Cuando la olla de pescado empezó a dar señales de vida, el aire se impregnó de un olor sabroso. El fogón estaba a proa y la marcha del Rufí nos traía todo el perfume del guiso. Mascarell, que se había sumido en la lectura de un libro, levantó de pronto la vista y pidió otro Martini.
—¿Qué lees? —le pregunté.
—¿Conoces Sur l’eau de Maupassant? Es muy bonito…
—Lo conozco… Es uno de los libros que más me gustan de la biblioteca del Rufí.
Mascarell llevaba en el buque unos cincuenta volúmenes relacionados más o menos directamente con el mar. Era una biblioteca que poseía una curiosa característica: carecía de lugar propio. Los volúmenes se hallaban diseminados por la embarcación y era siempre posible hallar alguno en el sitio más inesperado. Eso sí: si se buscaba un título determinado, era infalible la imposibilidad de encontrarlo.
—Maupassant —dijo Mascarell— habla del mar con mucho acierto.
—Exacto. Y yo te aseguro que escribir sobre el mar es difícil. Ocurre un fenómeno muy curioso. El mar produce una especie de fascinación que es poco favorable al desdoblamiento…, quiero decir, poco favorable a mantener, ante el espectáculo, la lucidez suficiente para aplicar a lo que se contempla unos adjetivos apropiados. En ese libro de Maupassant, aparentemente tan sencillo, es visible la fuerza del desdoblamiento del novelista.
—De todos modos, el mar le aburría… Eso se ve muy claro en el libro…
—No sé… Quizá fuera lo que le aburría menos. Tengo entendido que sólo le interesaba una cosa en la vida: las mujeres. Buscaba a las mujeres por todas partes, incluso cuando navegaba, solo con su marinero, en su pequeño yate. Fue un libidinoso obsesionado. A mí el mar me interesa por sí mismo. No soy novelista ni creo que existan novelas en la vida; existe sólo una corriente de hechos inconexos, desordenados, fortuitos, que acaecen, pasan y se volatilizan. Los novelistas tienen que creer que la facultad más fuerte del hombre es la memoria, porque de no ser así no tendrían juego; en realidad, la facultad más fuerte del hombre es el olvido. El mar es para mí la esencia de la vida porque soy incapaz de ver el menor sentido en su eterno arcano. Por eso, sin duda, el mar me convierte en un contemplativo. Las novelas, los dramas, los construimos los espectadores de la vida cuando discutimos las cosas que pasan ante nuestros ojos, cuando les aplicamos una dialéctica, cuando tomamos un partido. Ante el mar, ¿qué partido quieres tomar? O contemplarlo o dejarlo. No hay otra salida. El mar es para mí un camino que conduce al desinterés, a la indiferencia por las cosas y los dramas ficticios…
—No sé, no sé…
—¡Está claro! En el instante mismo en que el hombre se embarca siente la agradable sensación de ver las cosas desde otro punto de vista. Desde el mar, las cosas de la tierra resultan insignificantes y pequeñas. Las montañas conservan todavía cierta respetabilidad. Los planos se convierten en una pincelada de neblina más o menos tenue, más o menos espesa; a veces más clara, otras más gris. Los pueblos son de una insignificancia sorprendente en cuanto nos separa de ellos media milla. Las casas adoptan unas dimensiones y unas formas irrisorias. Los tejados y las paredes se confunden en seguida con la tierra. Cuanto más pequeñas son las cosas de la tierra, cuanto más irrisorias resultan desde el mar, más veneno suelen contener, más nonadas, locuras y monstruosidades suelen guardar. En este sentido son útiles los viajes por mar porque contribuyen a poner las cosas en su sitio. Bajo los tejados insignificantes (e incluyo entre éstos el tejado propio) se cobijan toda clase de absurdos y estupideces. Si los tejados son tan insignificantes, ¡figúrate la insignificancia de las personas que hay debajo! Haz la prueba. Cuando te halles en una población marinera, acostúmbrate a contemplarla, de vez en cuando, desde la distancia de tres o cuatro millas. Abandona las calles estrechas y los porches de las plazas. Desde el mar verás la cantidad de simplezas y de insanidades que contribuyen a hacerles desagradable la vida a los hombres. Te sorprenderá la pequeñez de lo que tus ojos contemplen. Esto hará tu vida más libre y holgada… Y si alguna vez vas a la montaña, procura contemplar el campanario del pueblecito desde una altura inmediata. Todo lo verás pequeño como en una estampa. La cuestión es que la vida no se convierta en una cosa sombría.
