Gerardo, disfrazado de Papá Nöel, paseaba de madrugada por las calles de una ciudad vacía. Todas las personas habían sido evacuadas con urgencia por el peligro de una explosión nuclear. Aún se sentía el aliento de las prisas, el vaho en las ventanas y los papeles de regalo volando por las esquinas seguidos por sus lazos de colores. Algunas puertas golpeaban contra sus goznes por un fuerte viento. Cinco grados bajo cero alimentaban el agua helada de una fuente enmudecida. Las verjas abiertas permitían a Gerardo entrar en cualquier propiedad privada sin forzar las cerraduras. En el interior de una de ellas sonaban villancicos navideños y un hámster giraba enloquecido en la rueda de su olvidada vida. Nadie se había acordado de él y en señal de protesta su ruedecilla chirriaba sin consuelo! . Gerardo la paró con el dedo, la observó con una mirada fría y cogió la jaula levantándola sobre su cabeza para arrojarla violentamente contra el tocadiscos.
El silencio se adueñó de la sala y él sonrió victorioso por su hazaña.
A las nueve de la noche, cuando todas las familias se reunieron junto a sus manjares y amigos, Gerardo hizo saltar las siete alarmas del reactor nuclear provocando el pánico y la huida. Por fin estaba solo. Tan solo como lo había estado las siete nochebuenas anteriores, siempre cambiando turnos para que los demás disfrutaran de sus noches entrañables.
Un ruido de pisadas le despertó de su gozo interno, y al volverse, un Papa Nöel panzudo y desgreñado le dijo : - Olvidaste cerrar la compuerta principal y los niveles de radiación superan ya lo permitido.
Dos horas después, el hámster murió patas arriba y Gerardo corría como un diablo desesperado por una carretera angostada y oscura seguido a corta distancia por un Papa Nöel armado con un cuchillo, que quería matarle por destrozar su única noche mágica.
La central explotó a las doce en punto del día de Navidad y Papá Nöel jamás repartió más regalos.
Texto: Laura Garrido Barrera