En artículos anteriores hemos visto algunos ejemplos relevantes de cómo una película cambia pautas de comportamiento, de consumo o de percepción de la realidad. También hemos ahondado en las razones de esa influencia. Hoy quiero referirme a otro aspecto de esta discusión: el Séptimo Arte como educador -o manipulador- de los sentimientos.
El punto de partida es que el cine es hoy —lo ha sido casi desde su nacimiento— el medio de educación emocional más poderoso para jóvenes y adolescentes. Más importante que toda la educación formal o reglada (en colegios, institutos, centros de formación, etc.) , resulta hoy la educación informal que conforman indirectamente los medios de comunicación. Y, en esta sociedad audiovisual en la que vivimos (en la que la imagen lo es todo), el cine actúa como referente de todas las otras manifestaciones culturales: teleseries, videojuegos, novelas, internet. Ahí es donde "vemos" y aprendemos cuál debe ser nuestra respuesta emocional ante cualquier tipo de situaciones.
Es algo que ha sido percibido desde siempre. Ya en 1917, durante la época del cine mudo, el Consejo Nacional de Moral Pública del Reino Unido publicó un informe titulado El cine: situación actual y posibilidades futuras, en el que se decía: “Puede dudarse si somos lo suficientemente conscientes de la fuerza y consistencia con que las salas de exhibición cinematográfica han atrapado a las gentes de este país. Las demás formas recreativas atraen como mucho a una pequeña parte de la comunidad; el magnetismo del cine, en cambio, es universal. En el transcurso de nuestra investigación hemos quedado impresionados por la evidencia, traída ante nuestros ojos, de la profunda influencia que el cine ejerce sobre el punto de vista intelectual y moral de millones de jóvenes”.
Quizás esta afirmación pueda ser juzgada de catastrofista, pero lo cierto es que ha sido proclamada y defendida con periódica insistencia por diversos teóricos del Séptimo Arte. En la actualidad, ese juicio podría resultar aún más justificado por la creciente indiferencia respecto de los valores que se registra en la educación escolar y familiar. Como señalaban Blumer y Hauser hace ya años: “la influencia del cine parece ser proporcional a la debilidad de la familia, la escuela, la Iglesia y el vecindario. Allí donde las instituciones que tradicionalmente han transmitido actitudes sociales y formas de conducta se han quebrado (…), el cine asume una importancia mayor como fuente de ideas y de pautas para la vida”.
Por lo que respecta a la educación reglada, es cierto que, cada vez más, los profesores se limitan a instruir —transmitir conocimientos— y renuncian a educar: transmitir un modelo de vida, unos valores, un ideal de comportamiento. Temen que se les critique de pretender “imponer sus creencias” a los alumnos. Ante esta crisis en la educación y en los valores, el cine adquiere cada vez más protagonismo como instancia educativa de los jóvenes: es el que dice a los jóvenes cómo deben comportarse y actuar, cuáles deben ser las relaciones familiares y de pareja, dónde está el bien y el mal, en qué consisten la felicidad y el fracaso personal.Un solo ejemplo. Una película como Titanic, que fue vista en los cines por 10’8 millones de espectadores en nuestro país (a los que habría que añadir quienes la vieron en el vídeo, el DVD, los pases por televisión, etc.), ha influido notablemente en la consideración estrictamente sentimental del noviazgo, al margen de todo compromiso. La caracterización del novio de Rose (Kate Winslet), como un hombre iracundo y dominante, y el propio desarrollo de la historia, “justifican” narrativamente la impulsiva ruptura de un compromiso mantenido durante años. A la vez, la emotiva presentación de los personajes, “justifica” que se acuesten la misma noche de conocerse y manifiesten así un “afecto” (más bien un deseo placentero) que es presentado a la audiencia “la más bella historia de amor”. Una sola película ha influido más en el sentido del compromiso, del noviazgo y de las relaciones prematrimoniales que todas las explicaciones recibidas por los jóvenes en las aulas y en la familia durante muchos años.
No debemos minusvalorar la influencia del cine como educador de las emociones, porque las películas proyectan, sobre todo, respuestas afectivas que se presentan como "auténticas" (frente a las emociones falsas, "prescritas" por los mayores), y como el único camino válido para lograr la felicidad. Hace falta una educación crítica que ayude a desmantelar esa "manipulación de las emociones" que vemos en las películas y teleseries. Si sabemos transmitir en casa ese espíritu crítico, habremos dado un paso de gigante en su educación con respecto al ocio audiovisual.