
Mar Muerto, 2008. expatriadaxcojones.blogspot.com
Metáfora de un tránsito IXcalle Torrent de les Flors, Barcelona
¿Acaso olía mal? ¿Intuían con sólo mirarme mi agitada vida social? ¿O quizás había algo en la ropa que llevaba que delataba mi neurótica personalidad? Nunca lo sabré.
Imposible enumerar los pisos que fui a visitar ni las entrevistas que llegué a hacer pero, para el caso, da igual. Nunca me llamaron. La opción de alquilar una habitación en un piso compartido quedaba descartada. Estaba claro que no me querían. Lejos de amilanarme, el rechazo me abrió nuevas perspectivas. Voy a alquilar un piso, pensé, y elegiré yo a quién me de la puñetera gana.
Lo que viene a continuación lo cuento rápido porque es por todos conocido. Anuncios trampa. Descripciones de ciencia ficción. Precios desorbitados. Cuchitriles. Muebles de un pasado muy lejano hasta que, de repente, un día, me llaman de una inmobiliaria. Organizan una visita conjunta, en plan yanqui. La cita es igual que hoy, un jueves, pero de esto hace ya bastantes años. Se sale un poco de mi presupuesto pero la descripción del piso pinta bien, la zona también. Le doy una oportunidad.
Calle Torrent de les Flors. Ático recién reformado. 60 metros. Dos habitaciones. Baño. Cocina americana. Comedor. Terraza de 60 metros.
Aparco la moto en la esquina, frente a un horno tradicional. Mientras ato el candado, veo, a través de los cristales, la cola de gente que hay en el interior. Me saco el casco y en mis fosas nasales se cuelan los efluvios a pan recién hecho. Localizo el portal. Una finca antigua pero remodelada. Puerta de madera. El número pintado de color granate en la fachada. Tres plantas. Sin ascensor. Subo la escalera hasta el último piso. La puerta está abierta. Entro. Saludo pero nadie me oye.
Lo primero que veo es la gran terraza y el cielo azul que parece recién pintado. Hace un día espléndido. Soleado. No hay una sola nube. Cuando los rayos de luz que traviesan furiosos la cristalera dejan de darme en la cara, observo que estoy en un pequeño salón. A la derecha, la cocina, totalmente nueva. Un mini pasillo conduce a las dos únicas habitaciones. Meto las narices en el aseo. No muy grande pero correcto. Todo es exterior. El suelo de madera. El blanco de las paredes inmaculado. Lo sé. No tengo duda alguna. Es aquí donde quiero vivir.
Quedamos en vernos al día siguiente en la agencia para firmar el contrato y que me den las llaves.
Siguiente paso: Buscar compañera de piso. Porque está claro que va a ser ella y no él. Los pelos sueltos del afeitado, la tapa del wáter levantada y los pies encima del sofá —que compraré, también, blanco—quedan descartados.
—Ten cuidado, a ver quien te metes en casa —me advierte mi madre. —Descuida.
Hago unas fotos. Escribo un anuncio. Lo cuelgo en internet. En seguida empiezo a recibir un montón de llamadas. Organizo una tanda de entrevistas. Viene la primera candidata. Hablamos. Me cae bien hasta que dice que es disc-jockey. Descartada. Llega la siguiente. Su aspecto dejado me echa para atrás. La despido a la que tengo la menor ocasión. Descartada. Otra chica llama al timbre. Es de la liga anti tabaco. Descartada. La próxima llega con el novio. Ni hablar. No quiero parejitas acarameladas ocupando permanentemente el sofá. Descartada. ¿Alguien más?
Suenan unos pasos dudosos en la escalera. Y aparece ella. Irene se llama. Es peruana, de Lima capital. Modosita. Ha venido a Barcelona para hacer un máster de arquitectura. De buena familia. Soltera. Sin amistades en la ciudad. Mi intuición me dice que es perfecta. La inquilina ideal. Cerramos el trato. A partir de entonces, Irene sale pronto por la mañana y regresa tarde por la noche. Los fines de semana suele pasarlos fuera. En Madrid. En Valencia. Dónde sea. Siempre tiene plan. Si no es porque sólo pago la mitad del alquiler se diría que vivo sola.
Ahora haré un salto en el tiempo y, también, de ubicación —imprescindible para entender lo que luego va a suceder en este pequeño apartamento de Torrent de les Flors—. Me dirijo a otra zona de la ciudad. Han pasado algunos meses. Estoy complemente instalada en mi nuevo hogar.
Febrero de 2007. El día después de la celebración del carnaval. 11:00 a.m.
Me levanto de resaca en casa de German. Estoy en la habitación de invitados. Desnuda. Me cubro con una sábana en plan rollito de primavera y salgo del cuarto. Ando descalza y despeinada por el pasillo mientras busco a mi acompañante. Tengo la boca pastosa. Mi pelo huele a tabaco. De esta guisa me tropiezo con un sorprendido Mentoy —filipino que por aquel entonces trabaja para mi colega—. Me da los buenos días. Se ofrece a hacerme el desayuno. Sé lo que pasa por su mente en estos momentos pero se equivoca. No me molesto en aclarárselo. Me siento, con mi sábana, mi pelo alborotado y un agujero en el estómago. Estoy hambrienta. Minutos más tarde, Mentoy trae una bandeja. Zumo de naranja natural y cruasán. Los hago desaparecer en un santiamén. Ya puestos, le pido un café con leche. Se mete en la cocina y me olvido de él. Momento este en que el anfitrión hace acto de presencia.
