Para los aztecas existían trece cielos, aunque los seres humanos no iban allí después de muertos.
En el más elevado, que era doble pues comprendía los cielos trece y doce, vivían Ometecuhtli y Omecíhuatl, también llamados Tonacatecuhtli y Tonacacihuatl, «Señor y Señora de nuestra carne», nombre que también se refería al maíz en cuanto sustento principal. Allí iban los niños muertos antes de alcanzar el uso de razón y eran engendradas las almas de los seres humanos, siendo alimentados con la leche que destilaba un árbol. Estas almas están aguardando para reencarnarse en una nueva humanidad cuando la presente desaparezca en el cataclismo final.
Después venía el undécimo cielo, que era rojo. Luego el décimo, de color amarillo, y el noveno, que era blanco. En el octavo crujían los cuchillos de obsidiana. En el séptimo, cuyo color era azul, vivía Huitzilopochtli. Por eso el templo dedicado a este dios en la gran pirámide de México-Tenochtitlán se llamaba Ilhuícatl Xoxouqui, que significa «cielo azul». El siguiente, el sexto, era verde. En el quinto estaban las estrellas errantes, los cometas y el fuego. En el cuarto vivía la Huixtocíhuatl, la diosa de la sal. El tercer cielo era por donde caminaba el sol. En el segundo vivían Citlalatónac, la Vía Láctea, y Citlalicue, también llamada «Falda de estrellas». Finalmente, por el primer cielo, el más próximo a la tierra, caminaba la luna y allí se formaban las estrellas.
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