Revista Ciencia

El futuro del programa espacial

Publicado el 14 febrero 2013 por Vigilis @vigilis
Hacer predicciones sobre el futuro de la exploración del espacio es doblemente complicado. Por un lado, las predicciones per se son dificiles de hacer: aunque se estudien tendencias, cuanto más alejada en el tiempo sea la predicción, más variables no tendrá en cuenta. Por otro lado, la exploración del espacio (a partir de aquí, programa espacial) ha tenido una evolución quebrada, retorcida y con muchos pasos atrás.
Desde que se comienzan a estudiar los cohetes de forma seria hasta que los americanos colocan al primer hombre libre en el espacio, pasan casi dos décadas. Dos décadas caracterizadas por una carrera espacial entre las dos mayores potencias: el prestigio, la supremacía militar y la capacidad de crear nueva tecnología producían una competencia que aceleraba las ansias de contar con un programa espacial robusto. Desde que JFK plantea colocar al hombre en la Luna, hasta que el Águila lo hace realidad, pasan menos de nueve años. En menos de nueve años se pasa de no saber casi nada del viaje a la Luna, a enviar con seguridad a un par de astronautas. La gente en los años sesenta tenía que pensar que todo era posible. Con razón antes los estudiantes se abalanzaban motivados sobre las matemáticas, la física, la ingeniería... «Hacer cosas». Cosas de metal y que hacen ruido. Cosas con lucecitas parpadeantes. Cosas con ruedas, palas o alas.

El futuro del programa espacial

¿Os acordáis de cuando nos decían que el futuro iba a molar?

A finales de los sesenta, el optimismo tecnológico estaba fundado. No era ninguna tontería pensar que la primera colonia lunar se fundaría en los ochenta y que en el albor del nuevo milenio crecieran las primeras algas hidropónicas en la superficie marciana. Por Dios, en menos de nueve años pusimos a un fulano en la Luna, ¿cómo pensar lo contrario?
Y sin embargo, a comienzos de los setenta, todo se fue al garete. ¿Quién podía prever que se iba a tirar a la basura el programa Apollo? ¿Cómo justificar que un programa que hoy costaría 150.000 millones de dólares iba a ser descartado como un trapo viejo? Racionalmente, una alternativa mejor justificaría el abandono de la ambiciosa misión de exploración espacial. Pero no hubo una alternativa mejor.

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Lo arruinaste todo, patán (Foto: STS-134).

El transbordador espacial comenzó a diseñarse a finales de los 60 con la premisa lógica de tener un vehículo reutilizable para reducir los costes del programa espacial. Sólo su diseño llevó el doble de tiempo que enviar al hombre a la Luna y desde luego, cuando comenzó a operar se comprobó que resultaba mucho más caro de lo que se esperaba. El vehículo era reutilizable, sí, pero para ello necesitaba un mantenimiento que disparaba los costes. Los vehículos desechables, paradójicamente, resultan más baratos. Ahí tenéis a los rusos con la Soyuz. Llevan 50 años con básicamente el mismo aparato. E incluso los taikonautas comienzan su programa utilizando diseños basados en la Soyuz. Emplear lo bueno conocido no sólo es una premisa conservadora, es también un principio de ingeniería.
Pero hoy parece que la ingeniería ha retrocedido. En la intrincada red que forman las ciencias y la técnica, parecen tener más demanda aquellas discilpinas relacionadas con los procesos de información, en lugar de aquellas relacionadas con la plasmación y creación. Como hemos descubierto que dedicar más recursos al análisis y diseño ahorra costes en la implementación y pruebas, parece que hay una especie de hiperespecialización en las primeras fases de los ciclos de desarrollo. Parte de la culpa la tiene la informática. Hoy es más seguro y barato realizar simulaciones que construir un motor gigantesco y tenerlo encendido durante horas. Básicamente se evita el riesgo de explosión. «Se evita el riesgo». Como si el riesgo no existiera. En esta nueva época espacial, la explosión del Challenger o del Columbia demuestran que el riesgo sigue existiendo. Pero hacemos como que no. Huerfanitos de astronautas en la tele no ayudan a ganar unas elecciones.

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«¿Telemetría? Check. ¿Lucecitas parpadeantes? Check. ¿Poner brazos en jarras? Check. Estamos listos, jefe».

