Revista Cultura y Ocio
Hace algunos días recibí un mensaje, por linkedin, de un teniente de la policía de Atlanta. Yo nunca había recibido un mensaje de un teniente de policía, ni siquiera de un sargento, y mucho menos de Atlanta. Mi relaciones con las fuerzas del orden público se han limitado, hasta el momento, a ser multado por aparcar donde no debía y a soplar varias veces en el alcoholímetro, sin resultados de los que deba avergonzarme. Pensé que Kent, que así se llama el teniente, quizá estaba investigando las fechorías que había cometido en mi última visita a la ciudad, pero pronto me sacó de dudas: simplemente, quería saber si yo era el Eduardo Moga que él recordaba de sus años escolares, un estudiante de intercambio que había asistido, como él, a la Ridgeview High School, y que había sido portero del equipo de fútbol del colegio, donde él jugaba de defensa: éramos los Ridgeview redskins. La revelación me tranquilizó, y le contesté que sí: yo era aquel portero español que había protagonizado, con él y el resto del equipo, una temporada mediocre: cuatro victorias, un empate y cinco derrotas. El entrenador era el coach Chevannes, un jamaicano que tenía pinta de vivir en un permanente estado de estupefacción, quizá como consecuencia de lo fervorosamente que practicaba todavía las doctrinas rastafaris de Bob Marley. Chevannes había jugado en la selección nacional de su país. Si todos sus compañeros prestaban la misma devoción que él al maestro, no quiero ni imaginarme en qué estado salían a competir, ni el ambiente que debía de respirarse en el vestuario. Chevannes, además de enseñar a los norteamericanos en qué dirección habían de chutar el balón, cuando él mismo conseguía averiguarlo, era el profesor de carpintería del colegio. A él y a mis compañeros de equipo los conocí, en efecto, entre 1979 y 1980, cuando pasé un año en Atlanta como estudiante de intercambio de la organización internacional Youth for Understanding. Hoy, cuando todo el planeta está conectado por internet, y se pueden conocer todos los rincones del mundo por Google Maps, y hablar con cualquiera por skype, una experiencia intercultural como esa apenas llama la atención. Pero a finales de los 70, y en un país como España, que empezaba a asomar el morro de un atraso secular, pasar un año en los Estados Unidos, viviendo con una familia y estudiando un curso escolar en un colegio americanos, era el colmo del cosmopolitismo y un privilegio al alcance de pocos. Durante mucho tiempo, fue la principal experiencia de mi vida, pero, claro, conforme los años pasan, lo vivido se empequeñece en relación con un lapso temporal que no deja de agrandarse, y todo alcanza su justa dimensión: hoy veo mi estancia en América como un momento fascinante de mi adolescencia, que me deparó grandes momentos, aunque también alguna secuela indeseada: por ejemplo, me hizo volver a España convencido de que la vida internacional era lo mío y de que quería ser diplomático: por eso estudié Derecho, algo que, años después, se ha revelado un error, o más bien un aburrimiento. El año que pasé en Atlanta tampoco subsanó una de mis grandes carencias de entonces: ser virgen. A nuestra clase de solo chicos había llegado el año anterior un estudiante nuevo, que había sido también exchange student en los Estados Unidos -Palacios Iglesias, se llamaba: quería ser arquitecto- y cuyos relatos nos habían puesto los dientes (y no solo los dientes) largos a todos: había follado, y no solo eso: ¡lo había hecho dos veces! Yo había querido emular el ejemplo preclaro de Palacios Iglesias, pero, pese a la alegada liberalidad de las americanas, me había quedado en el umbral: ninguna, ay, accedió a mis solicitaciones. Pese a la molesta pertinacia de mi virginidad, me lo pasé muy bien en Georgia. Yo venía de una familia muy humilde, así que vivir un año en una casa, en medio de un bosque, con tres coches, tres televisores, todos los electrodomésticos imaginables (y algunos otros que ni siquiera sabía que existían) y un sótano en el que había una mesa de billar, y