Revista Expatriados

El hombre que quiso reinar (1)

Por Tiburciosamsa
El hombre que quiso reinar (1)
A menudo las dinastías reales se terminan con un vástago inútil al que la Historiaarrolla sin piedad. El último de los Austrias españoles fue Carlos II, un retrasado mental que no aprendió a hablar hasta los 8 años. Del último zar de Rusia, Nicolás II, se puede decir que fue buen marido y buen padre de familia, porque lo que es como gobernante… Luis XVI de Francia ni se enteró de que la Revolución Francesale estaba estallando debajo de sus regias narices. El último emperador de la dinastía manchú, Pu Yi, no desentona nada entre toda esta panda.
Leyendo las memorias de Pu Yi, uno se da cuenta de que era un incompetente y un egoísta, carente de empatía, al que obsesionaba la idea de llegar a reinar. Si ésta es la imagen que da el propio Pu Yi de sí mismo, imaginémonos lo que dirían sus enemigos.
Fueron el azar genético y la ambición desmesurada de la Emperatriz ViudaTzu Hsi los que colocaron a Pu Yi en el trono imperial chino antes de que hubiera cumplido los tres años.
El 13 de noviembre de 1908 Tzu Hsi convocó a Palacio al Príncipe Ch’un. Llevaba diez días enferma y había tomado una decisión clave: quería designar a un nuevo heredero y había pensado en su hijo de dos años, Pu Yi. Ch’un sería Príncipe Regente y tendría que consultar todas las decisiones con la Emperatriz.¡Faltaría más! La elección era atinada: Ch’un era un buen hombre sin ambiciones políticas, más interesado en estudiar que en mandar.
La Emperatrizmostró que tenía un manejo de los tiempos políticos prodigioso. El 14 de noviembre de 1908 murió repentinamente el Emperador Kuang-hsu, un buen hombre que a finales del siglo XIX había intentado modernizar China y al que Tzu Hsi había quitado cualquier sombra de poder real desde el verano de 1898 para que no tomara iniciativas tan peligrosas como las de construir ferrocarriles o dotar a China de una armada moderna. Ha quedado establecido que fue envenenado y, como en las buenas novelas policíacas, tenemos tres sospechosos principales: el General Yuan Shih-kai que tenía motivos para pensar que Kuang-hsu no sería demasiado amable con él si Tzu Hsi desaparecía, y le dejaban finalmente reinar, el eunuco Li Lianying, por motivos semejantes a los Yuan Shih-kai, y la propia Tzu Hsi que sabía que su vida se terminaba, quería reinar después de muerta y se temía que Kuang-hsu deshiciese todo lo que ella había construido (destruido más bien).
Al día siguiente falleció la Emperatriz. Mientrasque posiblemente la muerte de Kuang-hsu no le pilló por sorpresa (es mi sospechosa preferida), la suya propia sí que debió de sorprenderla. Me imagino la cara de tonta que debió de quedársele: lo había dispuesto todo para mangonear unos cuantos añitos más, ahora sin el plasta de Kuang-hsu, y hete aquí que la Parcatenía otros planes para ella.
Pu Yi fue entronizado el 2 de diciembre. La ceremonia fue larga y tediosa y en un momento dado Pu Yi no pudo aguantar más. Se puso a llorar y a gritar que no quería estar allí, que quería volver a casa. Su padre trató de consolarle diciéndole que no llorase y que aguantase, que pronto terminaría todo. Los asistentes encontraron todo aquello ominoso: ¿qué era lo que terminaría pronto? Lo que terminó pronto resultó ser la dinastía manchú. A finales de 1911 se instauró la república.
Pu Yi ni se enteró de que ya era emperador sólo de nombre. A cambio de salir de la escena de manera pacífica, se le ofrecieron unas condiciones muy generosas que quedaron registradas en los denominados “Artículos para el Trato Favorable al Gran Emperador Ching después de su Abdicación.” Básicamente los artículos establecían que Pu Yi podría seguir gozando de los privilegios imperiales, a cambio de renunciar a ejercer el poder. O sea, había conseguido el Gran Chollo: vivir como un emperador sin tener que preocuparse del rollo ese de gobernar. Pu Yi no lo vio así y se pasaría el resto de sus días anhelando que le dejasen reinar un poquito.
En sus memorias Pu Yi refleja que tuvo una infancia bastante peculiar, aunque no parece que le incomodase demasiado. Le trataban como a un emperador y nunca mejor dicho: sus profesores no le examinaban y tampoco le castigaban (cuando cometía un error siempre expulsaban a uno de los otros tres alumnos que asistía a las clases con él); en un solo mes se gastaron más de 2.000 dólares de plata en vestirle y en hacerle entre otras cosas once chaquetas de piel; en sus desplazamientos al Palacio de Verano la policía cortaba las calles y le acompañaba toda una caravana de vehículos; cada vez que lo pedía, le contaban cuentos y sus favoritos eran aquéllos en los que los espíritus intentaban ganarse los favores del emperador (o sea, él), porque eso le mostraba lo guay que era.
Aparte del gustirrinín que da que te traten distinto porque eres excelente y te lo mereces, Pu Yi descubrió el placer de dar órdenes. Poder decirle a un hombre treinta años mayor que tú que se quede en silencio y en posición de firmes. Saber que estás cabreado y, para que se te pase, puedes ordenar que azoten a un eunuco porque sí. Comprobar si alguien es obediente, ordenándole que se coma una caca del suelo y viendo cómo efectivamente se postra y se la come. No obstante, a medida que se iba haciendo mayor, fue comprendiendo que sus órdenes eran minucias, que el verdadero poder, el de decir que este país se vaya al carajo porque me sale de los cataplines, estaba en manos de los políticos republicanos, sobre todo en las manos de Yuan Shih-kai.
El entorno de Pu Yi se pasó toda la segunda década del siglo autoengañándose con la idea de que la restauración imperial estaba a la vuelta de la esquina. Pu Yi describe abundantemente ese estado de ánimo: “Cuando 1914, el tercer año de la República, comenzó había la sensación de que éste sería el año de la restauración. Una cosa tras otra hacían que los leales a los manchúes se fueran excitando: Yuan Shih-kai había sacrificado a Confucio, había vuelto a utilizar los títulos administrativos feudales, había establecido un instituto para escribir la Historia oficial de los manchúes y había promovido a antiguos oficiales manchúes.(..) Otros escritores también estaban abogando por una restauración manchú y se decía incluso que había un bandido en Szechuan conocido como el Hermano Decimotercero, que vestía un traje cortesano manchú e iba en una litera verde cubierta de lana con todos los aires de un alto funcionario de la dinastía difunta, esperando que le tocase su parte en los frutos de la restauración.” En todos estos afanes restauradores, Pu Yi era un convidado de piedra. Se hacía eco de los rumores y las cábalas de segunda y tercera mano que le llegaban, pero él mismo no daba un paso ni se ponía en marcha. Pasivo y completamente incompetente para los temas políticos (y no sólo para ésos), Pu Yi parecía esperar que otros le meneasen el árbol para que la castaña del poder imperial le cayese en el regazo.

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