Revista Cultura y Ocio
CAPÍTULO 3: EL TALLER
La salida del Gran Trineo era la única ocasión en la que Papá Noel le permitía a su nieta conducir el vehículo. La joven soñaba, y no secretamente, con acompañarle la noche del 24. Anhelaba surcar la noche estrellada, más veloz que la mismísima luz, empujada por los sueños de los niños. Quería contemplar los resplandecientes abetos navideños de las casas, con sus ramas estiradas y sus luces encendidas, escuchar la música de sus bolas de cristal y tocar la estrella mágica de su punta. Eran las estrellas las que, vistas desde el cielo, señalaban la ruta a seguir durante el viaje, para que no hubiese ningún error. No obstante, lo que Nicole deseaba por encima de todo era el colaborar con su abuelo en la entrega de aquellas coloridas cajas. Todos los años, con los ojos brillantes de ilusión, insistía en su petición e, invariablemente, esta era rechazada. Si cometía algún fallo, un error, un mínimo retraso, aunque sólo fuese de una fracción de segundo, supondría que, algún pequeño se quedaría sin su ansiado regalo. Semejante catástrofe era inconcebible. La alegría del chiquillo se perdería sin remedio hasta el siguiente año y, lo que era peor, sin el calor de su risa, bajo el frío del invierno, podía incluso peligrar su fe en Papá Noel.
La chiquilla estaba tan impaciente que más que caminar corría. A su lado, el abuelo resollaba casi sin fuelle. No podía quedarse atrás. ¡Si estaba hecho un chaval! La edad no importaba si uno se cuidaba bien y comía y descansaba lo necesario. Finalmente, ante el frenético ritmo de los pasos de su nieta, el anciano desistió. A fin de cuentas un chaval no era necesariamente un atleta de élite.
- Tengo que entrar en el taller a revisar unos cuantos paquetes – se excusó. - Mientras tanto ¿por qué no te ocupas de la preparación del Trineo?
Nicole se detuvo sorprendida, contaba con que el abuelo supervisase sus maniobras.
- ¿Yo sola?- se extrañó. - ¿No prefieres que te acompañe al taller y luego lo hacemos juntos?
No es que el plan le asustase en absoluto, sino todo lo contrario, se sentía halagada por la propuesta. Lo que sucedía era que la joven sentía una inmensa curiosidad por visitar el taller. A diferencia de otros años no se le había permitido entrar en él bajo ningún concepto y eso la intrigaba. Aquella parecía una buena oportunidad que no pensaba desaprovechar.
- No puede ser. Alfred afirma que van muy retrasados y que distraes demasiado a los duendes con tu cháchara. Ha dejado muy claro que este año no puede permitir que se despisten lo más mínimo y no creo que desees discutir con él – arguyó el abuelo.
Nicole estaba de acuerdo en que enfrentarse al enérgico encargado no era una gran idea.
- ¿Y si prometo no abrir la boca? - sugirió.
- ¡Buen intento! - bromeó Claus - aunque no creo que seas capaz de cumplir esa promesa. De todos modos lo que realmente hace falta que hagas lo antes posible es acondicionar y trasladar hasta aquí el Trineo. Supongo que no tendrás problemas para manejarte tú sola si me entretuviese más de la cuenta.
- Creo que me las apañaré – le aseguró la muchacha.
Nicole simuló tragarse la absurda excusa, falsa a todas luces. Cierto que le gustaba hablar pero eso no la convertía en una charlatana. Sospechaba que el verdadero motivo de aquella absurda prohibición era, simplemente, que entre todos le proyectaban algún tipo de sorpresa en secreto. Acompañó al abuelo hasta el enorme taller. El edificio quedaba camuflado entre la nieve por su forma de colina. La cima la formaba una claraboya gigante, con prismas que recogían la luz natural y que hacían que el taller se mantuviese iluminado en cualquier momento, incluso durante la larga noche invernal. Cuando el abuelo abrió la enorme compuerta de entrada, la niña estiró el cuello todo lo que éste le dio de sí y se asomó para tratar descubrir qué es lo que le ocultaban. Sin embargo la montaña de paquetes desparramados le impidió descubrir nada más que un sinnúmero de duendes corriendo sin parar de un lado a otro entre una parafernalia de papeles, cajas y lazos de colores.
