Cuando todos creíamos que la errática dispersión del arte contemporáneo había agotado por completo el repertorio de sorpresas que nos prodiga el mundo del arte, un grupo de 130 artistas plásticos apoyados por críticos, curadores y teóricos organizó la muestra titulada: "El arte con Cristina, hoy más que nunca".
El objetivo, dicen los promotores de la idea, es apoyar la reelección de la actual presidenta argentina, “porque queremos la consolidación de este modelo de país, que está de acuerdo a nuestros primeros sueños y que suma las posibilidades de igualdad, inclusión, desarrollo económico y justicia social para todos”.
Lo primero que se me ocurre frente a la singular y creo que inédita iniciativa es que no hay nada objetable, por supuesto, en el hecho de anunciar simpatías o apoyos políticos hacia cualquier candidato, programa o “modelo” de gobierno, porque en un país democrático todos los ciudadanos tienen el derecho de expresar sus ideas y de sumarse a los colectivos que los representan.
Salvada la impecable legitimidad del recién nacido kirchnerismo artístico, también debo decir que en este caso particular los cultores de la unidad y la fraternidad podrían, tal vez, deplorar el hecho de que “El arte con Cristina” supone la existencia de una vertiente tácita, contracara de la anterior, que se podría llamar: “El arte sin Cristina”, lo que daría lugar a una ampliación de la inevitable dicotomía entre los que están a favor y los que están en contra.
Ejemplo de lo segundo es mi propia reacción: cuando escucho que alguien expresa su fe en: “este modelo de país, que está de acuerdo a nuestros primeros sueños y que suma las posibilidades de igualdad, inclusión, desarrollo económico y justicia social para todos”, no puedo menos que admirar la candorosa credulidad de las personas que se rinden ante el dulce sonido de los enunciados y las intenciones, y no prestan la debida atención a las cifras y los hechos, que son siempre mucho más confiables que las palabras.
Y las cifras y los hechos me dicen que durante la gobernación de Kirchner en Río Gallegos fueron anuladas la justicia y la prensa independiente, se falsificaron alevosamente las estadísticas y se usó el dinero público para comprar la lealtad de empresarios, políticos y organizaciones sociales, mientras la fortuna de la familia Kirchner crecía con una velocidad que nadie puede explicar.
Los hechos y las cifras también me dicen que el broche de oro del oportunismo y la falsificación de la Historia llegó con la presidencia de Néstor Kirchner, apoyada en el discurso antidictadura y de defensa de los derechos humanos, fabricado y legitimado por muchos laboriosos intelectuales de izquierda, interesados en llevar agua a su molino sin importarles cuál fuera la fuente.
Sin embargo, en descargo de los ciudadanos crédulos y esperanzados, quiero dejar constancia de una sospecha.
En realidad, los kirchneristas no creen en el relato que presenta al kirchnerismo como un modelo nacional y popular basado en la defensa de los derechos humanos y la inclusión social.
Muchos de ellos no creen pero quieren creer, porque el relato kirchnerista les da una identidad igualitaria y justiciera, funcional a la ilusión de estar en un plano moral superior al que ocupan los no kirchneristas.
Y muchos otros no creen pero saben que les conviene creer, o hacer como que creen, por razones que no es necesario precisar.
Así el kirchnerismo va sumando más y más fieles entre las filas de los intelectuales, actores, músicos, escritores, empresarios, periodistas y artistas, además de las habituales legiones de docentes y estudiantes, siempre permeables al encanto de los discursos altruistas.
Mi parecer es que esta explosión de kirchnerismo, capaz de producir fenómenos tan singulares como la aparición de “El arte con Cristina”, expresa nada más y nada menos que la incurable ansiedad de los argentinos, derivada del origen brumoso e inclasificable que le debemos a las multitudes bajadas de los barcos, porque ya se sabe que a diferencia de las orgullosas nacionalidades identificadas con una etnia, los argentinos somos una indescifrable mezcla de razas llegadas de todos los rincones del planeta para huir del hambre y de las guerras.
En el barrio, el colegio, el potrero y el lugar de trabajo, los argentinos convivimos desde siempre con otros argentinos conocidos como “el tano”, “el gallego”, “el alemán”, “el ruso”, “el búlgaro”, “el polaco”, “el chino”, “el coreano”, “el japonés”, “ el sirio”, “el libanés”, “el turco”, “el judío”, “el inglés”, “el paraguayo”, “el boliviano”, “el indio” o “el chileno”, todos ellos (nosotros) con el alma dividida entre su reciente argentinismo de tres o cuatro generaciones y los lazos étnicos y culturales que los ligan a su nacionalidad de origen.
Inmersos en ese pluralismo escindido y amorfo, nos carcome la sospecha de que la palabra argentino es la expresión de un deseo frustrado, la ambición de una nacionalidad que nunca existió, un título que nos niega como europeos y como latinoamericanos, un rótulo artificial que no alcanza a esconder nuestra condición de mixtura surgida al azar de las migraciones.
En esa nostalgia de identidad podría estar la explicación de nuestras fervorosas y perdurables adhesiones: ¿no habremos creado el peronismo y este kirchnerismo de hoy, que florece en “El arte con Cristina”, como una prótesis hecha para reforzar nuestro desfalleciente argentinismo?
En compensación, digamos que muy difícilmente nos veremos embarcados en un conflicto étnico: visto desde estas playas, el pretendido purismo étnico de un vasco, un bosnio o un nazi resulta tan incomprensible y absurdo como las creaciones del arte contemporáneo.