Revista Cultura y Ocio

El incendio de la Sierra de Gata

Por Eduardomoga
Me resulta extraño hablar de Hoyos y de la Sierra de Gata cuando no estoy allí. Es un mundo distante y distinto, que me proporciona algo así como una sensación fetal. Es una paradoja: en aquellos paisajes tan amplios, tan abiertos, me siento protegido, envuelto por una membrana de cielo y de serenidad. Más difícil se me hace todavía cuando se debe a causas tan trágicas como las que han azotado estos días, y aún siguen azotando, al pueblo y la comarca. Los incendios no son extraños en la Sierra. De hecho, no lo son en el bosque mediterráneo, donde constituyen un mecanismo natural de limpieza y regeneración. Los habitantes de Hoyos y de los pueblos de la región están acostumbrados a convivir con el fuego y a pelear con él. Recuerdo la primera vez que pasamos por el puerto de Perales: Ángeles recordaba, a su vez, cuando era niña y aquel monte estaba cubierto de árboles. Entonces lo veíamos con grandes zonas peladas, marrones, o aún con cadáveres de árboles, los únicos seres vivos que mueren de pie. Sin embargo, una cosa son las formas que tiene la naturaleza de pervivir, aprovechando los rayos o las combustiones accidentales, aunque nos parezcan contradictorias, y otra, los incendios causados por el hombre, bien por negligencia, bien y esto es lo criminal por mala fe. En los incendios forestales sobrecoge la enormidad del daño que puede producir un acto tan minúsculo como encender un fuego. Ese gesto de alguien, desidioso, perturbado o delincuente, destruye casas, arrasa negocios, liquida ecosistemas milenarios, acaba con paisajes que constituyen el mundo de muchas personas, y hasta mata gente. Todo por una cerilla encendida y un poco de gasolina, si es que eso es lo que se utiliza para darle candela al bosque. Si alguien lo hace porque está enfermo y no puede evitarlo, como el cleptómano no puede evitar robar, hay que refrenar la indignación y disponer lo necesario para que esa persona sea tratada o internada en una institución adecuada. Hasta cabría expedir una orden de alejamiento (del bosque), como se hace con los maltratadores, y velar por que se cumpla con instrumentos electrónicos. Si el culpable de la catástrofe es solo alguien que pretende beneficiarse del hecho de que el bosque haya dejado de ser bosque, o por cualquier otra razón económica, también hay que refrenar la indignación (que nos impulsaría a muchos a atarlo al tronco de un árbol del bosque que hubiera incendiado, para que contemplase desde bien cerca su obra), pero no hay que tener ningún miramiento en aplicar la ley, ni en endurecerla, si es preciso: muchos años de cárcel evitarían que ese individuo estuviera en condiciones de hacer daño otra vez. En este sentido, el gobierno tiene una responsabilidad esencial: impedir que los incendios enriquezcan a quienes los perpetran: si desaparece el móvil, no debería producirse la fechoría. Pero el gobierno actual hasta noviembre, al menos; ah, que pasen pronto estos meses ha propuesto al Congreso, y este ha aprobado, gracias a la mayoría del Partido Popular, una nueva ley de Montes, que elimina las restricciones establecidas por la ley anterior, de 2003, a la recalificación de terrenos quemados. En España no aprendemos: hemos sufrido una gravísima crisis económica, cuyas consecuencias aún duran, debida, en buena parte, a la burbuja inmobiliaria y a una situación de endeudamiento general derivada de la expansión constructiva. Pues bien, cuando empezamos a ver la luz al final del túnel, volvemos otra vez a la economía del ladrillo: pueden recalificarse los terrenos quemados (igual que, en su momento, la ley del Suelo, aprobada bajo el gobierno de José María Aznar, permitía a los ayuntamientos recalificar todo el suelo de que dispusieran), se relajan o suprimen las limitaciones a la construcción en la costa dispuestas por la ley de Costas, y, en general, se aprueban normas y promueven iniciativas para facilitar la actividad inmobiliaria. Algo así no es solo idiota: es indecente. Estos días Ángeles y yo hemos seguido, consternados, el incendio de la Sierra de Gata. Veía, en la imaginación, los paisajes que tanto hemos recorrido y que tanto hemos disfrutado, y que consideramos tan nuestros como cualquier extremeño, y me retorcía pensando en cómo quedarían después de la catástrofe y en cuánto se tardaría en recuperar lo perdido: árboles, bienes, sosiego. Hoyos ha sido incluso evacuado, y he leído en la prensa que la gente y los animales corrían por la calle asustados, sin saber muy bien a dónde ir, aunque muchos no podrían hacerlo: en el pueblo hay mucha gente mayor. Asusta pensar en su confusión y su miedo. Era casi inconcebible que las llamas alcanzaran el pueblo y lo arrasaran, pero he llegado a pensar que podría suceder: la mancha del fuego, en los mapas consultados por internet, rozaba el núcleo urbano. Parece que, después de tres días nefastos, el trabajo de los bomberos llegados de Portugal y varias comunidades autónomas está dando sus frutos, ayudados por que el viento haya amainado. No sé lo que nos encontraremos cuando volvamos en diciembre, aunque supongo que muchas hectáreas carbonizadas y gente todavía conmocionada. Por suerte, aún tendremos casa. Yo sigo invitando a mis amigos a que vengan a Hoyos y pasen unos días con nosotros. Es una comarca muy hermosa, y no pienso dejar que un incendio de mierda acabe mi felicidad.

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