Editorial Galaxia Gutenberg. 629
páginas. Primera edición de 1975, ésta de 2009.
Traducción de Vicente Campos.
Fue hace ya dos años cuando leí
dos libros seguidos de Saul Bellow (1915,
Montreal - 2005, Massachusetts) editados por Galaxia Gutenberg, y apunté que quería seguir leyendo más, gracias
a la buena impresión que me habían causado la calidad literaria de los libros así
como la calidad de la edición. Es curioso comprobar como a veces nuestros
planes, aunque sean sobre el modo en que gestionamos nuestras aficiones, acaban
llevándonos por caminos inesperados. Fue en la pasada Feria del Libro de
Madrid, una tarde de junio de un día de diario, paseando entre las casetas,
cuando llegué a la de Galaxia Gutenberg y me puse a hojear sus libros. El
dependiente empezó a recomendarme libros y charlamos un poco sobre su editorial
(cuyo trabajo siempre he admirado). Me acabé comprando El legado de Humbolt.
Sobre mi extraña relación de infancia con esta novela ya hablé cuando escribí
la entrada correspondiente a Herzog,
así que para no repetirme estableceré un enlace a esa entrada (ver AQUÍ).
En 1976 Saul Bellow recibió el premio Pulitzer por esta novela. El
mismo año que le fue concedió el premio
Nobel.
Cuando hable de Herzog, hace dos años, escribí: “El tema principal de Herzog sería el de la inutilidad
del intelectual para valerse de sus ideas en un contexto práctico. Herzog puede ser un experto en Hegel, en
los románticos… pero no sabe ver que su mujer le está siendo infiel con su
vecino y mejor amigo.” La misma idea sería válida para El legado de Humboldt, ya que ambas novelas comparten muchos de sus
planteamientos. En esta última nos encontramos con Charlie Citrine, un escritor
de unos cincuenta y cinco años, que aún vive de las rentas que le dio la adaptación
teatral en Broadway de una de sus obras. También ha escrito la biografía de
algunos importantes hombres de Estado norteamericanos, y ha podido conocer, por
ejemplo, a los miembros más destacados del clan Kennedy. Sin embargo, Citrine
ha decidido abandonar el Nueva York que vio florecer su éxito y ha decidido
volver al Chicago de su infancia.
Citrine tiene que comparecer en
los juzgados por las demandas de divorcio que le impone su ex mujer, quien ha
contratado al mejor abogado con la intención de desplumarle. Citrine ha
decidido abandonarla a ella y a sus dos hijas pequeñas para mantener una
relación con la exuberante Renata, una mujer mucho más joven que él. El
personaje de Renata en El legado de
Humboldt recuerda mucho al de Ramona en Herzog:
ambas son mujeres carnales, jóvenes y prácticas que representan para el
protagonista el lado dionisiaco de su vida frente al mundo apolíneo de las
ideas intelectuales en las que viven inmersos.
“¿Para qué sirve tanta lectura si
no puede utilizarse en caso de apuro?”, reflexiona Citrine en la página 117 del
libro cuando está sufriendo los abusos de un pequeño matón de Chicago llamado
Cantabile; momento en el que trata de recordar sus lecturas de antropología
sobre el comportamiento de los simios y no consigue obtener ningún patrón
válido de actuación ante el trato violento del otro. Y a pesar de todo, Citrine
siente una oculta atracción hacia este tipo de personajes irreflexivos,
seguramente por el contraste que percibe en sus pensamientos simplistas frente
a su propia tormenta interior: “Me emocionan, tengo que reconocerlo, esas
agitadas corrientes de delincuencia.” (pág. 132)
A diferencia de Herzog, El legado de Humboldt está narrado siempre en la primera persona de
Citrine; una primera persona terriblemente atractiva. Las reflexiones sobre el
mundo son continuas en el discurso interior de Citrine, quien además casi
siempre piensa en términos literarios; las citas de obras y autores son
frecuentes, hasta un punto que en más de una ocasión el excelente traductor de
libro, Vicente Campos, tiene que
añadir al texto notas a pie de página para explicarle al lector qué obra o qué
autor está citando Citrine.