donde nos tumbábamos en pufs inmensos a escuchar a Bob Marley (aunque sin sus efusiones canábicas), me hizo sentir algo parecido a lo que los astronautas deben de experimentar al pisar la Luna. Conocí el país, aprendí otro idioma y, sobre todo, hice muchos amigos, que aún me duran. A Kent, el teniente de policía, debo confesarlo, lo había olvidado: iba dos cursos por detrás de mí, y allí, entonces, las relaciones entre cursos eran tan infrecuentes como en España. Pero a otros los sigo queriendo como entonces. También tuve dos familias: la primera se componía solamente de la madre, divorciada, y un hijo pequeño. Yo, según supe luego, había de constituir la compañía que para Tommy, el chaval, habían sido sus dos hermanos, ahogados en un terrible accidente de navegación con su padre en Florida. Aquel papel de tragedia griega -del que al principio ni siquiera era consciente- no me sentaba bien, así que decidimos disolver la sociedad, y pasé a otra familia, de cuyo hijo, Danny, era ya amigo en Ridgeview. La cosa funcionó ahí mucho mejor, aun con los roces propios de toda convivencia. Quise, y quiero, mucho a Danny y Anne, mis hermanos americanos, y también quise mucho a Nora, la madre de la familia, que falleció de cáncer hace nueve años. He comprobado que, en un momento determinado de la vida, a muchos de los que participamos en aquella experiencia nos asalta el deseo de saber qué fue de aquellos que fueron nuestros amigos, o nuestros novios o novias. Todos nos hemos dispersado por el mundo, pero las tecnologías de la comunicación permiten acercamientos impensados hace solo unos años. Así ha sucedido con Kent, con quien apenas tuve relación (y a quien sin duda no impresioné con mis paradas), pero en cuya memoria he debido de permanecer todos estos años, por alguna razón que no alcanzo a comprender, y que se ha mostrado encantado de intercambiar algunas frases digitales conmigo y de contarme, de paso, que es descendiente directo de Ramón Montsalvatge, fray Simón de Olot, un monje capuchino que militó en el carlismo y abrazó después el protestantismo, que le llevó a difundir la Biblia, a las órdenes del mismísimo George Borrow, don Jorgito el Inglés, y a pasar luego a los Estados Unidos, Colombia y Venezuela, donde, felizmente liberado del celibato católico, dejó hijos -alguno de los cuales debe de ser el tataratataratataratatarabuelo de Kent- y una feraz labor evangelizadora, que le sirvió, además de para ser perseguido por los buenos católicos de Barranquilla y Cartagena de Indias, para entrar en la Historia de los heterodoxos españoles, de don Marcelino Menéndez y Pelayo, en la que aparece como uno de los "protestantes fabulosos" que el ínclito polígrafo no sabía si considerar personajes históricos o de ficción. Pero esta necesidad de recuperar, siquiera fugazmente, a los amigos de aquella remota experiencia americana también la han sentido Daniel, un chileno que apenas sabía hablar inglés cuando lo conocí, que ahora es ciudadano australiano y dirige un hotel en una de las islas de los cayos de Florida; Elaine, la maravillosa ecuatoriana de la que no quise reconocer que me había enamorado, y que hoy, médica y divorciada, vive en Norteamérica con sus muchos hijos; y Susana, la más guapa del contingente español de estudiantes de intercambio de aquel año, 1979, con la que pasé unos días memorables en Los Ángeles, y que se casó, al volver, con el amor de su vida, pero que hoy, tras un proceso terrible de separación, está también divorciada. Todos me han escrito, por una u otra vía, en busca de noticias, y con Susana hasta llegué a encontrarme un día en Barcelona para tomarnos un café: sigue tan guapa como siempre, pero está mucho más triste. Se conoce que la melancolía nos puede a todos: la dolorosa constancia de que este viaje se acerca inexorablemente a su fin nos hace mirar, con una pasión desengañada pero aún ardiente, aquellas eminencias de luz que fueron nuestra ilusiones adolescentes, aquellos días en los que la muerte no existía, y todo era paz y conflicto y esperanza y virginidad.