Históricamente, la NASA ha cargado con la mayor parte del esfuerzo presupuestario del programa espacial. Poniendo las cosas en perspectiva, es necesario decir que los programas Mercury, Gemini y Apollo se llevaron gran parte del pastel (aprendimos cosas y les dimos una bofetada a los ruskis). A partir de comienzos de los 90, el presupuesto de la NASA ha sido bastante estable (pon unos 20.000 millones de dólares al año). Desde luego que la aparición del mercado privado y de otras potencias como Japón o Europa (los chinos todavía van a pedales traduciendo cosas del ruso) hará que en las siguientes décadas, aun manteniendo el presupuesto de la NASA estable, haya más recursos económicos disponibles para el inevitable paso siguiente de la humanidad.
Bien. Dejando esta nueva inyección monetaria aparte, para ser conservador y además no tener que buscar datos de muchas fuentes, me centro en el dinero de la NASA. Si el programa Apollo costó unos 150.000 millones y cada año hay 20.000 de presupuesto... podemos hacer un programa Apollo cada siete años y medio. La cosa se pone calentita si tenemos en cuenta que en los programas de la NASA hay un tercio del dinero que no se emplea en el vuelo espacial. Recordemos que durante la Era Dorada se llevaron a cabo los programas Pioneer, Surveyor, Mariner, Viking... Investigación científica pura, desarrollo tecnológico en ramas como la ingeniería de materiales, la óptica, la química, la geología, la física, la aeronáutica, las comunicaciones... en definitiva, lo que entendemos como «ciencia espacial» y todas sus aplicaciones a nuestra vida diaria.

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Rover lunar del Apollo XV (1971). Fabricado por la Boeing y GM.

Está claro que recuperar Apollo hoy en día carece de sentido. La miniaturización, la capacidad de computación, los avances de la estancia prolongada en el espacio y un sinnúmero de avances en diversos campos harían que la nueva misión Apollo fuera radicalmente distinta. Se podría hacer con menos combustible y con más tripulación. Duraría más tiempo y tendría a cambio un precio más ajustado (medido en kg/$). Pero ese sería el camino. Si se trata de recuperar la exploración humana del espacio, hay que volver a la Luna. Una gran estación espacial no es el objetivo (en serio, ¿sales al espacio y te quedas flotando? ¿estás tonto?).
Y para eso estaba (gracias por nada, Irak) el Programa Constellation. Si la nave Apollo -los tres módulos unidos- tenía una masa de unas 47 toneladas (que ponía en órbita el maravilloso Saturno V), el Ares V podría poner en órbita 65 toneladas. Eso significa más astronautas por misión, con más herramientas y más víveres para misiones más largas.
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Lo triste es pensar en las casi cuatro décadas que hemos perdido. Eso sí, se me ocurre que ahora ya «no hay prisa» (lástima!) y los desarrollos previos se pueden hacer con más calma (y con un montón de simulaciones informáticas que nos eviten funerales). Así, tras un paréntesis de 40 años de retraso, volveremos a pisar la Luna. A partir de aquí hay dos opciones:
1.- Centrarse en construir una colonia lunar.
2.- No centrarse en la colonia lunar y mirar a Marte.
La nueva política espacial de Obama, pretende una misión a Marte para finales de 2030. Con eso y a falta de que los yanquis elijan a un presidente republicano en 2016 que vuelva a proponer un programa molón («hacer cosas»), nos podemos ir olvidando de la colonia lunar durante la primera mitad de este siglo.
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Tratando de sacar el máximo rendimiento a cada euro invertido en la ISS, no estaría mal que cuando finalice su vida útil (que será en concurrencia con las misiones a la Luna), se lleve la ISS a la órbita lunar y de algún modo se despiece para ayudar en la construcción de una pequeña, obamita y poco ambiciosa base lunar. Una vez ejecutado el mayor gasto de las primeras fases de desarrollo, parte del presupuesto se quedaría para continuar las misiones a la Luna (relevo de selenitas, aprovisionamiento, turismo, etc), pero otra gran parte del presupuesto se podría dedicar a alejarnos mucho más de la gente que odia el espacio (—es que queremos escuelas públicas. —Anda ya, roja, con lo que molan las naves espaciales).
Se calcula que una misión a Marte hoy necesita una masa de 500 toneladas. Eso son seis lanzamientos del Ares V. Casi 18.000 millones de dólares. Como las ventanas de lanzamiento abren cada dos años y pico, podríamos calcular un coste de 9.000 millones al año (menos de la mitad del presupuesto de la NASA). En la década de 2030 podría haber cinco misiones a Marte (manteniendo las misiones a la Luna e incluso quedando dinero para visitar algún asteroide errante. La búsqueda de exoplanetas no la menciono porque en comparación cuesta menos que invitar a Calatrava a un café bebido).
Incentivo político
La exploración espacial, lamentablemente, es una cuestión política. No es técnica. Digo lamentablemente porque entiendo que es complicado explicar a políticos analfabetos el concepto «retorno de la inversión en el largo plazo». Aunque al ser una cuestión política tiene un punto a su favor: ¿y si existen incentivos políticos para la exploración espacial? Se me ocurre que por ejemplo a la Unión Europea le interesa poner en el mismo barco a todos los países y tener algo en común más allá de una triste historia de guerras brutales.
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Una misión europea a la Luna, en colaboración con la NASA y empresas privadas puede ser una bendición para los eurócratas. A día de hoy la Agencia Espacial Europea dedica a la exploración espacial la quinta parte de lo que lo hace la NASA. Por su parte, Rusia, que gasta dinero en cosas muy raras, puede poner a trabajar a su legión de ingenieros-esclavos durante 25 horas al día y con algunos cacharros llegar a la Luna para luego cobrar a los millonarios estancias en zulos.
Una carrera espacial... privada
Lo más probable es que no haya un escenario de carrera espacial sino más bien esfuerzos conjuntos que hagan muy baratas las misiones. El precedente de la ISS es reseñable en este aspecto. En este sentido, es de esperar que en la Luna se reproduzca a pequeña escala lo que sucede en la Antártida: aunque los países se lleven mal, en entornos difíciles, la gente que no es de letras suele colaborar.