Sin embargo, aunque Nicole no podía verlo desde su posición, lo primero en lo que Claus se fijó al entrar fue en un pequeño trineo rojo estacionado en un rincón y medio oculto bajo una lona. Era una versión a escala del Gran Trineo. Ese verano, durante uno de sus paseos, se había topado, de forma fortuita, con los restos de un curioso y antiquísimo pino rojo cuya madera le resultó familiar. El tronco flotaba sobre las olas, arrastrado por la corriente y había quedado encallado entre las rocas. Tras cerciorarse de que, efectivamente, aquella madera se correspondía con la del Gran Trineo y que ambas compartían las mismas propiedades, se le ocurrió que, una copia reducida del vehículo en cuestión, le haría ilusión a Nicole. Encantados con la idea, los duendes-carpinteros se entregaron en cuerpo y alma a la tarea. En pocos días la réplica estaba terminada, perfecta en cada uno de sus detalles, desde los largos esquíes hasta el asiento acolchado con su compartimento secreto y la barandilla tallada con motivos navideños que rodeaba la caja. Lo más difícil había sido esconderlo y no dejarse llevar por el entusiasmo y revelarle, sin querer, el plan a la joven.
En el resto del taller las máquinas habían sido apartadas. El espacio lo ocupaban unas largas mesas, en las que los duendes se afanaban por dar los toques finales a los coloridos envoltorios. Con los papeles, lazos y cintas se cifraba un código ancestral que se traducía en su ubicación final en la cesta, todo de acuerdo con el estricto orden de entrega. Sin embargo, clasificar aquel tremendo desbarajuste no parecía una tarea en absoluto sencilla. Los regalos se amontonaban por el suelo, sobre las mesas, surgían por los rincones y abarrotaban cada centímetro de la enorme sala. No quedaba ni un mínimo resquicio libre. Menos mal que, una vez dentro del trineo, los paquetes se reducían mágicamente de tamaño e, independientemente de su contenido, cada uno ocupaba apenas el hueco de una nuez. Claus echó un rápido vistazo al inventario. Con la memoria y la experiencia acumulada de siglos, en unos segundos confirmó que los presentes se ajustaban a los deseos de los niños. Tranquilo tras comprobar que todo estaba en orden, y que no faltaba nada, sonrió y emitió un suspiro de relajada satisfacción.
La salida del Gran Trineo era la única ocasión en la que Papá Noel le permitía a su nieta conducir el vehículo. La joven soñaba, y no secretamente, con acompañarle la noche del 24. Anhelaba surcar la noche estrellada, más veloz que la mismísima luz, empujada por los sueños de los niños. Quería contemplar los resplandecientes abetos navideños de las casas, con sus ramas estiradas y sus luces encendidas, escuchar la música de sus bolas de cristal y tocar la estrella mágica de su punta. Eran las estrellas las que, vistas desde el cielo, señalaban la ruta a seguir durante el viaje, para que no hubiese ningún error. No obstante, lo que Nicole deseaba por encima de todo era el colaborar con su abuelo en la entrega de aquellas coloridas cajas. Todos los años, con los ojos brillantes de ilusión, insistía en su petición e, invariablemente, esta era rechazada. Si cometía algún fallo, un error, un mínimo retraso, aunque sólo fuese de una fracción de segundo, supondría que, algún pequeño se quedaría sin su ansiado regalo. Semejante catástrofe era inconcebible. La alegría del chiquillo se perdería sin remedio hasta el siguiente año y, lo que era peor, sin el calor de su risa, bajo el frío del invierno, podía incluso peligrar su fe en Papá Noel.
La chiquilla estaba tan impaciente que más que caminar corría. A su lado, el abuelo resollaba casi sin fuelle. No podía quedarse atrás. ¡Si estaba hecho un chaval! La edad no importaba si uno se cuidaba bien y comía y descansaba lo necesario. Finalmente, ante el frenético ritmo de los pasos de su nieta, el anciano desistió. A fin de cuentas un chaval no era necesariamente un atleta de élite.
- Tengo que entrar en el taller a revisar unos cuantos paquetes – se excusó. - Mientras tanto ¿por qué no te ocupas de la preparación del Trineo?
Nicole se detuvo sorprendida, contaba con que el abuelo supervisase sus maniobras.
- ¿Yo sola?- se extrañó. - ¿No prefieres que te acompañe al taller y luego lo hacemos juntos?