—Buenos días.—Buenos días.—¿Dónde está el Kalvo? —pregunta al verme sola. —Ha huido.
Nos echamos a reír. Él es así. Forma parte de su encanto. Conversamos un rato mientras yo me bebo el segundo café de la mañana y él se toma el desayuno. Una vez terminado, me visto, recojo mis cosas y me despido.
Y ahora es un día caluroso y claro de marzo, más o menos a las nueve de la noche, un mes después. El Kalvo, German y yo volvemos a estar juntos. Hemos quedado en el barrio del Born. Cenamos. Bailamos. Y, igual que la última vez, el Kalvo y yo acabamos en la cama. En esta ocasión, en mi casa. Llega medianoche y, como la cenicienta versión testosterona, él se esfuma. Vuelvo a tener el pelo alborotado y el edredón como único acompañante.
Así es nuestra relación al principio. Sin ataduras. Él acaba de llegar de Los Ángeles, donde ha estado viviendo con una chino americana. Yo hace poco que lo he dejado con mi ex. Ninguno de los dos tiene ganas de volver a empezar. Ninguno de los dos busca nada serio. Simplemente somos amigos. Lo pasamos bien juntos. Tenemos buen sexo. Ya está. O no. Eso es sólo lo que pensamos. Lo que intentamos creer. La realidad, mientras, hace de las suyas.
Porque mientras nosotros nos revolcamos —divertidos, ingenuos inconscientes— el destino teje su tela de araña a nuestras espaldas. Sin nuestro permiso. Mientras nosotros jugamos a ser personas liberadas, el lazo —invisible pero fuerte—se va haciendo cada vez más estrecho. Mientras nosotros continuamos saliendo, disfrutando, ajenos al nudo que se va tejiendo a nuestro alrededor, éste se hace cada vez más estrecho. Entrelazándonos. Sin que nos demos cuenta y, precisamente, por ello mucho más resistente. Mucho más perfecto. Porque no tiene que por qué ser así. Porque nadie lo ha buscado y, porque así, son siempre las cosas del azar. Imprevisibles e inquebrantables.
Volvemos donde lo dejamos. Al pisito de la calle Torrent de les Flors. Tengo unas plantas de marihuana. Me las ha traído un amigo. El Kalvo las cuida. Cada vez pasa más tiempo en casa. Empezamos a desayunar juntos. Por la tarde, llega con su maletín. Sale a la terraza. Riega las plantas. Arranca las hojas muertas. Las rocía para desparasitarlas. A la peruana la tiene fascinada.
—¿Cómo puede ser que le quepa el traje en esa maletita y que cuando se lo pone no esté arrugado? —. Me pregunta, los ojos como platos, la baba que le cae por la comisura, después de verlo salir a primera hora de la mañana, en plan ejecutivo agresivo. Serio. Educado. Guapo. Guapísimo. Yo no sé qué contestarle. Sólo sonrío. Por primera vez, en mucho tiempo, soy feliz.
Pasan los días, las semanas, los meses. Llega el verano y me voy a Brasil. De vacaciones. Cinco semanas. Sola. Con mi mochila y mi libreta. Será esta distancia trasatlántica la que nos acerque y saque a la luz el trabajado nudo, que ha ido creciendo, ajeno a nuestras miradas. Capullo convertido en mariposa. Es tiempo de alzar el vuelo.
—Dile a la peruana que cuando vuelvas se tiene que ir, me vengo a vivir contigo —me escribe en uno de los mails que nos mandamos a diario y que en un descuido envío a todos mis contactos.
Y así es como el Kalvo se convierte en el inquilino de Torrent de les Flors. Sin quererlo. Sin pensarlo. Sin poder remediarlo. Pero él es un hombretón. Casi metro noventa. Espaldas de nadador. Brazos de jugador de básquet. Manos perfectas. Verlo en esta casita de muñecas es como ver a Alicia en el País de las Maravillas. Más bien, a Gulliver en Liliput. La madera cruje bajo sus pies. El sofá se le queda pequeño. Igual que la ducha. Y el espejo, que colocado a mi altura no refleja su cara, sino su pecho.
Acostumbrado a vivir en una casa con jardín, hacerlo en mi pisito Pin y Pon le cuesta, cada vez, más. Empieza a sentir los primeros síntomas. Pero aguanta. Resiste. Estoico. Como es él. Un señor atrapado en un cuerpo joven. Y otra vez, llega el invierno. Lo pasamos en Jerusalén. Y otra vez llega el verano, que pasamos en Filipinas. Invierno, Sudáfrica. Verano, Mozambique. Al volver. Siente que ya no puede más. Necesita urgentemente salir de la jaula.
—Nos hemos de cambiar —me dice— necesito espacio.
