Revista Historia

El mandarín está vestido (1)

Por Tiburciosamsa
Hoy en www.historiasdehispania.blogspot.com JdJ ha publicado la entrada que a mí me hubiera gustado escribir sobre la miopía de la intelectualidad progre occidental a propósito del maoísmo. Gente que no querría que la fotografiasen delante de un escaparate donde se exhibiese el “Mein Kampf”, no tiene empacho en reconocer que fueron maoístas en su juventud. ¿Harían esa misma confesión sin complejos si hubieran sido neonazis? Lo dudo mucho y eso que puestos a masacrar al personal nazis y maoístas tenían los mismos escrúpulos: cero. En fin que con el permiso de JdJ, publico en simultáneo la entrada que él ha publicado hoy en su blog.
A principios del siglo XX, la revolución rusa levantó una ola de ilusión en todos aquellos que, en el mundo, creían tanto en la necesidad como en la posibilidad de un cambio radical del mismo hacia la justicia y la felicidad social. A pesar de los muchos y exitosos intentos del régimen soviético para mantener viva esa llama, pasadas las décadas, y sobre todo tras el estallido de la guerra fría y el consecuente enfriamiento de las posibilidades del comunismo en los grandes países europeos, la URSS fue decepcionando. Esto, sin embargo, no significó, en modo alguno, que los buscadores de utopías detuviesen sus explotaciones mineras entre los seguidores de Carlos Marx. En realidad, el fracaso de la URSS como potencia democrática (a pesar de haber inventado para sí misma el extraño fistro de democracia popular) impulsó todavía más la asunción acrítica del concepto de que los regímenes marxistas eran democráticos, progresistas y avanzados. La creencia, simplemente, se desplazó al que fue, durante la segunda mitad del siglo XX , el gran elemento reivindicador del progresismo: el Tercer Mundo.
El Tercer Mundo, en proceso de descolonización en muchos casos es, en efecto, un poco el ecologismo del último tranco del siglo XX. La idea asumida por muchos de una forma bastante automática. El Tercer Mundo, según esta idea, se convierte en un territorio que es objeto de una agresión, la del mundo desarrollado, lo que le convierte en inocente ante cualquiera de sus problemas. Varias decenas de dictadores, algunos de ellos justamente colocados en el hall of fame de la atrocidad inhumana en la Historia de la Humanidad, han vivido de coña gracias a que Londres, en París o Nueva York estuviesen petados de escritores, directores de cine, tornero-fresadores, periodistas, biólogos, intelectuales en general y algún que otro mediopensionista firmador de manifiestos, que no estaban dispuestos a admitir que los problemas de los países en desarrollo tuviesen otro origen que la Secretaría de Estado USA y elementos similares.
En medio de este proceso se cuela el comunismo chino de Mao Zedong. Que es un comunismo distinto a otros comunismos, sólo comparable al titismo yugoslavo; que, sin embargo, era una ideología en buena parte inexportable. El maoísmo, pese a llevarse bien con la URSS en sus principios, acaba pronto enfrentado con él, en parte por diferencias ideológicas; en parte por diferencias estratégicas; en parte por la voluntad de liderazgo mundial de Mao; y en parte, ya en los últimos tiempos de este dictador que jamás se lavó los dientes, porque los EEUU vieron el hueco entre los socios comunistas, e ipso pacto se personaron en Pekín, a dar por culo.
El maoísmo tenía elementos que lo hacían más atractivo a los ojos de la progresía intelectual de los años sesenta y siguientes, por ser un comunismo tercermundista, que volvía a las raíces leninistas (del origen del leninismo) que veían en los campesinos la clave de la revolución. Si toda revolución comunista tiende a liberar a una clase social, la revolución maoísta, además, ofrecía la liberación no sólo del hombre pobre, sino del país pobre, de la mitad pobre del mundo.
Una oferta atractiva. Tan atractiva como para mantener a miles y miles de ciudadanos cultivados del mundo occidental cautivados y ciegos durante años en los cuales Mao aprovechó su ceguera para matar a 70 millones de chinos; convirtiéndose con ello, de largo, en el mayor genocida de la Historia.
La historia de cómo tanta gente pudo estar tan ciega es, a mi modo de ver, la historia de una gran vergüenza.
En 1949, cuando en Europa y América se empieza a hablar de China, todavía vive Josif Stalin, y los regímenes soviéticos y chino dan toda la impresión de ser tan hermanos como lo pudieron parecer, hace ahora treinta años, Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Ambos eran arietes en la lucha contra el imperialismo. Y permanecerían así hasta, más o menos, diez años después, cuando los problemas fronterizos comenzaron a cambiar las cosas hasta alimentar un enfrentamiento que terminó por ser cainita.
Antes de eso, en 1955, el peregrinaje de intelectuales occidentales comenzó en dirección a China, ahora que no había más remedio que contar malas cosas si el viaje era a Moscú. Este primer viaje lo hizo una miembra conspicua de la intelectualidad parisina, Simone de Beauvouir, compañera en la vida, y en la miopía, de ese gran adalid de la coherencia democrática que se llamaba Jean Paul Sartre. Simona fue a China y volvió orgasmando por las esquinas.
