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El mundo de ayer, memorias de un europeo

Por Peterpank @castguer
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Puesto porJCP on Oct 23, 2012 in Autores

El mundo de ayer, memorias de un europeo

OCASO

La década de 1924 a 1933-siempre la recordaré con gratitud-fue una época relativamente tranquila para Europa, antes de que aquel hombre pusiese a nuestro mundo patas arriba. Precisamente porque había sufrido tantas conmociones, nuestra generación recibió la paz relativa como un regalo inesperado. Todos teníamos la sensación de que íbamos a recuperar la felicidad, la libertad y la concentración espiritual que los años nefas-tos de la guerra y de la posguerra habían arrebatado a nuestras vidas; aunque trabajábamos más, no por ello vivíamos agobiados; viajábamos, ensayábamos, volvíamos a descubrir Europa, el mundo. La gente jamás viajó tanto como en aquellos años. ¿Se trataba acaso de la impaciencia de los jóvenes que, tras haberse visto aislados los unos de los otros, desean resarcirse de todo lo que se han perdido durante ese aislamiento? ¿Presentían acaso que era necesario huir de la estrechez antes de que las puertas se volvieran a cerrar?

Yo también viajé mucho en aquella época, aunque eran viajes muy distintos a los que había hecho en mi juventud, pues ya no era forastero en otros países, en todas partes tenía amigos, editores, un público; ya no llegaba como el viajero curioso y anónimo de antes, sino como autor de mis libros, cosa que tenía muchas ventajas. Con más capacidad de influencia y eficacia, podía hacer propaganda de lo que desde hacía años se había convertido en la idea fundamental de mi vida: la unión espiritual de Europa. En este sentido di conferencias en

Suiza y Holanda, hablé en francés en el Palais des Arts de Bruselas, italiano en Florencia, en la histórica Sala del Dugento donde se habían sentado Miguel Ángel y Leonardo; inglés en América, en un lecture tour desde el Atlántico hasta el Pacífico. Era una manera de viajar distinta: ahora, en todos los lugares veía a los mejores hombres de cada país como a camaradas y sin tener que buscarlos; hombres a los que en mi juventud había mirado con respeto y veneración y a los que nunca me habría atrevido a escribir una sola línea se habían convertido en amigos. Tenía vía libre para entrar en los círculos que, por regla general, permanecían altivamente cerrados a los extraños: vi los palais del Faubourg St. Germain, los palazzi de Italia, muchas colecciones privadas; en las bibliotecas no tenía que hacer cola delante de un mostrador para poder sacar libros, sino que sus directores en persona me enseñaban los tesoros escondidos; fui huésped de los anticuarios en el país de los millonarios del dólar, como el doctor Rosebach, ante cuyas tiendas los pequeños coleccionistas pasaban lanzando miradas tímidas. Por primera vez tuve la ocasión de echar un vistazo al llamado mundo «superior» y, con él, disfrutar de la comodidad y el placer de no tener que pedir permiso a nadie para entrar, sino que todo me era dado. Pero ¿acaso vi mejor el mundo de esta manera? No cesaba de añorar los viajes de mi juventud, cuando no me esperaba nadie y, debido a mi aislamiento, todo parecía misterioso; de modo que tampoco quise renunciar a mi manera de viajar de antes. Así, cuando llegué a París me abstuve de comunicarlo el mismo día aun a mis mejores amigos, tales como Roger Martin du Gard, Jules Romains, Duhamel y Masereel. Antes que nada quería deambular por las calles, igual que cuando era estudiante: sin obstáculos y sabiendo que nadie me esperaba. Visité los viejos cafés y las pequeñas fondas de antaño; me hacía ilusión regresar a mis tiempos de juventud; de la misma manera, cuando quería trabajar, me iba a los lugares más absurdos, a villas de provincia como Boulogne, Tirano o Dijon; era fabuloso ser un desconocido, alojarme en pensiones después de haberlo hecho en hoteles asquerosamente lujosos, ya dar un paso adelante ya otro atrás, distribuir a placer luces y sombras. Y aunque más adelante Hitler me arrebató la buena conciencia de haber vivido una década más como un europeo, actuando de acuerdo con mi voluntad y ejerciendo la libertad más íntima, ni siquiera él podía ya volvérmela a confiscar ni destruir.

