María tiene ochenta años, Alba veinte días. Casi un siglo, dos generaciones biológicas - tres si consideramos el tiempo real- les distancian y separan. Ahora están juntas, sujetada la pequeña por los brazos temblorosos e inseguros de la mayor, que no cesa de sonreír y de decir palabras halagadoras; demasiadas palabras, frases repetititivas y estereotipadas que al cabo de un rato resultan cansinas:- ¡Qué bonita es!. Hay que ver las manos lo pequeñas que se ven. Tiene mucho pelo, parece rubio...- y vuelta a empezar-¡Qué bonita es...- Su débil cerebro no da para más, pero nadie duda de su emoción sincera y de que esa niña nueva,
su undécima nieta, supone el regreso por unos minutos a los tiempos en los que se sintió útil - esposa, madre, abuela- y que ella ignora, aunque empiece a sospecharlo, que nunca volverán.Alba aún no sabe hablar, apenas sonríe, necesita ser alimentada y cuidada a todas horas para sobrevivir ( las crías de la especie humana tardan en ser autosuficientes), pero llora, mama y patalea como una jabata. María, en el extremo opuesto del ciclo vital, se vale por sí misma para comer, arreglarse y asearse, mas su conversación cada vez es menos inteligible y, aunque camina sin bastón, sus pasos carecen de rumbo y su día a día requiere casi tanta supervisión como los de la recién nacida. Dentro de muy pocos años, tres, cuatro a lo sumo, sus papeles se habrán invertido: Alba se desplazará libremente, con algún tropezón que le enseñe a caminar con prudencia, y se comunicará con palabras para entender y hacerse entender; María se parecerá cada vez más a la bebita que ahora acoge en su seno, al cachorro humano incapaz de sobrevivir por sí solo.Hoy, que todavía es mayor el empuje de la anciana que el de la niña, inmortalizo y retengo esos momentos como homenaje a la vida, que sigue su ciclo imparable y que a veces puede ser maravillosa.Texto: Ángeles Hernández