Revista Opinión
La verdad escuece y yo no me considero su poseedor absoluto. Pero sospecho que muchas personas estarán de acuerdo conmigo aunque sólo sea de pensamiento —que ya sabemos que el pensamiento dicho o escrito puede acarrear malas consecuencias—. Y el miedo, el «qué dirán» y el «nadar a favor de la corriente» son evidencias. Viene esto a la clasificación que me he permitido hacer de las distintas posturas adoptadas frente a las mal llamadas liberación, emancipación y conquistas —mal llamadas porque dar por sentado un derecho indiscutible es elemental e innegable; lo demás es conformarse con las migajas del banquete—. Vamos con el símil oftalmológico:Miopía: Ha sido la visión tradicional del predominio del hombre sobre la mujer. Desde la imagen del troglodita prehistórico arrastrando de la melena a la mujer, a la imagen del troglodita del siglo xxi arrastrando de la melena a la mujer (no me repito, me reafirmo). Alegar matriarcados frente a patriarcados son falacias para justificar, en ambos casos, la falta de igualdad natural.Astigmatismo: Muy propagado hoy en día, consiste en la postura eufórica frente a algunos avances conseguidos. Me remito a la confesión de una mujer que afirmó en una reunión —como exhibiendo un trofeo deportivo— que a ella su marido “le ayudaba en la casa, le hacía la compra, la colada, atendía a los niños… si se lo pedía”. Afortunadamente una contertulia le abrió los ojos replicándola que eso no era igualdad sino más bien una “concesión a la barrera” del hombre para alardear, a su vez, de participar en las tareas domésticas; que era, en fin, un modélico feminista.Vista clara:Rara avis, pero haberlas haylas. Debía ser la norma pero es la excepción. Es el caso de las parejas que, sin preacuerdos, convenios ni trapicheos, actúan —por instinto natural— en un exacto y racional reparto de tareas. Ni se plantean que hagan un “favor” a la otra parte. Conozco casos de padres que han criado a sus hijos porque trabajaban en casa o en mayor proximidad que la mujer, que iban o volvían del mercado cargados con lo necesario sin necesidad de un auxiliar que les hiciera la lista de la compra, que fregaban los platos o cocinaban según las aptitudes de cada uno. Sin necesidad de programación. Sin mando a distancia. Por instinto de igualdad.Ceguera: Me da pavor entrar en esta fase de la enfermedad, que puedo calificar de terminal. Lo he oído yo, me lo han contado personas de total fiabilidad y lo he leído en artículos poco sospechosos de manipulación. Frases como “es que si mi marido no me pega, pienso que ya no me quiere”; “mi marido me pega pero, ¡ojo!, sólo lo necesario”; “me pega cuando bebe, pobrecito, así se desahoga”. Tres ejemplos de absoluta sumisión, sentimiento de culpa y complicidad en el vicio. He dicho que me da pavor porque estos casos son los más difíciles de resolver, tal es el arraigo que tienen en el convencimiento de esas mujeres. Me consuelo en contar, como anécdota y puede que por satisfacer mi ego, sentirme feliz de haber conseguido que una mujer de raza gitana —madre a sus treinta y pocos años de cinco criaturas, escasa de recursos y convencida de no querer “prolear” más— se hiciese una ligadura de trompas. No entro ni salgo en cómo convenció al calé, o si lo hizo a sus espaldas, aunque he oído campanas de que la decisión fue mutua. ¡Albricias! Lástima que este hecho sea puntual y no contagioso. No quiero hoy remover más estiércol hablando de otras torturas practicadas en nombre de culturas y credos como la ablación de clítoris. No quiero, al menos este día, llorar.