De entre aquellos viajes, sobre todo uno me resultó en sumo grado emocionante e instructivo: el que hice a la nueva Rusia. En 1914, poco antes de la guerra, cuando trabajaba en mi libro sobre Dostoievski, ya tenía previsto ese viaje; pero se había interpuesto entonces la guadaña sangrienta de la guerra y a partir de aquel momento me retuvieron las dudas. Con el experimento bolchevique, Rusia se había convertido para todos los intelectuales en el país más fascinante de la posguerra, admirado con tanto entusiasmo como fanáticamente combatido, y en ambos casos sin suficiente conocimiento de causa. Nadie sabía a ciencia cierta-debido por un lado a la propaganda y por otro a la rabiosa contrapropaganda qué pasaba en aquel país. Pero sí sabíamos que allí se gestaba algo completamente nuevo, algo que, de buen grado o por la fuerza, podía resultar determinante para la futura forma de nuestro mundo. Shaw, Wells, Barbusse, Istrati, Gide y muchos otros habían viajado hasta allí, unos regresaban entusiasmados, otros decepcionados, y yo no habría sido un hombre vinculado al mundo del espíritu, interesado en lo nuevo, si no me hubiese seducido también a mí la perspectiva de hacerme una idea de primera mano. Mis libros habían tenido allí una difusión extraordinaria, no tan sólo en la edición completa prologada por Maxim Gorki, sino también en ediciones pequeñas y baratas, a cuatro kópecs un ejemplar, destinadas a amplios círculos de población; de manera que podía estar seguro de una buena acogida. Lo que, sin embargo, aún me retenía era el hecho de que viajar a Ru-sia en aquellos momentos significaba en cierto modo ya a priori tomar partido, cosa que me obligaba a pronunciarme públicamente en uno de los dos sentidos: reconocimiento o rechazo. Y yo, que en lo profundo de mi ser detestaba todo lo político y dogmático, me negaba a imponerme a mí mismo un juicio acerca de un país tan enorme y un problema no resuelto todavía, y todo sin más base que una ojeada superficial de pocas semanas. Así que a pesar de mi ardiente curiosidad no me acababa de decidir a viajar a la Unión Soviética.

