En estos días de Semana Santa, quiero rescatar una película sobre Jesús de Nazaret especialmente gozosa y atractiva: “El hombre que hacía milagros”. Realizada por Stanislav Sokolov y Derek Hayes, la cinta recoge algunos hechos de la vida de Jesucristo, pero con una factura original a partir de figuras de plastilina, y también con una estructura muy imaginativa. Sus diálogos y pasajes archiconocidos son traídos aquí con una libertad que da a las situaciones un aire de espontaneidad, pero a la vez respetuosas con las fuentes de los Evangelios. Las figuras de plastilina sirven para el momento presente y superan con brillantez el escollo de inexpresividad que podían tener unos simples muñecos, mientras que los dibujos planos en dos dimensiones utilizados para los recuerdos o para algunas parábolas tienen la fuerza de los rasgos simples y vigorosos.
Pero lo que más me llamó la atención la primera vez que la vi fue el tono amable y humano que se da a una historia conocida por todos, y especialmente el gran acierto que supone servirse del personaje de Tamar –la hija pequeña y enferma de Jairo– como hilo narrativo que galvaniza toda la historia, pues su mirada inocente y sencilla impregna de un sentido entrañable toda la historia. El guión nos la presenta en Séforis de Galilea junto a su padre, cuando van a visitar a un galeno que pueda curarla… para oír allí hablar por primera vez de un tal Jesús, al que ven tratando con afabilidad a niños y mayores que se agolpan en torno a él. Las calles respiran la actividad y el alboroto de los comerciantes, y también el desprecio a los marginados o a una prostituta conocida como “la loca de Magdala”. Entonces se produce un encuentro entre esa niña de alma pura y ese hombre de mirada cálida y buenos modales, siempre solícito con quien se le acerca y contrario a la violencia. Es el comienzo de una larga amistad… y de casi una hora y media de contemplación del misterio del Cielo en la Tierra.
La puesta en escena nos recuerda a veces a los Belenes más tradicionales de la cultura mediterránea pero con complejas coreografías de hasta 260 personajes en planos generales, mientras que las figuras de plastilina tienen un toque dulce a lo Salzillo y sus movimientos son capturados por un elaborado proceso de animación fotograma a fotograma, y la fotografía nos da toda la luminosidad que necesita “la historia más grande jamás contada”. Hay acoso y envidia de fariseos y saduceos, arrepentimiento y angustia de individuos necesitados, muestras de cariño de amigos como Lázaro y sus hermanas, milagros como la multiplicación de los panes o la pesca en la barca de Pedro… y también un beso traidor y unos momentos de angustia, para después morir y resucitar por todos los hombres. Pero sobre todo y más allá de sus enseñanzas y palabras, la película nos transmite un sentimiento de humanidad y acogida, un espíritu de buen humor y de voluntad positiva por construir un mundo mejor… que se erige como el principal valor de esta vida de Jesús, bien aderezada con una música popular judía en donde las notas de viento y cuerda aportan la ternura y calidez necesarias para esos días de fiesta en compañía de Jesús.
El equilibrado y bien articulado guión hace que veamos la historia como un relato único y no como una sucesión de escenas concatenadas, con una admirable transformación de las figuras de plastilina en dibujos planos y viceversa (un ejemplo claro es la escena de la Magdalena y la expulsión de sus demonios), y con excelentes transiciones de la vida real a las enseñanzas ilustradas didácticamente a sus discípulos y al espectador. Hay fluidez narrativa y naturalidad al presentar a los personajes, y también un excelente trabajo de doblaje gracias al sistema de articulación y sincronización labial, tanto en su versión original (Ralph Fiennes da voz a Jesús, y también participan Julie Christie, Ian Holm o William Hurt) como en la traducida al castellano: la manera en que Jesús se mete en la barca y en la vida de Pedro, el carácter fuerte de éste o el espíritu atormentado y zelote de Judas… dan cuerpo y credibilidad a unos personajes que dejan de ser muñecos de plastilina y casi son de carne y hueso. También es un acierto el recurso de identificar a Cleofás y Jairo como los discípulos de Emaús (aunque no sea ortodoxo)… y el traer de nuevo a Tamar al encuentro con Jesús camino de la Cruz… Es cierto que la presencia aquí de la Virgen María es casi nula, que su mirada de ternura maternal y su función de mediadora –decisivas en la película de Mel Gibson– están ocultas… pero es que sus directores han querido que esa sintonía y comunicación de Jesús con los hombres se concretase aquí a través de una niña necesitada y con corazón puro.
Sin duda, estamos ante una cinta muy didáctica y catequética, amable y sin gravedad en el modo de presentar los hechos, y por tanto una buena propuesta para los más pequeños –aunque muy válida para mayores–, pero también es indudable que se trata de un trabajo muy artístico y con un humanismo que trasciende el que retratara Pasolini en su “El Evangelio según San Mateo” porque “El hombre que hacía milagros” no deja a sus personajes tristes y con la mirada gacha sino que les da luz y optimismo… porque cada uno es mirado desde el Cielo con cariño. Por eso, el Jesús que Sokolov y Hayes nos presentan es humano y divino a la vez: llora a Lázaro como el amigo muerto o recuerda a Juan Bautista sus juegos de cuando eran niños, se opone a la violencia contra la prostituta o enseña lo que es el Reino de Dios… pero también hace milagros y resucita él mismo. Con todo, su figura se hace muy cercana y atractiva para Tamar –y para el espectador–, porque se ha producido el encuentro de dos miradas y de dos almas inocentes… entre el Cielo y la Tierra.
En las imágenes: Fotogramas de “El hombre que hacía milagros” © 2000 Icon Entertainment International. Todos los derechos reservados.