Revista Diario
Mañana 25 de junio se cumplen 20 años del último partido del Diego en la selección argentina. Transcurría el mundial USA 94 y los argentinos sabíamos que el equipo iba a ser el campeón del mundo. Estaba mejor plantado que en el épico Italia '90 donde, a fuerza de Goyco, de la velocidad del Cani y de la magia de un Diego en un 50 % debido a sus tobillos reventados, llegamos a la final y podiamos haber salido campeón tranquilamente.
Mañana, oh casualidad, la selección juega precisamente con Nigeria, aunque el equipo africano actual es una triste sombra de aquel equipo. A la Argentina le había costado pero la dupla Diego-Caniggia lo hicieron posible. Esa delantera soñada con el Batigol en su momento más vacunador y con un Diego Armando que se mostraba con la magia y la mística intacta. El final fue 2 a 1 y el mundo se detuvo en observar como una mujer vestida de enfermera conducía al Diego a un análisis y a un desenlace propio de una tragedia griega.
Precisamente siempre me lo imaginé así al Diego, como una representación de aquellos dioses de la mitología griega, tan maravillosos y mundanos, tan perfectos pero groseros cuando se involucraban en la vida mediocre de los simples mortales. Un dios controvertido pero innegable. El Diego es como Zeus, padre de los demas dioses, padre de un monton de semidioses desperdigados por el mundo. Antes de él no habia nada y despues de él si comparás te quedás corto porque los que lo siguen apenas heredan un par de atributos nomás. El Diego es todo: con sus virtudes y errores, es el ying y el yang, si falta una parte no es Maradona y no se lo puede amar. Apenas sería de un futbolista que te vende un shampoo para la caspa o posa con una latita de Pepsi. En el mundo matemático hay un solo 10 y sino preguntale a Paenza.
"Me cortaron las piernas"
De pendejo debo reconocer que era bastante maricón porque lloraba por cualquier cosa, pero las dos escenas significativas en las que lloré desconsoladamente fueron en la final de Italia 90 y en USA 94. En la final era un purrete de 9 años y con solo verlo al Diego putear a los tanos porque silbaban el himno y cómo lloraba al final del partido la injusticia recibida, no pude evitar compartir la bronca y el llanto. Será un nacionalismo banal pero en los noventa era lo más significativo al sentir patriotico. Me chupó un huevo jurar por la bandera y escuchar las historias de San Martín. El Heroe era ese de carne y hueso, de camiseta azul que lloraba por nosotros. En el mundial de Estados Unidos fue mucho más catastrófico, estuve días cabizbajo, indignado por el boicot. Nos habían cortado las piernas a todos. Era un duelo nacional. Ya me importaba un carajo si Argentina quedaba afuera en octavos, en semi o en la final misma. Ya no estaría el Diego.
Es el hijo pródigo de nuestra Patria, sintesis del ser nacional, qué tantos intelectuales trasnochados buscaron día tras día: en él se encierran todas nuestras contradicciones y genialidades. Si quieren saber nuestro ADN está en la muestra de orina que dejó el Diego aquel 25 de junio. No era efedrina, era una sustancia prohibida a los ojos de los mercachifles y los mercenarios. Era la magia del Diez.