Pero he aquí que a principios de la primavera de 19 2 8 me llegó una invitación para participar-como delegado de los escritores austríacos-en la celebración del centenario del nacimiento de Lev Tolstói en Moscú y para pronunciar unas palabras en su honor durante la velada de homenaje. No tenía ningún motivo para declinar la invitación puesto que mi visita, gracias a su finalidad exenta de todo partidismo, eludía cualquier aspecto político. No se podía tomar a Tolstói, el apóstol de la non-violence, por bolchevique y hablar de él como escritor me correspondía por derecho notorio, pues se habían difundido miles de ejemplares de mi libro dedicado a su figura; también me parecía que, desde el punto de vista europeo, era una demostración importante el que escritores de todos los países se reuniesen para rendir homenaje al más grande de entre ellos. De modo que acepté, y nunca hube de arrepentirme de aquella súbita decisión mía. Ya el viaje a través de Polonia fue toda una experiencia. Vi con qué rapidez es capaz nuestra época de curar las heridas que ella misma causa. Las mismas ciudades de Galitzia que yo había conocido en ruinas en 1915 se levantaban nuevas y resplandecientes; me di cuenta de que diez años, que en la vida de un individuo constituyen un período de tiempo considerable, en la vida de un pueblo no son más que un abrir y cerrar de ojos. En Varsovia no se veía ninguna huella de que la hubiesen atravesado-dos, tres o cuatro veces-ejércitos victoriosos o vencidos. Los cafés resplandecían de mujeres elegantes. Los oficiales que se paseaban por las calles, esbeltos y con uniformes a medida, parecían más bien consumados actores de la corte que interpretaban el papel de soldado. En todas partes se advertía actividad y se respiraba confianza y orgullo, un orgullo justificado por el hecho de que la República de Polonia se alzaba con tanto vigor sobre los escombros de los siglos. Desde Varsovia proseguí el viaje rumbo a la frontera rusa. El terreno se volvía más llano y arenoso; en cada estación se reunía el pueblo entero, ataviados sus habitantes con abigarrados trajes típicos, porque en la época en cuestión no pasaba por aquellas tierras más que un tren de pasajeros al día en dirección al país prohibido y cerrado, y ver los resplandecientes vagones de un expreso que unía el mundo del Este con el occidental era todo un acontecimiento. Finalmente, llegamos a la estación fronteriza de Negorolie. Por encima de la vía se extendía una tira de tela roja como la sangre con una inscripción cuyas letras cirílicas yo era incapaz de leer. Me las descifraron: «¡Proletarios de todos los países, uníos!» Al pasar por debajo de esa cinta de color rojo ardiente se entraba en el imperio del proletariado, la Unión Soviética , un mundo nuevo. El tren en que viajábamos, ciertamente, no tenía nada de proletario. Era un tren de coches cama de la época zarista, más cómodo y agradable que los trenes de lujo europeos porque era más ancho y corría más despacio. Era la primera vez que yo viajaba por tierra rusa y, cosa sorprendente, no me produjo ninguna sensación de extrañeza. Todo me resultaba curiosamente familiar: la suave melancolía de la estepa vasta y desierta, las pequeñas isbas y los pueblos con sus campanarios acabados en forma de cebolla, los hombres de barbas largas, medio campesinos y medio profetas, que nos saludaban con ancha sonrisa franca y cordial, las mujeres con sus pañuelos multicolores y sus delantales blancos que vendían levas, huevos y pepinos. ¿De dónde conocía yo todo aquello? Pues de los maestros de la literatura rusa-de Tolstói, Dostoievski, Aksákov, Gorki-que nos describen la vida del «pueblo» de esa manera tan magníficamente realista. Aunque no conocía la lengua creía comprender lo que decía la gente, aquellos hombres entrañablemente sencillos, con sus blusones holgados y cómodos, y los jóvenes trabajadores del ferrocarril que jugaban al ajedrez o leían o charlaban, esa espiritualidad inquieta e indómita de la juventud que resucita cada vez que resuena un llamamiento a to-das sus fuerzas. No sé si era el amor de Tolstói y de Dostoievski por el «pueblo» lo que actuaba en mi interior como una evocación, pero lo cierto es que ya en el tren me embargó un sentimiento de simpatía por el carácter de esas gentes, ingenuas y enternecedoras, sensatas y reacias al adoctrinamiento.

