– Hola Jeannette, me alegra verte. Pensé que nos habías abandonado. Hacía más de un mes que no te dejabas caer por acá –la saludó la corpulenta esposa del dueño del pub Britannia, el más próximo a donde ella se alojaba, en el número 26 de la calle Dorset, una especie de conventillo llamado Miller´s Court-.
– Buenas tardes señora Ringer, yo también me alegro de verla a usted. Aquí puedo venir a empinar un trago sin pensar en el trabajo, ni ser molestada cuando no tengo ganas de salir con un tipo.
– ¿Quieres que te sirva ginebra, o prefieres una pinta de cerveza?
– La cerveza me apetece mejor hoy.
Boceto de Mary Kelly
En realidad a Mary Jane Kelly le apetecía la ginebra, pero la cerveza era más barata y tendría que ahorrar o pronto la echarían literalmente “a patadas” de su habitación número 13 por morosa. Aunque era demasiado joven comparada con las demás víctimas –pues sólo tenía veinticinco años– la irlandesa pelirroja de ojos azules había comenzado a abismarse por una pendiente sin salida.Extrañaba a Joseph Barnett, su concubino hasta sólo nueve días atrás. El 30 de octubre aquél había abandonado la vivienda que compartían, luego de una violenta pelea donde ambos amantes se arrojaron con cuanto objeto tuvieron a mano. Incluso rompieron el vidrio de una de las ventanas. La chica ni siquiera podía recordar ahora el motivo de la gresca, de tan ebria que entonces se encontraba.
Pero se hacía de noche, la noche del 8 al 9 de noviembre. Apuró el último sorbo de su cerveza y se despidió de la señora Ringer, que de nuevo tuvo la gentileza de fiarle. No podía seguir viviendo así, necesitaba ganar dinero.Sin Joe ocupando su habitación se facilitaba su trabajo, no tendría que hacer la molesta tarea de pie en un callejón. Además, podía conseguir clientes mejores, dispuestos a pagar bien por la comodidad de una cama y de un cuarto caliente.
Aquella madrugada varias vecinas y colegas la vieron entrar y salir incansablemente de su pieza llevando allí a candidatos muy diversos. La señora Mary Ann Cox, una viuda de treinta y un años, también prostituta, la halló del brazo de un tipo desarreglado, bajo, gordo, de mejillas sonrosadas por el exceso de alcohol y bigote rubio. Para tornarlo más ridículo aún, el cliente aferraba una jarra de cerveza. Kelly abrió la puerta del número 13 y lo hizo pasar, pero antes de entrar ella misma vio a Cox que se retiraba de su habitación –que quedaba próxima a la ocupada por la pelirroja– y le anunció:
– Amiga, te voy a dedicar una canción –tras lo cual se puso a entonar una melodía titulada “Una violeta que arranqué de la tumba de mi madre”. Aparte de que la canción era triste Mary Jane desafinaba. Al rato la viuda volvió a verla salir en busca de otro cliente. El último testigo que la habría avistado en esa velada fue un obrero amigo suyo, George Hutchinson, quien describiría a su acompañante como un sujeto muy elegantemente vestido y “con pinta de extranjero, tal vez un judío”. Ginger Kelly en compañía de su peculiar último cliente, es observada por el testigo, y sospechoso, George Hutchinson
El domingo 9 de noviembre era un día festivo para los londinenses en el cual se celebraba la fiesta del Lord Mayor, distinción que recibe el Alcalde de Londres, York y otras ciudades importantes del Reino Unido. Pero no todos los londinenses estaban de espíritu alegre esa mañana. Mientras oía el paso de la carroza que transportaba al Lord Mayor y los vítores de la muchedumbre, John McCarthy –arrendador de Kelly y dueño de un bazar frente a las covachas de Miller´s Court– refunfuñaba al revisar sus cuadernos de cuentas. Ocurría que, desde semanas atrás, los números no le cerraban, y únicamente se venía sosteniendo gracias a las ventas de su negocio.
En una situación normal sus ingresos principales provenían de las habitaciones que alquilaba a las prostitutas en el edificio del número 26 de la calle Dorset, y ahora la mayoría de ellas le estaban adeudando. Al reflexionar sobre la razón que provocaba esos atrasos McCarthy masculló para sí: «¡Es por culpa de ese maldito de Jack el Destripador! Las tipas tienen miedo de salir a trabajar y cada vez consiguen menos plata. Por eso es que les cuesta tanto pagar ahora.»
