Primer amor, últimos ritos
Ian McEwan
Anagrama
144 páginas
Por Luis Schiebeler
En su primer libro publicado en 1975, el escritor inglés Ian McEwan ofrece un puñado de relatos donde las obsesiones sexuales, la muerte y el amor se exploran a partir de los episodios que tienen como protagonistas a personajes que aparentan ingenuidad pero ejercen el costado menos solapado del cinismo vulgar.
Fueron los filósofos Michel Onfray y Peter Sloterdijk quienes supieron poner en primer lugar de la agenda del pensamiento contemporáneo, los contrastes y desviaciones del pensamiento cínico. Ambos se encargaron, en los años 80s y 90s, de vigorizar la práctica saludable del cinismo filosófico ligado a los clásicos griegos como Antístenes y Diógenes; aquel que Onfray describe en “Cinismos. Retrato de los filósofos llamados perros” como “una gaya ciencia, un alegre saber insolente y una sabiduría práctica eficaz (…) un arte de hacer caer una tras otra las máscaras de la vida civilizada y de oponer a la hipocresía en boga las costumbres feroces e indómitas del perro vagabundo y sin amo”. Sin embargo, es el neocinismo lo que está en las antípodas de esta tradición filosófica y que Peter Sloterdijk se ocupó de demostrarlo en su obra “Crítica de la Razón Cínica”. El filósofo alemán advierte que la actuación amoral y perversa del cínico moderno no entra en el terreno de la crítica: “sabedor de que el mundo es una construcción subjetiva, el neocínico ya no peca de ingenuidad y usa el saber para justificar lo que deba justificarse” , señala.
Desde la ficción literaria, hay holgados ejemplos cinismo vulgar pero es en la colección de relatos “Primer amor y últimos ritos” de Ian McEwan (1948) donde se reviste de una singular inocencia. Esta primera obra del autor (que junto con Martin Amis y Julian Barnes forma parte de la generación de escritores promocionados por la revista Granta a inicios de los ochentas) no traiciona en absoluto la premisa de Piglia de que un relato visible esconde un relato secreto narrado de un modo elíptico y fragmentario. En efecto, es en esa segunda historia donde McEwan consigue borrar el temple inocente de sus personajes y notifica sin ambages el siniestro velo de una “amoralidad”.
Es en el relato “Mariposas” donde el autor condensa con lucidez estas ideas y no sin la minucia de un sarcasmo gélido. Se trata de un hombre consternado por su soledad y la vacuidad de una rutina sin amigos y que se ve involucrado en la muerte de una niña de 9 años. Un tipo huraño al que le paralizan lo directo que son las niñas de su vecindario; que al limpiarle la boca a una de ellas después de invitarle un helado confiesa: “nunca había tocado los labios de otra persona, ni sentido esa clase de placer”. El lector podrá entrever el temple del señor Meursault de “El extranjero” detrás de la impavidez de este hombre y no el hondo remordimiento del personaje de Kevin Bacon en la película “The Woodman”.
Sobre la líbido a flor de piel de la pubertad, las obsesiones delictivas y sexuales trata “Fabricación casera”; la historia de un niño que obnubilado por transgredir los placeres y normas de la vida adulta termina por someter a su pequeña hermana.
El despertar sexual también se aborda en “Ultimo día de verano” donde se aprecia una límpida descripción de los sentimientos de un niño de 12 años rodeado de hippies adolescentes. Un gran relato que en ningún momento pierde la frescura y la inocencia del mundo de un niño circunspecto y que logra a su vez introducir elementos del morbo.
El humor negro y el sarcasmo del autor se ven “Geometría de sólidos”; una historia sobre lo absurdo y el egoísmo de la vida en pareja. Un joven obstinado en publicar unos escritos de su bisabuelo en los que descubre raras posiciones de tántricas y las “matemáticas de lo absoluto” con los que consigue sacarse de encima a su mujer.
Diferente al resto y con un humor más corrosivo trata “Conversación con un hombre armario”. El soliloquio de un hombre alienado por una deficiente crianza que se encierra en su ropero, se masturba y siente el placer del cautiverio: el uterino resguardo a lo desconocido.
Escritas todas en primera persona, si algo deja en claro Ian McEwan en esta obra y acaso como indica a modo de pista su título (Primer… últimos …) es su forma oximorónica de tratar el amor, nada menos que en los incipientes setentas. Una forma poco discrecional de ubicarse del lado de la muerte de los grandes relatos. Y que al no perfilarse un desenmascaramiento de falsos valores, termina predominando la forma corrosiva en detrimento del objeto a confrontar. Es decir, si acaso asoma en algún momento la crítica como una tímida impronta, la misma se pierde hasta que la burla prevalece, legitimando sin más, la aplicación vulgar del cinismo clásico.