Los quince días que estuve en la Unión Soviética los pasé en un estado constante de alta tensión. Veía, oía y admiraba, sentía aversión, entusiasmo e indignación, todo era como una corriente alterna entre frío y calor. La misma ciudad de Moscú era ya una disonancia: la espléndida Plaza Roja, con sus murallas y sus torres acabadas en forma de cebolla, era magníficamente tártara, oriental, bizantina, o lo que es lo mismo, rusa primitiva, y a su lado, como una horda extraña de gigantes americanos, edificios altos y modernos, ultramodernos. No cuadraba nada. En las iglesias seguían inmóviles, ennegrecidos por el humo, los viejos iconos y los altares de los santos, cuajados de joyas; y cien pasos más allá, yacía en su féretro de cristal el cuerpo de Lenin, con un traje negro recién teñido (ignoro si en nuestro honor). Al lado de automóviles relucientes, unos izvozchiks barbudos y zarrapastrosos fustigaban a sus magros jamelgos con palabras sonoras y cariñosas; la magnífica y zarista Gran Ópera, donde se celebraba la velada, resplandecía con destellos pomposos ante un público proletario, y en los suburbios, cual ancianos sucios y abandonados, se levantaban unas casas viejas y destartaladas que tenían que apoyarse una contra otra para no desmoronarse. Todo era viejo e indolente desde hacía demasiado tiempo, todo se había oxidado, y ahora, de golpe, quería volverse moderno, ultramoderno, supertécnico. Esas prisas daban a Moscú un aire de ciudad superpoblada, atestada hasta los bordes y caótica en su febril movimiento. Había gente agolpada en todas partes, en las tiendas, frente a los teatros, y en todos esos lugares tenía que esperar, pues todo estaba tan ultraorganizado que nada funcionaba bien; la nueva burocracia, encargada de imponer el «orden», todavía disfrutaba del placer de llenar formularios y expedir permisos, con lo cual lo atrasaba todo. La gran velada, que debía empezar a las seis, empezó a las nueve y media; cuando, muerto de cansancio, salí de la Ópera a las tres de la madrugada, los oradores, impertérritos, aún seguían hablando; a todas las recepciones, a todas las citas, los europeos llegaban una hora antes. El tiempo se escurría entre los dedos y, a pesar de ello, cada segundo estaba cuajado de algo que mirar, observar, discutir; había una especie de fiebre en todo aquello y se notaba cómo, poco a poco, se apoderaba de uno esa misteriosa inflamación del alma rusa y ese deseo indomable de exteriorizar en seguida los sentimientos y las ideas que ardían en su interior. Sin saber por qué ni para qué, nos sentíamos todos ligeramente exaltados; era algo que se respiraba en aquel ambiente, inquieto y nuevo; a lo mejor ya empezaba a gestarse dentro de nosotros un alma rusa.

Había muchas cosas espléndidas, sobre todo Leningrado, esa ciudad tan genialmente concebida por unos príncipes audaces que resplandecía con sus maravillosas avenidas y sus magníficos palacios al tiempo que mostraba el deprimente San Petersburgo de las «noches blancas» y de Raskólnikov. Era imponente el Ermitage einolvidable su interior, donde, en grupos, gorra en mano tan respetuosamente como antaño ante sus iconos, los obreros, los soldados y los campesinos recorrían con sus pesadas botas los antiguos salones imperiales y contemplaban los cuadros con secreto orgullo: ahora todo esto es nuestro y aprenderemos a comprender estas cosas. Los maestros conducían a niños mofletudos a través de las salas, los comisarios de arte explicaban la obra de Rembrandt y de Ticiano a campesinos que los escuchaban un tanto cohibidos: cada vez que se les indicaba un detalle, levantaban tímidamente la mirada bajo sus gruesos párpados. Tanto en éste como en todos los demás casos, ese esfuerzo puro y honrado de sacar al «pueblo» del analfabetismo de la noche a la mañana y llevarlo directamente a la comprensión de Beethoven y de Vermeer encerraba un cierto toque de ridículo, pero ese esfuerzo de unos por volver comprensibles de buenas a primeras aquellos valores supremos, y el de los otros, por comprenderlos, estaba lleno de impaciencia por las dos partes. En las escuelas, a los alumnos se les hacía pintar cosas absurdas y extravagantes y en los bancos de niñas de doce años se veían obras de Hegel y de Sorel (a quien a la sazón ni yo mismo conocía); cocheros que aún no sabían leer del todo tenían libros en las manos, simplemente porque eran eso: libros, y libros quería decir «instrucción», es decir, el honor y el deber del nuevo proletariado. Ay, cuántas veces se nos escapaba una sonrisa cuando nos enseñaban unas fábricas mediocres y esperaban que nos quedásemos maravillados como si nunca hubiéramos visto nada parecido en Europa o en América; «eléctrica», me dijo orgulloso un obrero, señalándome una máquina de coser y mirándome con la esperanza de que me deshiciera en admiraciones. Como el pueblo veía todos esos ingenios técnicos por vez primera, creía que los habían concebido e inventado la Revolución y los «padres» Lenin y Trotski. Así que, aunque divertidos por dentro, sonreíamos llenos de admiración y nos quedábamos maravillados. «Qué niño más grande, inteligente y bondadoso es esta Rusia», pensaba yo cada vez y me preguntaba si realmente aprendería tamaña lección con la rapidez que se había propuesto. ¿Seguirá desarrollándose este plan o se estancará y acabará desembocando en el viejo oblomovismo ruso? Por mo-mentos estaba uno lleno de confianza y al cabo de una hora desconfiaba. A medida que iba viendo yo más cosas, menos comprendía.