La justificación de las miopías suele ser, principalmente, la falta de información: yo no veía mal; simplemente, estaba mal informado. En el caso de China, sin embargo, esta disculpa es poco creíble. Desde muy pronto, analistas como David Rosenthal estaban denunciando lo que estaba pasando en China en forma de eliminación masiva de personas. Sin embargo, a la Beauvoir aquello no le impresionó demasiado. Chou En Lai, primer ministro entonces, le confesó en su viaje, fríamente, que 830.000 enemigos del pueblo habían sido «destruidos»; pero no debió de parecerle inhumano. Habremos de suponer que pensó que se lo merecían. Además, a su vuelta a París, declaró su convencimiento de que en China los ciudadanos sólo eran arrestados bajo sospecha de sabotaje o conspiración contra el Estado. En la misma frase, confesó que no había ninguna manera de comprobar la cifra facilitaba por ella de que los juicios políticos habían afectado «sólo» a 600.000 personas (comparación: Franco encarceló, se dice, a unas 300.000 personas) y que todos los juicios habían sido legales y respetando los derechos de los imputados. Nunca explicó cómo sabía tanto de unos juicios que ni había visto ni sabía cuántos eran. Más aún, sentenció: «Ningún ciudadano chino es molestado por sus opiniones». Comenzaba la monumental mascarada «Mao mola».
El mayor propagandista del maoísmo fue, sin ningún lugar a dudas, Edgar Snow. Además de contar mil maravillas de la China que conoció, fue durante toda su vida y producción articulística un gran proveedor de argumentos de comprensión hacia el maoísmo. Sin ir más lejos, confesó que eso de «destruir» a 830.000 sonaba mal; pero que, bueno, es que hay que saber chino. En chino, según él, el verbo «destruir» no implica desaparición física. Con los años se ha sabido que Mao, en aquel entonces, estaba incluso enterrando a gente viva. Debe de ser que no sabía mucha semántica. Más allá, otra de las proezas de Snow fue afirmar sin sombra de duda, a pesar de no tener ni una estadística ni prueba fehaciente de ello, que la pena de muerte sólo se aplicaba en China en la persona de quienes habían causado la muerte de otros.
Edgar Snow había sido primero un admirador de Chiang Kai-shek, pero en Pekín leyó las obras políticas de Bernard Shaw, y cambió de mito. En 1936 consiguió tomar contacto con el Ejército Rojo, lo que le permitió conocer y entrevistas a militares que habían participado en la Larga Marcha, convirtiéndose con ello en el primer occidental que hablaba de revolución china.
Con todo, los buscadores de explicaciones más o menos exóticas de lo que veían son legión. Es muy interesante, por ejemplo, la historia de Agnes Smedley, una periodista norteamericana que quizá fue la que vivió más de cerca la auténtica vida de los revolucionarios chinos. Durante la revolución, estando con las tropas, se cayó de su caballo y quedó medio inválida. Aun así, siguió con las tropas, sufriendo todas sus privaciones. En 1937 pudo visitar personalmente a Lin Piao. De vuelta a Estados Unidos, cuando estalló la guerra fría, y después la de Corea, EEUU le negó la visa para volver a China, cosa que no pudo hacer hasta 1960. Lo que contó de esta visita es enternecedor. Coincidió con un periodo de elecciones, por supuesto de partido único. En un salto mortal acojonante, reconoció que, efectivamente, las elecciones sólo tenían candidatos únicos (a ver cómo podía haber dicho lo contrario); pero, argumentó, ¡el proceso estaba diseñado para fomentar la «involucración psicológica masiva» del pueblo chino! Una interpretación muy parecida a la del propio Snow: en China no había elecciones libres porque el campesino chino había tomado la libre decisión de delegar el poder en otros (de por vida, por lo que se ve).
El escritor Basil Davidson, de visita en China al final de la guerra de Corea, con todos los gastos pagados por la Britain-China Friendship Association, escribió a su vuelta que China no era, desde luego, un régimen parlamentario democrático, pero que «la dictadura china no tiene nada en común con la de Hitler o Mussolini». Es probable que no lo dijera porque Mao acabase matando a no menos de 15 chinos por cada judío que mató Hitler. Davidson aceptó, además, un criterio propio del leninismo, que sería multirrepetido durante años en occidente: China era una dictadura sólo ante quienes no eran obreros ni campesinos.
Davidson insistió en sus artículos de que si no existía el derecho de huelga en China era porque la armonía social lo hacía innecesario. Estaba reproduciendo sin saberlo, en los años cincuenta del siglo pasado, los mismos argumentos, pero calcaditos, que en ese mismo momento se estaban manejando en el régimen de Franco en España para no dotar a los trabajadores de ese mismo derecho.
Simona La Estrábica, en una de sus visitas, fue llevada por los jerifaltes chinos a visitar una prisión. La llevaron a ver la denominada Prisión Uno, es decir una especie de cárcel-estudio de cine que los chinos habían levantado para las visitas extranjeras, con presos de coña, flores por todas partes, puertas abiertas sin cerrojos, programas de estudio y un hospital de la pitri mitri. Beauvoir asumió, a la luz de lo que vio, que todas las prisiones en China eran iguales, y así lo dejó escrito.  Nunca explicó, sin embargo, cómo se había cerciorado de que aquel lugar no era singular.

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