
Al leer la última novela de me han llamado la atención varias cuestiones. La primera es que el autor retoma al escritor Marcus Goldman, protagonista de La verdad sobre el caso de Harry Quebert, para contarnos, en esta ocasión, la historia de su familia paterna. La segunda es que el modo narrativo es bastante original, casi constituye una técnica de estilo, pues parte de una vivencia literaria anterior y la filtra de manera espontánea en la actual para no volver a tocarla. La narración no es lineal; como en la vida misma, nos vamos enterando de los éxitos, fracasos, rencillas o formas de actuación de los Goldman afincados en Baltimore y de los residentes en Montclair, según lo vive el protagonista, lo recuerda o se lo cuentan, a veces demasiado tarde para rectificar comportamientos, siempre para poder cambiar de pensamiento y quedar en paz con él mismo.
Marcus Goldman, con el propósito de unir de nuevo a su familia, va desentrañando los hechos en primera persona; en ocasiones realiza un ensayo ficticio, en otras narra una crónica de sucesos, en otras cuenta sus recuerdos indudablemente edulcorados por el paso del tiempo; recuerdos en los que permanece el rencor hacia sí mismo por su comportamiento infantil, desde la perspectiva del adulto. Como protagonista aún no se ha percatado de que su forma de ser es fruto de todos aquellos que lo rodearon desde que nació, aunque como narrador va dejando pistas al pasar de ser el foco narrativo a un filtro por el que el resto de personajes expone el verdadero centro de la narración. Estos personajes se convierten en voces autónomas que razonan ideas y sucesos al tiempo que exteriorizan, en dosis justas, los sentimientos, para no desvelar nada hasta el final.

Peso a todo, la maestría absoluta de Dicker reside en conseguir que nos quedemos expectantes al final de cada uno de los cincuenta y dos capítulos; cuando parece que vamos a enterarnos de por qué esto o aquello han sucedido de tal manera, nos equivocamos, pues, para el siguiente capítulo, el narrador ha encontrado otra pieza que encaja en otro sitio.
El lector no sabe por dónde va a continuar, qué es lo que Goldman, o cualquier otro personaje va a contar. Dicker es un maestro de la narración discreta, en cuanto opuesta a continua. Nada queda fuera de su lugar, ni al final de la novela ni durante su lectura. Todos los acontecimientos están relacionados y son coherentes en su composición; la trama va enlazando los hechos sin generar en ocasiones verdaderos eventos, sino que permanecen latentes hasta que pueden unirse a su vez a otros sucesos para conformar el episodio, que incluido en otros espontáneamente forman la trama, de la que sólo desvelamos el argumento al final de la novela.

Creo que lo fundamental de El libro de los Baltimore no son los personajes, a pesar de que el número de ellos es elevado, casi todos son puesto bajo una lupa y ninguno de ellos es plano o típico. El mismo personaje a veces intimida, otras causa desasosiego y otras veces nos hace dudar de cuál es su juego.
El director del instituto reflexiona, con sus actos, sobre el significado de lo obsceno y de la hipocresía. La mayoría de provocaciones de Hill contiene una acción moral. Las buenas relaciones familiares ocultan las implicaciones reales por lo que se convierten en observaciones satíricas acentuadas, y el contexto oculta las verdaderas relaciones e incluso la verdadera identidad.
La sumisión de Natham no es otra cosa que la consecuencia de una arrogancia desmesurada, un orgullo infundado y unos celos perniciosos.
Y las adulaciones de los abuelos no son sino egoísmo puro, querer mantener las apariencias ante todo y vivir como siempre aunque sea a costa de sus hijos.
Todos los actos de los personajes nos llevan a reflexionar sobre temas más o menos universales, pero siempre fundamentales para el ser humano, y en todos, Marcus Goldman se muestra partícipe directa o indirectamente. Sólo en la relación con Leo, su vecino actual, no es tanto parte de la narración como catalizador de la misma, que impulsa un tema paralelo, el arte de escribir:

En cuanto al estilo encontramos pocos sobresaltos lingüísticos, sin embargo la narración está plena de detalles, de ahí la longitud de sus novelas. Como en Marcel Proust o Tomas Mann encontramos una inclinación por las digresiones y los juegos de palabras que, con humor benevolente, anulan la tristeza restringida a una situación y lo absurdo de la vida diaria. Hay metáforas sinestésicas que, en medio del dolor, pueden traernos una completa felicidad
Al lado de términos cultos "se ponía a gañir delante de mi puerta" encontramos coloquialismos, reforzados por pronombres catafóricos "El tío que no daba palo al agua, ese era él".
Hay algún que otro guiño a La verdad sobre el caso de Harry Quebert, pero mediante los personajes une sus dos novelas: su tío Saul queda marcado, como Marcus Goldman, por un profesor universitario "El profesor Hendricks era un hombre de izquierdas comprometido activamente con los derechos civiles. Tío Saul se sumó a algunas de sus acciones".
El realismo de la novela se intensifica al escribir, el protagonista, un panegírico en honor de su abuelo "Quiero honrar la memoria de nuestro abuelo Max Goldman [...] Descansa en paz"
Por último, es necesario reseñar que el humor esconde, la mayoría de las veces, ironías o sarcasmos que denuncian la sociedad actual "A la edad de seis años cumplía trabajos forzados en las canchas de tenis y había rodado un anuncio de yogures". Otras veces trata con dureza el machismo y la homofobia que pervive incluso en las familias "Prométeme sólo una cosa. Pase lo que pase, por favor te lo pido, no te hagas nunca marica. -Te lo prometo, papá". Aunque en casi todas las ocasiones el sarcasmo aparece como una bofetada a la hipocresía "-¡Qué mediocre es usted, señor director! [...] ¡Lo iguala todo a la baja! ¡Prohíbe a Steinbeck porque en el texto aparecen tres palabrotas [...] y se esconde detrás de unos reglamentos para justificar su falta de ambición intelectual".