Pero ¿estaba esa disensión dentro de mí o más bien se cimentaba en la manera de ser rusa? ¿Acaso no se encontraba incluso en el alma de Tolstói, a quien habíamos ido a homenajear? Durante el viaje en tren a Yásnaia Poliana, hablé de ello con Lunacharski:

-¿Qué fue Tolstói en realidad?-me preguntó Lunacharski-. ¿Un revolucionario o un reaccionario? ¿Acaso él mismo lo sabía? Como buen ruso, lo quería todo demasiado deprisa, pretendía cambiar el mundo entero en un abrir y cerrar de ojos después de miles de años. Como nosotros-añadió sonriendo-, y con una sola fórmula, exactamente igual que nosotros. No se nos comprende bien cuando se dice que los rusos somos pacientes. Lo somos en lo tocante a nuestro cuerpo e incluso a nuestra alma. Pero en cuanto al pensamiento, somos más impacientes que cualquier otro pueblo, siempre queremos saber todas las verdades, «la» verdad, y en seguida. ¡Cómo se torturó el viejo a causa de eso!

En efecto, cuando visité la casa de Tolstói en Yásnaia Poliana, en ningún momento dejé de sentir aquel «¡Cómo se torturó el viejo a causa de eso!». Allí estaba la mesa de despacho en que había escrito sus obras inmortales y que había abandonado para hacer zapatos en la miserable pieza de al lado. Allí estaban la puerta y la escalera por donde había querido huir de aquella casa, del dilema de su existencia. Allí estaba el fusil con el que había matado a enemigos en la guerra, él, que era enemigo de todas las guerras. Todo el problema de su existencia se me hizo patente y palpable en aquella casa señorial baja y blanca; pero su tragedia quedó maravillosamente apaciguada luego por el camino a su último lugar de reposo.

