Nadie sabía explicar, años después, cómo había sucedido todo aquello, unos hechos que cambiaron el rumbo del país de repente y de forma tan brusca.
Era indudable que el cambio había sido bueno, que todos vivían mejor ahora, pero los historiadores, los politólogos, los sociólogos y hasta los psiquiatras seguían buscando una explicación desde entonces.Porque los hechos acontecieron de una forma tan vertiginosa, tan brutal y tan audaz, que hasta los mismos protagonistas, los que vivieron los sucesos en primera fila, seguían sin explicarse qué les pasó, qué les impulsó a hacer aquello que, analizado desde la distancia impuesta por el paso de los lustros, aparece tan salvaje y sanguinario.
Fue durante el Desfile de la Victoria, que llamaban los antiguos, o el Día del Orgullo Patrio, como se conocía cuando sucedió todo. El Gobierno y la Familia Real estaban en la tribuna, presidiendo la parada militar en la Plaza de Colón, bajo el monumento del descubridor. Estaban acompañados por los representantes de todos los poderes del Estado: Congreso, Senado, Tribunal Supremo, Tribunal Constitucional, Consejo de Estado, Defensor del Pueblo y el nuevo Consejo Financiero Transnacional, que tenía poder de veto sobre todos los demás.
La gente se arracimaba en el paseo, apretada contras las vallas para ver pasar a los soldados. Eran miles de personas de todas las edades ansiosas por disfrutar de un rato de olvido de sus penurias diarias y, aunque había mucha hambre, el ambiente era festivo y hasta relajado. Los padres llevaban a hombros a sus famélicos hijos para que no se perdieran ni un detalle de aquel vistoso espectáculo, con los orondos dirigentes sentados en sus poltronas y el abigarrado colorido de los uniformes con sus marcas corporativas y la simpática presencia de los perros policías antivagancia, los caballos de los escuadrones de choque y la cabra de la Legión. Perdón, ese año no desfiló una cabra, sino un cerdo de pelo muy largo y negro tocado con la gorra del Tercio y pegatinas en el culo de una empresa charcutera.
Al paso de una compañía de txakurras, todos vestidos de negro, armados con porras, cascos, escudos y escopetas para lanzar botes de humo y pelotas de goma fue cuando sucedió todo.
De pronto, la masa derribó las vallas y entró en la zona reservada a los protagonistas del espectáculo, muy cerca de las tribunas de invitados ilustres. Desde este momento todo es confusión. Se dijo que se trató de un accidente, que la presión de la gente impulsó a los de la primera fila contra la reja y esta se vino abajo. Otras versiones hablan de un plan premeditado para reventar el acto. Quizá nunca lo sepamos.
El caso es que al ver a la gente rebasar el recinto, los txakurras rompieron filas y cargaron contra el público caído en el suelo. Desenfundaron las porras de acero y la emprendieron a golpes con todo el mundo. Se oyó el crujir de los cráneos al quebrarse, el chapoteo de la sangre, los gritos de los niños heridos, el llanto de las madres desesperadas…
Afortunadamente, al tratarse de una simple exhibición, los agentes no llevaban munición: ni pelotas de goma, ni balas, ni botes de gases lacrimógenos.
Enseguida se formó un gran tumulto ante la Tribuna Real. El monarca —siempre acompañado de un lacayo que le limpiaba las babas cada dos minutos y medio—, se puso en pie, enardecido. En su senilidad, supuso que se trataba de un espectáculo organizado en su honor por el Ministerio de Defensa. No en vano los txakurras, recién privatizados, habían sido adquiridos por una multinacional de videogames (algo que, dicho entre paréntesis, molestó a Lufthansauer, propietaria ya del Ejército del Aire y que aspiraba a hacerse con los cuerpos represivos) especializada en juegos de conflictividad social y guerrilla urbana.
El rey tiró de la pistola que llevaba al cinto y disparó contra la masa al grito de «¡Vuelve el bwana!» . Incompresiblemente, ese arma sí tenía munición y varios ciudadanos cayeron muertos como elefantes abatidos por un rifle de precisión.
Ya nada pudo detener a los hambrientos. Asaltaron la tribuna como leones enloquecidos y acabaron a dentelladas con el Gobierno y la Familia Real. El monarca pereció estupefacto. Lo que pensaba que era una performance se convirtió en su sentencia de muerte. Un minuto después de disparar contra la plebe, yacía muerto con la garganta abierta y un rictus de desconcierto en el rostro.
Los integrantes de las diferentes unidades militares que participaban en la parada no se atrevieron a intervenir, a pesar de que los mandos les ordenaron acudir en socorro de las autoridades. Hubo incluso soldados que acuchillaron a los jefes con las bayonetas y se sumaron a la orgía de sangre que tan confusamente se había iniciado.
Ese mismo día, la plebe hambrienta montó un cadalso en la misma Plaza de Colón. Con varias chapas provenientes del desguace de los vehículos que habían participado en el desfile, construyeron una rudimentaria guillotina, aunque muy efectiva. Por ella pasaron cuantos políticos, banqueros, financieros, obispos o cardenales fueron atrapados por la muchedumbre, que merodeaba desatada por toda la capital.
Durante tres días rodaron las cabezas, que luego eran recogidas por los niños y exhibidas por plazas y avenidas como trofeos de sus juegos infantiles.
Fue una locura, una orgía de sangre, un desenfreno enajenado… Pero desde ese día, el de la Victoria, el país funciona mejor. En eso está de acuerdo todo el mundo.
El día de la Victoria®2013 Francisco Galván