Revista Cultura y Ocio
Caminado cerca del Amstel encontré, clavado en el tronco de un árbol, un cartel de Reward (Recompesa). Trescientos cincuentra euros para quien recuperara un gato de pelo rojo. Minutos después me topé con el gato de la foto (o uno similar). Nos va a salir el viaje gratis, M, gratis. El gato de pelo rojo se paró frente a mí desafiante, como un macarra de barrio, como diciendo: sí, ya sé que valgo trescientos cincuenta pavos, pero no va a ser tan fácil atraparme, y después desapareció bajo un coche. Me agaché para localizarlo y vi sus patitas moverse con pasos nerviosos. Huía de su supuesto captor con cierta chulería. Es un gato con clase, me dije, por eso vale tanto. Y enfrascado en el papel de detective de mascotas, tipo Ace Ventura, proseguí la búsqueda con más celo que nunca. Mientras el animal comía de una bolsa de basura rota, me fui acercando a él con cautela. Alerta ante cualquier leve movimiento, sintió mi presencia y alzó la cabeza para hacerse una idea de la situación. Misino, misino, le dije ingenuamente. Debió ser una alarma para él, pues huyó de nuevo bajo la hilera de coches aparcados. Pero no desistí: saqué de la mochila unas lonchas de queso que llevábamos para comer, junto a un excelente chorizo ibérico, y se las ofrecí como si se tratase de un perro glotón. El gato me prestó atención por primera vez. Ya está, me dije, ya lo tengo, nos va a salir el viaje gratis. Y mientras M hacía fotos al río, me dispuse a cogerlo por el pescuezo. Pero el felino era él, no yo. Volví a arrodillarme en el suelo para otear los bajos de los vehículos y vi que no había ido muy lejos. Desesperado, evalué la posibilidad de llamar al teléfono del anuncio para comentarle al dueño que tenía localizado al animal y poder negociar otro precio, tal vez más reducido que el que ofrecía por atraparlo, pero el animal pareció leerme el pensamiento. Lo asusté definitivamente y desapareció. Unos metros más adelante, mientras caminábamos hacia el Rijksmuseum, otro gato de pelo rojo se cruzó en mi camino. Y al instante otro más. Y luego otro. Y entonces me di cuenta de que esto le habría sucedido ya a otra gente igual de ingenua que yo, otros turistas que pensaron que les podría salir gratis el viaje. Ninguno nos dimos cuenta de que los felinos son más astutos que los hombres, y que los hombres no ofrecen trescientos cincuenta euros por un trabajo tan fácil.