Y es que no he visto en Rusia nada tan grandioso y conmovedor como la tumba de Tolstói. Se halla este lugar de peregrinaje en un paraje apartado y solitario incrustado en el bosque. Un sendero estrecho conduce hasta el túmulo, que no es más que un cuadrado de tierra amontonada que nadie cuida ni vigila, excepto la sombra que sobre él proyectan unos cuantos árboles altísimos. Según me contó su nieta ante la tumba, los había plantado el propio Tolstói. Su hermano Nikolái y él de pequeños habían oído decir a una mujer de pueblo que el trozo de tierra donde se plantan árboles se convierte en un lugar de felicidad. Y así, medio jugando, plantaron unos cuantos brotes. Sólo mucho más tarde, ya anciano, se acordó de aquella promesa maravillosa y acto seguido manifestó su deseo de ser enterrado bajo aquellos árboles que él mismo había plantado. Todo se hizo de acuerdo con su voluntad y su tumba se convirtió en la más impresionante del mundo gracias a su conmovedora sencillez. Un pequeño túmulo rectangular en medio del bosque, sombreado por unos árboles en flor… Nulla crux, nulla corona! Ninguna cruz, ninguna lápida, ningún epitafio. El gran hombre que, como ningún otro, había sufrido por su nombre y por su fama, fue enterrado anónimamente, igual que un vagabundo encontrado por casualidad o un soldado desconocido. Nadie se ve privado de acercarse a su tumba; la pequeña valla de madera que la rodea no está cerrada. Nada guarda la quietud de aquel hombre inquieto, salvo el respeto de los hombres. Mientras que, por lo general, la curiosidad los empuja a apiñarse ante la suntuosidad de una sepultura, aquí, la contundente sencillez aleja a toda fisgonería. El viento sopla como palabra de Dios sobre la tumba del hombre anónimo; ninguna voz más; se podría pasar por delante de ella sin saber otra cosa sino que allí yace alguien, un ruso enterrado en tierra rusa. Ni la cripta de Napoleón bajo el arco de mármol de los Inválidos ni el sepulcro de Goethe en el panteón de los príncipes ni ninguno de los monumentos funerarios de la abadía de Westminster impresionan tanto con su aspecto como esta tumba conmovedora en su anonimato, magnífica en su silencio, perdida en medio del bosque y rodeada tan sólo por el susurro del viento; sin mensaje alguno, sin palabras. Había pasado quince días en Rusia y seguía experimentando aquella tensión interior, aquella niebla que envolvía una ligera embriaguez espiritual. ¿Qué era, en realidad, lo que tanto me excitaba? No tardé en descubrirlo: eran las personas y la cordialidad espontánea que desprendían. Todas ellas, desde la primera hasta la última, estaban convencidas de que participaban en una gran causa que afectaba a toda la humanidad, profundamente convencidas de que las privaciones y restricciones que padecían las tenían que sufrir por mor de una misión superior. El viejo sentimiento de inferioridad respecto a Europa se había convertido en un orgullo embriagador de llevar ventaja, de haberse adelantado a todo el mundo. Ex oriente lux: de ellos venía la salvación; así lo creían sincera y honradamente. Ellos habían visto «la» verdad y a ellos correspondía llevar a cabo aquello que los otros apenas si soñaban. Cuando enseñaban algo, por insignificante que fuera, les brillaban los ojos: «Lo hemos hecho nosotros.» Y ese «nosotros» representaba a todo el pueblo. El cochero que nos llevaba nos señalaba con su látigo un edificio moderno cualquiera y una ancha sonrisa le iluminaba la cara: «Lo hemos construido nosotros.» Tártaros y mongoles se nos acercaban en los locales de estudiantes para enseñarnos, orgullosos, sus libros: «¡Darwin!», decía uno. «¡Marx!», decía otro. Y estaban tan orgullosos de esos libros como si los hubiesen escrito ellos mismos. Incansables, no cesaban de apiñarse en torno a nosotros para enseñarnos o contarnos cosas; estaban agradecidos porque alguien había ido a contemplar «su» obra. Todos-¡años antes de Stalin!-tenían una confianza infinita en los europeos; nos obsequiaban con miradas leales y bondadosas y nos estrechaban la mano con fuerza y fraternidad. Pero incluso los más humildes demostraban que, si bien nos querían, no sentían «respeto», porque todos éramos hermanos, tovarischi, camaradas. Otro tanto ocurría entre los escritores. Nos reuníamos en la casa que había pertenecido a Aleksandr Herzen, no tan sólo europeos y rusos, sino también tunguses, georgianos y caucasianos, pues todos los Estados Soviéticos habían enviado sendos delegados al homenaje de Tolstói. Con la mayoría de ellos no había manera de entenderse y, sin embargo, nos entendíamos. De vez en cuando se levantaba uno, se te acercaba, nombraba el título de un libro que habías escrito, señalaba hacia su corazón como para decir «me gusta mucho» y después te cogía la mano y te la estrechaba como si quisiese romperte todos los huesos. Y algo más emotivo aún: cada uno traía un regalo. Corrían malos tiempos todavía y aquella gente no tenía nada de valor; aun así todos aportaron algún objeto para que tuviésemos un recuerdo: un grabado antiguo y sin valor, un libro que no sabían leer, una talla rústica. Yo, por su-puesto, lo tenía más fácil pues podía corresponder con cosas preciosas que Rusia no había visto en años: una hoja de afeitar Gillette, una estilográfica, unos cuantos pliegos de papel blanco de buena calidad, un par de blandas zapatillas de cuero; de manera que regresé a casa muy ligero de equipaje. Lo que más nos embargaba era precisamente esa cordialidad muda y, al mismo tiempo, impulsiva, esa amplitud y ese calor humano que allí se percibían a cada paso y que son tan desconocidos entre nosotros, pues aquí jamás se llegaba hasta el pueblo; toda reunión con aquellas personas constituía una seducción peligrosa a la que se han rendido muchos escritores extranjeros que habían visitado Rusia. Como se veían agasajados como nunca y queridos por la masa auténtica, se creían en la obligación de elogiar al régimen bajo el cual eran tan leídos y amados: es propio de la naturaleza humana responder a la generosidad con generosidad, al exceso con exceso. Debo confesar que en Rusia, en más de una ocasión, estuve a punto de volverme laudatorio y de entusiasmarme con el entusiasmo.