El arrendador se consideraba un hombre razonable. Entendía que había surgido una causa que justificaba que sus inquilinas ganaran menos, y por el momento haría la vista gorda y no las acosaría. Sin embargo, al puntear con su lápiz repasó la deuda que mantenía la pensionada del número 13. El importe ascendía a una libra y nueve chelines, eso era demasiado. Por poco que estuviera trabajando le parecía claro que la irlandesa se estaba pasando de lista.
– ¡Indian Harry! –voceó, llamando por el seudónimo a Thomas Bowyer, su empleado de cobranzas, que había salido del bazar para contemplar el desfile–. Ven acá de una vez hombre, que te necesito.
– Sí señor, a la orden –contestó aquél, entrando con paso desganado y dirigiéndose al escritorio donde su empleador hacía las cuentas.
– No te voy a mandar lejos. Quiero que cruces la calle y vayas hasta lo de Mary Kelly para que, de una vez por todas, me pague el alquiler que me debe –levantó el cuaderno, y apuntando con su dedo índice le señaló la cantidad que la mujer adeudaba.– Si no puede obtener el total cuando menos no regreses con las manos vacías.
El otro asintió y fue hasta el perchero en procura de su abrigo. No es que hiciera mucho frío esa mañana, pero el gabán oscuro que ahora se ceñía completaba su apariencia de hombre serio, y él se figuraba que lo volvía más digno de respeto ante los morosos.A las 10.45 el cobrador golpeó a la puerta del número 13. Dos, tres veces. No hubo respuesta. ¿Estaría la mujer adentro y fingiría no escuchar? A efectos de salir de dudas, Indian Harry se dirigió a la parte lateral de la vivienda para mirar por la ventana.El vidrio tenía una rotura que permitía introducir la mano para descorrer la cortina interna. Cuidando no lastimarse apartó la sucia tela, y aplicó un ojo a la abertura a fin de escrutar hacia el interior. Lo que vio le hizo proferir un alarido de terror y retiró tan rápido la mano que se raspó el dorso, el cual empezó a sangrar levemente. El macabro hallazgo que Mr. Bowyer tuvo la desgracia de hacer, resultó uno de los más espantosos y depravados que consignan los anales de la criminología mundial.
Restos de Mary Kelly
Sobre la cama bañada en sangre reposaban maltrechos despojos de aquella que en vida fuera una sensual cortesana. Únicamente llevaba puesto un menguado camisón que dejaba ver el atroz estropicio infligido a su organismo. Su estómago lucía abierto en canal y habían seccionado su nariz, sus senos y sus orejas. Trozos de muslo y fragmentos de piel de su cara yacían junto al cuerpo descarnado. Los riñones, el hígado y otros órganos se esparcían en torno al cadáver y encima de la mesa de luz.El dantesco cuadro llenó de horror al cobrador, quien fue corriendo al bazar de su patrón y le comunicó el terrible descubrimiento. Ambos regresaron a la pensión y, escudriñando desde la ventana, volvieron a comprobar el hecho. El dueño envió a su empleado a buscar ayuda a la comisaría de la calle Comercial mientras él se quedaba montando guardia. Al rato arribaron los inspectores Beck y Abberline y el Superintendente Thomas Arnold. También se llamó al médico forense Phillips.Ninguno de los policías se decidía a impartir la orden de forzar la entrada para acceder a la escena del crimen, pues aguardaban instrucciones de Sir Charles Warren. Pasaban las horas sin tenerse noticias de éste, hasta que se supo la sorprendente novedad de que el jefe supremo había presentado su dimisión aquella misma mañana.
A las 13.30 el Superintendente Arnold asumió la responsabilidad de mandar quitar la ventana para tomar fotografías al interior. Luego de efectuada esta tarea se requirió al propietario que rompiera la puerta a fin de hacer posible el ingreso, lo cual éste hizo valiéndose de una piqueta.
“¡Parecía más la obra de un demonio que de un hombre!” exclamó John McCarthy al testimoniar en la instrucción subsiguiente, dejando constancia de la tremenda impresión que le produjo el monstruoso hallazgo, que estremeció incluso a los más endurecidos policías que concurrieron a la tétrica habitación.Miller´s Court: ventanas laterales de la habitación número 13 rentada por Mary
Este brutal crimen puso punto final, según las apariencias, a la furia asesina desatada por Jack. No se llegó nunca a procesar a nadie por las abominables muertes, y Mr. James Berry, quien ejercía por aquellos años el cargo de verdugo oficial de Gran Bretaña, no pudo ejecutar al culpable. A no dudar que lo hubiera ejecutado, ya que la muerte en la horca constituía, de acuerdo a la legislación imperante, el destino que la ley y la sociedad agredida le reservaban al sádico personaje.