Mi vida está marcada por dos canciones. Una resulta evidente. Mi madre jura y perjura que no me llamó Noelia en homenaje a Nino Bravo, pero yo no me lo creo. ¿Quién conocía ese nombre antes de que él lo cantara? ¿Y por qué hay tantas chicas de mi edad que se llaman así? ¿No será que la cancioncita en cuestión lo puso de moda?
Ella dice que si hay una canción que le inspiró a la hora de bautizarme ese tema fue Penélope. Que a punto estuvo. A puntito. Pero le faltó valor. Mi tía le decía que los niños en el colegio iban a llamarme "Pene" y mi madre, que es muy mirada, se echó atrás y cambió de idea –luego me llamaron "bola de sebo" y "repollo con lazo", así que no sé muy bien con cuál de los tres escarnios quedarme; el primero, al menos, da placer si se sabe usar en condiciones–.
Odié Noelia durante años. Cada vez que alguien me preguntaba mi nombre terminaba tarareando la cancioncita y huelga decir que ninguno de los intérpretes improvisados le llegaba a Nino Bravo ni al bajo de los pantalones de campana. Penélope no lo descubrí en la voz de Serrat, sino en la versión que grabó Miguel Ríos en El gusto es nuestro, pero me conquistó, y me rebelé contra mis progenitores por no haberme puesto tan mitológico nombre –sí, sí, a Penélope no la inventó Bardem, sino nuestros tatatatatatatarabuelos griegos–.
Durante mucho tiempo creí que esa canción la había compuesto el gran Joan Manuel, igual que Lucía, uno de mis temas favoritos, por el que no dudaría en llamar así a una futura e improbable hija, pero el domingo descubrí que el padre de Penélope, igual que el de Noelia, era Augusto Algueró, que subió a la España sesentera en una Tómbola, la llenó de chicas ye-ye y la puso a confesar Te quiero, te quiero, porque desde que estoy Contigo, contigo la vida es de otro color.
Algueró ya no está, pero las teclas de su piano dejan nuestra memoria musical llena de historias inolvidables, de melodías dulces, alegres. De notas con sabor a nostalgia. Porque cualquier tiempo pasado fue mejor si suena a ternura.