“Así no se hace”. “Te has vuelto a equivocar”. “Ten cuidado de no meter la pata”. Seguramente te suenen estas frases. Nuestros padres, jefes o amigos se han encargado de repetírnoslas hasta la saciedad con una vital consecuencia para muchos de nosotros: el miedo al error.
Vivimos en un mundo en el que se penalizan enormemente los fallos. Nos encontramos en una continua competición en la que cometer errores no hace más que retrasarnos y dar ventaja al otro, condicionándonos a que hagamos las cosas con temor.
Exámenes, entrevistas de trabajo, normas... El camino está marcado y salirse de él es castigado. Así, no solo estamos acabando con la creatividad al hacernos dudar acerca de si debemos o no plantear nuevas ideas o proyectos, sino que estamos creando un universo bañado en la necesidad de aprobación, el cuestionamiento de la autoestima o la dependencia hacia personas aparentemente en posesión de la verdad.
Pero tranquilo. No es tan terrible equivocarse. Todos aprendemos así, por ensayo y error, analizando las consecuencias de nuestros actos. Claro está que existen errores que no debieran cometerse, sobre todo aquellos que impliquen responsabilidad hacia la vida de otras personas. No obstante, que un niño no haga bien la tarea (o al menos como la quiere el profesor), que un día se nos caiga un plato o que no usemos las palabras adecuadas con alguien no deberían ser elevados casi a la categoría de crímenes.
Por eso, si en un pequeño resquicio de tu espíritu sientes que hay una nueva manera de hacer algo ¡plantéala! Si dejas de lado algún asunto porque no te ves capaz de resolverlo sin fallar, ¡lánzate a por él! Todo en la vida nos sirve para seguir aprendiendo, y recuerda: no hay nada de malo en equivocarse, por mucho que se empeñen en decirnos lo contrario.