Amour se estrenó a principios de año en España. No la fui a ver al cine porque alguien me comentó que era muy dura. En aquel momento yo estaba viviendo la enfermedad de un familiar cercano y me pareció un acto masoquista meterme en una sala oscura a contemplar la enfermedad en crudo. Por lo tanto, no voy a hablar de su argumento, ni las interpretaciones, ni de la iluminación, ni de la ausencia de recursos sonoros, ni de la música diegética, tan sólo del “fuera de campo”.
Aunque, antes de seguir adelante, debería definir el concepto “fuera de campo”. El campo es lo que el espectador ve dentro del encuadre, lo que hay en el plano, vamos. Y el fuera de campo es todo aquello que el espectador recrea a partir del campo; espacios que ya hemos visto en la misma secuencia o en secuencias anteriores o espacios que no hemos visto pero que podemos intuir (por ejemplo: sabemos que tras la puerta de entrada a un apartamento está el descansillo, no la calle).
Haneke, gran experimentador, director de culto, profanador del canon, utiliza recursos maravillosos en sus películas, muchas de ellas aparentemente clásicas, al menos en cuanto al guión, y una de ellas es el juego del fuera de campo. Veamos cómo lo lleva a cabo en Amour:
Ya en la primera escena vemos el graderío de un teatro abarrotado de público. Por el sonido diegético sabemos que se trata de un concierto de música clásica. Cuando la composición finaliza el público aplaude. El plano es fijo y su escala lo sitúa en un plano general (PG). Teóricamente, y según la costumbre de la narración audiovisual, a la que nuestro ojo está acostumbrado, deberíamos ver en pantalla el escenario, con los protagonistas de la obra, y quizá también al público en contraplano, incluso planos cerrados del mismo, puesto que los protagonistas de la película se encuentran entre él. Sin embargo, sólo vemos un plano fijo de la audiencia. Por lo tanto, Haneke altera el orden natural de la narración para que sea nuestra imaginación la que reconstruya el espacio que no vemos, la escena donde está el punto de interés del momento, lo que todo el público (punto de interés del director) atiende.
Una vez los protagonistas entran en su apartamento, que como una guarida, se convierte en escenario único de la obra, escuchamos los diálogos sin ver a los personajes, o viendo sólo a uno de ellos perdido al fondo de un plano general cuya sensación de lejanía se acentúa cerrando el diafragma. Imaginamos, reconstruimos o fabulamos con lo que sucede en la habitación, cuya puerta está abierta, pero no podemos verlo. El cine, por lo tanto, adquiere en este momento una nueva dimensión narrativa llena de posibilidades.
Cuando la mujer enferma, primer giro del guión (previamente anunciado con un “abre de negro a…”), se establece un diálogo entre los dos protagonistas que, a pesar de su dramatismo, no vemos en plano-contraplano, sino en plano fijo que se escala sólo para ver a uno de los miembros. Este tipo de diálogo se repetirá varias veces a lo largo de la película y, generalmente, veremos la reacción del miembro que escucha. La realidad nos la presenta Haneke, por lo tanto, tan cruda, tan cotidiana, como el drama que nos cuenta.
No obstante, en ocasiones la cámara gira un poco o acompaña al protagonista para que podamos corroborar que fuera de campo hay un campo, quizá muy distinto del que habíamos imaginado.