Estoy en condiciones de afirmar que los adolescentes viven en una dimensión en la que el espacio y el tiempo, sobre todo el tiempo, son diferentes de los del resto de la humanidad. El tiempo en la adolescencia es como un chicle que se encoge y se estira según unos criterios que me resultan completamente indescifrables.
Para empezar, un adolescente nunca mantiene una velocidad de actuación constante. Su velocidad de crucero sufre un curioso proceso de infantilización, una vuelta a la más tierna infancia y he descubierto que un bebe de dos años se mueve unas doscientas veces más rápido que un adolescente. Recuerdo con nostalgia cuando creía que se tardaba mucho en salir de casa con dos bebés, ahora me noto crecer el pelo mientras espero a que mis dos hijas estén listas.
He comprobado también que el movimiento más lento jamás registrado nunca que es el que sigue a la palabra "Voy".
—María, ¿puedes, por favor, venir un momento?—Voy.—Clara ¿puedes venir a ver como me desnudo y me pinto el cuerpo entero con esmalte de uñas negro profundo?—Voy.—Hijas mías, ¿podéis venir un momento que creo que me he cortado una mano con el cuchillo jamonero?—Ya vamos.
Un coral se mueve más rápido que ellas.
Podríamos pensar que no conocen otro tipo de velocidad, que en su dimensión todo es lento y pausado, casi inmóvil, pero no es así. Con los estímulos adecuados son capaces de moverse a velocidades increíblemente rápidas, dejando al Correcaminos convertido en una tortuga.
¿Qué tipo de estímulo desata su ultravelocidad?
Cualquier pertubación en la fuerza... del wifi. Apago el wifi y antes de que me haya dado tiempo a parpadear las tengo a mi lado informándome del problema técnico. Creo ver humo en sus talones.
La elección entre dos elementos. «Chicas, tengo dos toallas. ¿Cual queréis?»
Según sale la s de mi boca, ambas han gritado algo. Su velocidad de respuesta es inmediata, francamente impresionante. Por supuesto su elección siempre es la misma y esto desata otro problema que no es objeto de este post pero que dejaremos enunciado como «El deseo de poseer un objeto vendrá determinado siempre por la absoluta necesidad de impedir que el otro hermano posea el objeto que quiere».
Si la elección no es entre dos objetos sino entre dos opciones vitales que les ofrezco para cualquier tipo de actividad, su velocidad de respuesta es igualmente inmediata pero, en este caso, jamás coinciden, desatándose otro problema que tampoco trataré hoy pero que dejaré enunciado como «Como sois incapaces de poneros de acuerdo al final elijo yo y seré como Rusia en el comité de seguridad de la ONU porque mi voto vale más».
—Chicas, ¿queréis comer en casa o en un restaurante?—Yo en casa.—Yo en un restaurante.—Chicas ¿Queréis playa o montaña?—Playa.—Montaña.—¿Preferís que me corte las venas o que os de en adopción?—Si los padres adoptivos son buenos por mí no hay problema.—Si no vas a pedirnos que limpiemos la sangre no tengo problema con que te cortes las venas.
Un paso más allá de la ultravelocidad que pueden desarrollar está la ultravelocidad que son capaces de imaginar y que se aplica a fenómenos de la vida diaria que cualquier adulto sabe que llevan un tiempo considerable.
La velocidad más rápida que son capaces de imaginar es aquella a la que creen que se lava la ropa. El proceso es más o menos el siguiente: sacan la ropa del armario, la usan un número indeterminado de ocasiones que va desde ninguna a mil y sólo cuando ellas en esa dimensión paralela deciden que está sucia según un criterio que aún no he conseguido comprender pero que enunciaré como «La ropa está sucia cuando considero que guardarla en el armario no compensa o simplemente he olvidado que la tengo» la echan a lavar. Nada más depositarla en el cubo de la ropa sucia (en su dimensión paralela he conseguido hacerles entender que toda prenda de ropa que ande por el suelo acaba en la basura y desaparece para siempre) les brota una urgente e imperiosa necesidad de tener esa prenda de nuevo disponible.
—Mamá, ¿están mis vaqueros cortos limpios?—No.—¿Y ahora?—No.—¿Ya? —No.—¿Cuanto queda?—La lavadora tarda hora y media, luego se tiene que secar y si los quieres planchados... pues cuando a mí me apetezca. —Pero eso son por lo menos cuatro horas. ¡Tiene que haber métodos más rápidos!—Ajá. Estoy deseando que los inventes. —Pues necesito más pantalones.—Ni de coña.
En cuanto a las diferencias espaciales y circunstanciales, en el universo de mis hijas, por lo que he podido observar, las condiciones atmosféricas o de cualquier otro tipo son inmutables. Esto quiere decir que si en Madrid hace calor en julio, en cualquier otro lugar del planeta al que nos desplacemos hará calor. Si con un pantalón no necesitan cinturón, tampoco lo necesitarán con ningún otro pantalón que se pongan jamás en la vida. Mis intentos por sacarlas de este error de percepción no son bien recibidos nunca. Digamos que son recibidos con indiferencia o, en algunos casos, con risas de superioridad. Yo, por supuesto, me vengo.
—Chicas, vamos al norte, coged jerseys. —Bah, pasando, que eres una exagerada.
—Mamá, ¿has traído jerseys de sobra?—Ajá.—¿Me dejas uno?—Puede. —¿Cuánto me va a costar?—Más de lo que crees. Para empezar un "mamá, tenías razón".
—Chicas, compraos un cinturón. —Los cinturones son de viejas. —¿De viejas? Qué estupidez.—Tú siempre llevas cinturón.—Ni se te ocurra seguir por ahí.
—Mamá, ¿no tendrías un cinturón para dejarme?—Sí cariño pero no quiero que parezcas vieja. De nada. Estás ideal sujetándote los pantalones con una mano, queda muy juvenil.
Otro día hablaré de otro problema que dejo enunciado como «cuando tus hijas se toman siempre tu sentido del humor como una ofensa personal imperdonable para, poco después, adoptarlo, adaptarlo y empezar a manejarlo con maestría». Otro día.