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Un Falcon 9 despega de Cabo Cañaveral.

Esta situación puede cambiar ostensiblemente si se produce una singularidad tecnológica (que baje drásticamente los precios de la energía, el personal o los materiales). O bien si encontramos en la Luna ciertos materiales útiles que ya no encontramos en la Tierra a un coste razonable. En ese caso, no es una locura aventurar que un programa privado de multinacionales puedan embarcarse en proyectos conjuntos de minería (¿las diez mayores empresas de telecomunicaciones y energía del mundo no pueden poner 3.000 millones al año sobre la mesa?). Para apoyar esta tesis, tengamos en cuenta los estudios que indican una mayor eficiencia de la empresa privada frente al sector público. Sensu contrario, la empresa privada mira el largo plazo con mayor recelo que los países serios.
¿Y más allá de Marte?
Como dije al principio, prever a muy largo plazo se confunde con soñar. Desde el punto de vista de la ingeniería, los pasos futuros se darán de forma incremental y ajustados a presupuesto. El siguiente paso lógico después de Marte es el cinturón de asteroides. Hasta ahí se pueden prever razonablemente las cosas en términos de tecnología y dinero. Más allá, hay que contar con otro tipo de tecnología de la que no disponemos hoy (a no ser que seamos rusos y la vida de los astronautas nos de igual), pero el consenso científico indica que el siguiente escalón sería el sistema joviano (y ya no estamos hablando de superar el reto de llegar en un plazo de tiempo razonable, sino de afrontar el tema de la radiación, la falta de luz solar, etc).
Superar el escalón que supone el sistema joviano significará la puerta abierta para salir del sistema solar con una misión tripulada. Con Alpha Centauri a 4,5 años luz, necesitamos mucha velocidad y energía... y simular la gravedad y probablemente saltarnos las leyes de la inercia. Pero eso ya son cosas que, en ausencia de una singularidad tecnológica, se las dejamos a los nietos de nuestros nietos (si es que sobreviven a la Época de las Bombas Atómicas y la moda punk-decadente que la acompañará).

El futuro del programa espacial

Ah, el futuro. Cualquier locura es posible en el futuro.


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