No es que el plan le asustase en absoluto, sino todo lo contrario, se sentía halagada por la propuesta. Lo que sucedía era que la joven sentía una inmensa curiosidad por visitar el taller. A diferencia de otros años no se le había permitido entrar en él bajo ningún concepto y eso la intrigaba. Aquella parecía una buena oportunidad que no pensaba desaprovechar.
- No puede ser. Alfred afirma que van muy retrasados y que distraes demasiado a los duendes con tu cháchara. Ha dejado muy claro que este año no puede permitir que se despisten lo más mínimo y no creo que desees discutir con él – arguyó el abuelo.
Nicole estaba de acuerdo en que enfrentarse al enérgico encargado no era una gran idea.
- ¿Y si prometo no abrir la boca? - sugirió.
- ¡Buen intento! - bromeó Claus - aunque no creo que seas capaz de cumplir esa promesa. De todos modos lo que realmente hace falta que hagas lo antes posible es acondicionar y trasladar hasta aquí el Trineo. Supongo que no tendrás problemas para manejarte tú sola si me entretuviese más de la cuenta.
- Creo que me las apañaré – le aseguró la muchacha.
Nicole simuló tragarse la absurda excusa, falsa a todas luces. Cierto que le gustaba hablar pero eso no la convertía en una charlatana. Sospechaba que el verdadero motivo de aquella absurda prohibición era, simplemente, que entre todos le proyectaban algún tipo de sorpresa en secreto. Acompañó al abuelo hasta el enorme taller. El edificio quedaba camuflado entre la nieve por su forma de colina. La cima la formaba una claraboya gigante, con prismas que recogían la luz natural y que hacían que el taller se mantuviese iluminado en cualquier momento, incluso durante la larga noche invernal. Cuando el abuelo abrió la enorme compuerta de entrada, la niña estiró el cuello todo lo que éste le dio de sí y se asomó para tratar descubrir qué es lo que le ocultaban. Sin embargo la montaña de paquetes desparramados le impidió descubrir nada más que un sinnúmero de duendes corriendo sin parar de un lado a otro entre una parafernalia de papeles, cajas y lazos de colores.
Sin embargo, aunque Nicole no podía verlo desde su posición, lo primero en lo que Claus se fijó al entrar fue en un pequeño trineo rojo estacionado en un rincón y medio oculto bajo una lona. Era una versión a escala del Gran Trineo. Ese verano, durante uno de sus paseos, se había topado, de forma fortuita, con los restos de un curioso y antiquísimo pino rojo cuya madera le resultó familiar. El tronco flotaba sobre las olas, arrastrado por la corriente y había quedado encallado entre las rocas. Tras cerciorarse de que, efectivamente, aquella madera se correspondía con la del Gran Trineo y que ambas compartían las mismas propiedades, se le ocurrió que, una copia reducida del vehículo en cuestión, le haría ilusión a Nicole. Encantados con la idea, los duendes-carpinteros se entregaron en cuerpo y alma a la tarea. En pocos días la réplica estaba terminada, perfecta en cada uno de sus detalles, desde los largos esquíes hasta el asiento acolchado con su compartimento secreto y la barandilla tallada con motivos navideños que rodeaba la caja. Lo más difícil había sido esconderlo y no dejarse llevar por el entusiasmo y revelarle, sin querer, el plan a la joven.
En el resto del taller las máquinas habían sido apartadas. El espacio lo ocupaban unas largas mesas, en las que los duendes se afanaban por dar los toques finales a los coloridos envoltorios. Con los papeles, lazos y cintas se cifraba un código ancestral que se traducía en su ubicación final en la cesta, todo de acuerdo con el estricto orden de entrega. Sin embargo, clasificar aquel tremendo desbarajuste no parecía una tarea en absoluto sencilla. Los regalos se amontonaban por el suelo, sobre las mesas, surgían por los rincones y abarrotaban cada centímetro de la enorme sala. No quedaba ni un mínimo resquicio libre. Menos mal que, una vez dentro del trineo, los paquetes se reducían mágicamente de tamaño e, independientemente de su contenido, cada uno ocupaba apenas el hueco de una nuez. Claus echó un rápido vistazo al inventario. Con la memoria y la experiencia acumulada de siglos, en unos segundos confirmó que los presentes se ajustaban a los deseos de los niños. Tranquilo tras comprobar que todo estaba en orden, y que no faltaba nada, sonrió y emitió un suspiro de relajada satisfacción.