Revista Cine

El cuarto mandamiento (The magnificent Ambersons; U.S.A., 1942)

Publicado el 23 enero 2012 por Manuelmarquez
El cuarto mandamiento (The magnificent Ambersons; U.S.A., 1942)Las disquisiciones críticas acerca de una película sobre la cual existe la constancia de que su director renegó de la versión finalmente exhibida por la productora, resultado de una labor de montaje realizada por otro director (concretamente, Robert Wise) que ofreció un metraje de una duración inferior en nada menos que cuarenta y tres minutos respecto a la inicialmente montada por su autor, se hacen, cuanto menos, y en el mejor de los casos, complicadas. ¿De qué película estamos hablando? ¿Qué es eso que hemos tenido ocasión de ver? ¿Una obra cinematográfica, o el resultado de su ametrallamiento?
Si dejamos de lado tales consideraciones, y somos capaces de abstraernos de tal circunstancia, no se puede dejar de reconocer que, aun así, y en todo caso, El cuarto mandamiento sigue siendo una pieza cinematográfica de excepcional calidad, que no desmerece en absoluto –en cuanto a sus bondades técnicas- de su inmediata predecesora, la legendaria Ciudadano Kane, respecto a la cual nos ofrece una perfecta continuidad exploratoria –e incluso profundizadora- de ciertos aspectos, y a la que lo único que lastra de manera evidente es la existencia de ciertas lagunas narrativas, que quedan plenamente justificadas a la vista de lo apuntado en el párrafo precedente, sin que por ello deje de ofrecernos una historia redonda, completa y de un enorme interés humano.
Porque en El cuarto mandamiento, más allá de sus alardes formales –extraordinarios-, su uso magistral de la profundidad del campo, el manejo exquisito de los movimientos de la cámara, la fastuosidad de los decorados interiores (un trabajo de dirección artística impecable) o el cuidado con que se aborda el encuadre de todos y cada uno de sus planos, lo que tenemos ocasión de ver es un relato en el que las grandes protagonistas son las pasiones humanas, ésas que, inmutables y eternas, son nuestras compañeras de camino inseparables y nos hacen identificarnos con los distintos personajes en la medida, y a medida, que se van encontrando y debatiendo con ellas: personajes que huyen del esquematismo del estereotipo para mostrársenos cuajados de riqueza, complejidad y recorrido vital.
En primer lugar, y por encima de todos, Eugene Morgan –Joseph Cotten-: imaginativo, afable, talentoso y constante, un dechado de virtudes canalizadas hacia el amor inquebrantable (que atraviesa la trama de principio a fin) por Isabel Amberson -Dolores Costello-, y fantásticamente bien encarnadas por un actor cuyo perfil siempre fue inequívocamente ése, el del bueno de la película; en cualquier caso, no se puede negar que, en este caso concreto, su adecuación al personaje es como la del guante (de su justa medida) a la mano.Y, en segundo, frente a él, su némesis, su pesadilla, el hombre encargado de interponerse, como obstáculo insalvable, entre sus pretensiones amorosas y el objeto de las mismas, George Amberson -Tim Holt-, un carácter totalmente antitético (engreído, tiránico, antojadizo, malcríado), que se va forjando (Welles nos lo muestra en una pincelada magistral, todo un preludio de lo que habría de venir) ya desde su infancia, y al que ni siquiera su amor (aunque frío y arrogante, imposible de ocultar bajo el manto de una supuesta indiferencia) por la hija de su acérrimo enemigo, Lucy Morgan (una tintineante y sorprendente Anne Baxter, que cuaja una de las más sólidas interpretaciones del film, en un personaje pleno de matices, pese a su carácter secundario), le hará ceder un paso en su incólume y tajante negativa a admitir a Morgan en el seno de la familia, como nuevo esposo de su madre viuda.
Entre ambos, y a expensas de esa lucha desigual y sin cuartel, se mueven las dos hermanas Amberson, Isabel y Fanny (ésta última, fantásticamente interpretada por una intensísima Agnes Moorehead), amadas y/o amantes en función del desarrollo de los avatares de la historia, pero, en cualquier caso, siempre víctimas de un entramado familiar y social que las condena a sepultar sus sentimientos y querencias bajo el peso de la conveniencia o, en última instancia, el capricho de un chantajista emocional incapaz de entender, aceptar y asumir los requerimientos emocionales de seres humanos que, no por su condición de mujeres, habrían de verse en la penosa obligación de no poder exteriorizarlos y dar rienda suelta a los mismos. Ahí es donde radica buena parte del elemento trágico de la historia y es ésa la clave bajo la cual se entienden las actitudes y comportamientos de sus protagonistas.
¿Hubiera conseguido Orson Welles, con el montaje que pretendía, habernos dado alguna clave más, haber redondeado aún más el entramado de la historia, haber ofrecido algún apunte más que clarificara ciertos aspectos sobre los que el film parece pasar de puntillas, dejándolos más en la condición de esbozo que de línea dramática? Con toda seguridad, sí, pero eso será algo que nunca podremos comprobar empíricamente. La única certeza es la de que, con su actitud, Welles se labró una reputación de "autor", no dispuesto, bajo ningún concepto, a aceptar imposiciones y limitaciones a sus intenciones creadoras, que le terminó condenando al ostracismo por parte de la gran industria hollywoodiense, ésa misma que, sólo tres años antes, le había abierto las puertas de par en par y le había ofrecido carta blanca para que diera rienda suelta a su frenesí inventivo. Paradojas de la vida. Una más....

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