—Todo eso quiere decir que el mar es higiénico. Me parece evidente.
—Sí; las cosas de la tierra vistas desde el mar quedan colocadas en su lugar exacto, y eso es una buena ley. Pero después viene la segunda parte que se inicia cuando uno se sumerge en la variedad del mar. ¡Del Mediterráneo, entendámonos! Los demás mares son para mí pura geografía. Personalmente, no me cuesta nada limitarme. Lo que no puedo llegar a comprender son palabras como eternidad, unidad, universo, infinito etc. Si la característica del hombre antiguo fue la limitación, creo que debió ser un aceptable hombre antiguo. Y bien, en el Mediterráneo todo es local: la meteorología, la cocina, los dialectos, la gente. Todo varía en él constantemente. Unas millas más al norte o al sur, y todo varía: la dirección de los vientos, el sabor del pescado, la dosificación de los ajos en la cazuela, el habla, el gusto, los sentimientos. La matización es sorprendente, fascinante. A la misma hora, el lebeche puede estar entablado en el cabo de Creus; el maestral, en el cabo de Leocata, y el levante, en los Tinyaus de la Camarga. ¿Recuerdas el día que encontramos el nordeste en la Dragonera y el lebeche en Andraitx? Fue el mismo día en que Martinet dijo que los floreos del nordeste sobre el mar son blancos y los del lebeche son azules… Los contrastes son permanentes, y sin duda porque la corriente de la diversidad es tan enorme, las veleidades del dogmatismo son permanentes. La diversidad hace que las cosas tengan un sabor delicioso y que un viaje por este mar, con la sensibilidad atenta, tenga una fascinación permanente. Todo es tan cambiante y fugaz (y ello no incluye, claro está, una cierta incómoda dureza), que llega a convertirse en mero capricho vago y errante: las nubes, el mar, el viento, el color del cielo. La ligereza de lo que nos rodea es tan acusada que acaba por convertirnos en seres flotantes y ligeros. Uno se deja llevar de la misma manera que se afloja la escota cuando hace demasiado viento. Cualquier otra posición tendría poco sentido. ¿Qué haríamos si no? ¿Objetar? ¿Discutir?
—Y entonces empieza la contemplación.
—Sí. Aun cuando hayamos llegado a la triste conclusión de que las más sublimes contemplaciones no nos dan para vivir y que para vivir con cierta comodidad se necesita una renta, acabamos por convertirnos en babiecas rematados y definitivos. Pasar una par de horas viendo cómo las nubes se forman y se deshacen, cómo el azul del cielo se transforma en rosa, luego en malva y después en carmín, cómo las olas llenas de sol huyen cargadas de monotonía, se convierte en la cosa más natural del mundo. En este estado no cabe pensar que se nos ocurra escribir una carta, que nos entren ganas de reflexionar un momento. Todo resbala sobre los sentidos sin dejar rastro. Es como un estado de licuefacción del pensamiento, en el cual lo más sólido es la luz, el color, el aire, el viento. Navegar no es muy cómodo que digamos, pero no hay nada más ingrávido y más ligero para el pensamiento. No existe nada más agradable para la imaginación que sugerir sirenas, sirenas coloreadas, rodeadas de aire, pero por fortuna desprovistas de calidad corpórea y de solidez, de voracidad y de existencia.
Mascarell hizo un gesto. No estaba de acuerdo. Comprendí que su concepción de las sirenas era más concreta.
—De todos modos, navegar al azar de los vientecillos y de la frivolidad intrínseca de nuestra naturaleza es cosa fina, porque lleva (me lleva) a estados contemplativos y de poco compromiso. Esto es factible en días y noches de buen tiempo y de cielo limpio. El compromiso empieza cuando el mar se desata y te llega a la cara un roción de agua cargada de sal, dura como una piedra, desagradabilísima. Entonces el mar se convierte en una aventura directa y concreta. Todo se pone a girar endemoniadamente y entonces es cuando se convence uno de la pequeñez humana. Cuando se trata de hacer en el mar, a bordo de una embarcación, con norte fresco, un par de huevos fritos y se ve que no se consigue hacerlos, es cuando empezamos a tener una idea clara de lo que somos exactamente.
Josep Pla
Cosas del mar y de la Costa Brava
Editorial Juventud
Traducción: Zoe Godoy
Foto: Josep Pla, en Llofriu, Girona.
© Francesc Català-Roca
Previamente en Calle del Orco:
El mar de Conrad, Josep Pla
Se necesita mucho espacio marino para decir la verdad, Herman Melville