Detesto verte caminar. Sobre todo cuando vas feliz, de la mano de alguien, o en la mano el celular. Lo detesto. El problema es que para mí son tantas las cosas que están negadas, que nadie podría ya comprenderlo. Y no tiene que ver con las cosas que yo misma me privo, o las trabas personales (que son tantas). Tiene que ver con cosas que están mucho más allá de estas palabras y que mágicamente sólo entiendo cuando estoy en la ducha. Allí se me ocurren las mejores frases que harían de este texto una súper creación. Pero nunca escribo cuando estoy en la ducha, nunca esas frases que a ustedes les encantaría leer se plasman en este, mi documento. Siempre termino escribiendo después de unas cervezas con esos hombres con los que nunca tendría un hijo. Sí, no dije sexo. En mi generación se habla de sexo, de orgasmos, de posiciones, no de hijos. Yo no soy de este siglo (ni de otro), por eso escribo sobre cosas ya pasadas de moda. Quizás podría haber tenido una buena conversación con mi tía que murió mucho antes de conocerme. Lo cierto es que no puedo hablar con la gente que me rodea porque me asusta, todos parecen demasiado felices, demasiado ávidos de alcohol, drogas, música, sexo. Yo sólo quiero alguien que no hable demasiado, que hable lo suficiente, que me abrace cuando esté asustada, que me quiera cuando yo no le quiera. Mi amigo me dijo: quieres a tu mamá como padre de tus hijos. Y sí, nadie más me ha querido con tanta entrega, como ese don que no espera ser retribuido. Como ese libro, el mejor escrito sobre la tierra, que aún no he leído, que quizás nunca lea.
El misterio que desvela reside justamente ahí, en el ver a través de esos ojos que nos miran sin desdén. Yo no miro así. Yo quiero ser mirada así. ¿Alguien les contó alguna vez la historia de una guagua que iba a ser abortada y luego nació igual? ¿Alguna vez alguien les dijo cómo se siente ser ese aborto que no funcionó? No es tan difícil. Cuenta la historia sobre una niña que olía a anís, o que ahora, mientras narro esta historia, huele a anís. Siento ese aroma a anís revoloteando por ahí. ¿Lo sienten ustedes? Quizás sólo sean las musas armando el ambiente para que esta vez sí funcione el relato. Esta niña olía a anís desde el vientre de su madre, tenía el pelo rojo arriba de las orejas y café en el resto del cráneo. Tenía en el corazón una pena, tenía en el alma un miedo. El aborto es muerte, ella lo sabía. Lo terrible es que ella vivió para contarlo. Tenía que morir pero algo salió mal. La vida siguió su curso y ella vino al mundo como una guagua no abortada que sabe lo que es tenerle miedo a la muerte, antes incluso de poder pronunciar esa palabra.
El misterio que desvela es ese. Es inefable, nos precede y nos inunda. No sé si pueda decir algo más. Quizás debería callar. Ante la muerte hay que callar. Ante el miedo a la muerte no se puede si quiera intentar hablar. Pero se puede creer que nacer siempre es la más compleja opción y algunos pasan demasiado tiempo hablando sobre aquellos inocentes que mueren prematuramente. Al menos mueren sin saberlo, no han debido pasar eternas noches en vela haciéndose mil pajas mentales. Yo preferiría hablar con y sobre aquellos que sobreviven para contarla. Esa, me parece, sería la discusión más ética por ahora porque entre todas las cuestiones que acosan al ser humano, la que me acosa a mí, la niña que sigue oliendo a anís, es la más compleja de sobrellevar.
Por Cristal