallo. Ni siquiera esta descarga de luz celestial sirvió para que ejerciera la caridad de atender la llamada de su hermana, que en los momentos de lucidez atormentada, le reclamaba que la sacara de aquel infierno. Camille permaneció en el manicomio los últimos treinta años de su vida. La familia prohibió que recibiera visitas y nadie fue nunca a verla.
Treinta años en un manicomio con los ojos fijos en la pared de enfrente o atada a la cama son muchos años después de haber llevado una vida tan intensa. Puede que Camille hubiera olvidado su propia memoria, pero a veces las nubes que oscurecían su cerebro se abrían y por un momento veía bailar algunas figuras en las sombras. Tal vez podía vislumbrarse cuando de niña en la Champagne jugaba con el barro y modelaba a su hermano Paul y a la criada Helène. O aquel día en que en el taller de Rodin inspiró al maestro su obra titulada Huye el amor, al pie de cuyo mármol, que trabajaron juntos, él la poseyó en el suelo por primera vez. Recordaría el viaje que hicieron a Roma y el éxtasis que experimentaron ante las esculturas de Bernini en la plaza Navona, aunque las imágenes se solapaban y no lograba distinguir si el que le hablaba con palabras ardientes en el oído era Debussy en unos pasadizos secretos de Venecia.
Camille Claudel murió en el manicomio de Montdevergues en 1943; fue enterrada en una tumba sin nombre, bajo el número n392, en el pequeño cementerio del establecimiento. A la muerte de Paul Claudel, en 1955, se levantó el veto familiar que existía sobre la existencia de aquella mujer, que por lo visto servía de baldón para la buena fama del poeta católico. Cuando sus admiradores trataron de exhumar su cadáver para enterrarlo en un panteón de París y ofrecerle un homenaje público, en el manicomio contestaron que, debido a unas obras de ampliación del edificio, la tumba había desaparecido junto con la de otros pacientes olvidados por la familia.
El beso de mármol de Camille Claudel – Manuel Vicent. – 03/04/2010.