Citrine se siente mayor, las
reflexiones sobre la etapa final de su vida y la muerte son constantes en el
libro. Además, en todo momento planea sobre él la sobra de su amigo el poeta Von Humboldt Fleisher, muerto no
mucho antes de que comience el tiempo narrativo del libro. Citrine quedó
fascinado en su juventud con los poemas de Humboldt, hasta tal punto que partió
desde la universidad de Wisconsin hasta Nueva York sólo para estar cerca de él
y poder conocerle. En Nueva York, Humboldt, algo más mayor que Citrine, se
convierte en mentor y amigo del entusiasta Citrine, hasta que el éxito de éste
en Broadway y el hundimiento económico de Humboldt hace que éste último se
distancia del primero. Citrine tendrá una oportunidad final de encontrarse con
Humboldt cuando le descubre andando por las calles de Nueva York vestido como
un viejo pordiosero, pero no se atreve a pararle y a hacerse visible y no mucho
después morirá. Y aunque Humboldt parecía haber perdido la cabeza durante sus
últimos años también parece haberla recuperado hacia el final de su vida y le
ha dejado a Citrine un legado, que éste quiere acudir a recoger a Nueva York de
manos de la ex mujer de Humboldt.
En la página 482 Citrine trata de buscar el
motivo de su fascinación por Humboldt, un poeta que empieza a ser olvidado en
el momento de la narración: “¿Se trata acaso de que la cantidad de personas que
se toman en serio el Arte y el Pensamiento en Estados Unidos es tan reducida
que incluso aquellas que no llegaron a nada son inolvidables?”
Desde luego Citrine no es una
persona que no se tome en serio el Arte y el Pensamiento: ante sus incipientes
problemas de dinero quiere escribir un ensayo sobre el aburrimiento; cuyos
puntos principales se le exponen al lector entre las páginas 262-268,
constituyen un miniensayo sobre el tema.
De todos modos, igual que en
obras anterior, es destacable el hecho de que a pensar de que Bellow habla aquí
de temas muy serios: la vejez, la muerte, la intrascendencia práctica del mundo
de las ideas, siempre lo hace con un desesperado e inteligente sentido del
humor. Ya dije en las entradas correspondientes a Herzog o Carpe Diem, que
uno de los discípulos más aventajados de Bellow es, sin duda, Phillip Roth; ahora veo también que
otro de los más insignes artistas judíos del siglo XX, Woody Allen, también ha tomado más de una idea de Saul Bellow para
sus películas; las divertidas escenas de Citrine recorriendo Chicago junto al
matón de Cantabile parecían escritas para que Allen las llevara a la pantalla.
Me han gustado también las
reflexiones de Bellow sobre la condición del judío, así como la del
norteamericano: “Los norteamericanos son incapaces de guardar secretos. En la
Segunda Guerra Mundial, a los británicos les desquiciaba nuestra incapacidad de
mantener la boca cerrada. Por suerte, los alemanes no se creyeron que fuéramos
tan bocazas. Se imaginaron que filtrábamos deliberadamente información falsa.”
(pág. 226)
Como curiosidad, final el último
tramo de la novela transcurre en Madrid. Citrine se traslada con Renata hasta
el Hotel Ritz de la capital y da paseos por el Retiro. Después se mudará a una
humilde pensión del centro. “Muchos españoles alardean de que Madrid es una de
las capitales mundiales del robo de carteras”, se dice en la página 553, y a mí
no me queda más remedio que creer a Citrine.
Me gustó mucho Herzog, pero creo que todavía me ha
gustado más El legado de Humboldt,
una de las novelas más inteligentes, melancólicas y a la vez divertidas que he
leído nunca, con una creación de personajes y de situaciones vivísimas. Charlie
Citrine es uno de los grandes personajes de la literatura norteamericana y Saul
Bellow uno de sus más grandes escritores.
El legado de Humboldt me ha parecido una obra maestra absoluta.