Si no sucumbí a esta embriaguez mágica, no fue gracias a mi fuerza interior sino más bien a un desconocido cuyo nombre ignoro y nunca conoceré. Fue después de una fiesta de estudiantes. Me habían rodeado, abrazado y estrechado las manos. Contagiado de su entusiasmo, contemplaba contento y feliz sus rostros animados. Cuatro, cinco, todo un grupo me acompañó a casa y la intérprete que me habían asignado me lo traducía todo. Sólo cuando cerré la puerta de mi habitación de hotel me quedé realmente solo, solo por primera vez después de doce días, en los que siempre había ido acompañado, arropado, llevado por cálidas olas. Empecé a desnudarme y me quitaba la chaqueta cuando oí un crujido. Metí la mano en el bolsillo. Era una carta. Una carta escrita en francés pero que no me había llegado por correo, sino que alguien debía de haber deslizado hábilmente en mi bolsillo entre tantos abrazos y apretones de mano.

Sin firma, era una carta muy sensata y humana; no estaba escrita ciertamente por un ruso «blanco», pero sí rebosaba irritación ante la creciente limitación de la libertad en los últimos años. «No crea todo lo que le dicen-me escribía el desconocido-. No olvide que, a pesar de todas las cosas que le enseñan, dejan de enseñarle otras muchas. No olvide que las personas que hablan con usted, por lo general no le cuentan lo que les gustaría contarle sino sólo aquello que se les permite decir. Nos vigilan a todos, incluido usted. Su intérprete informa de todo lo que se dice. Su teléfono está interceptado y controlados todos sus pasos.» Me daba una serie de detalles y ejemplos que yo no podía comprobar. Quemé la carta, siguiendo las instrucciones de su autor. «No se limite a romperla, pues recogerían los trozos de su papelera y la reconstruirían.» Y por primera vez me puse a reflexionar sobre todo eso. ¿No era un hecho real que en medio de tanta cordialidad sincera, de toda aquella espléndida camaradería, no había tenido ni una sola ocasión de hablar con alguien en privado y con libertad? El desconocimiento de la lengua me había impedido ponerme en contacto real con la gente del pueblo, y, además, ¡qué pequeña era la parte de aquel imperio inabarcable que yo había visto en aquellos quince días! Si quisiese ser sincero conmigo mismo y con los demás, tendría que admitir que mis impresiones, por más interesantes y atractivas que fuesen en muchos de sus detalles, no podían tener validez objetiva. Por eso mismo, mientras que casi todos los escritores europeos que regresaban de Rusia en seguida publicaban un libro de afirmación entusiasta o de negación exasperada, yo no escribí más que unos pocos artículos. E hice bien absteniéndome, pues al cabo de tres meses muchas cosas habían cambiado tanto que ya no se parecían a lo que yo había visto, y al cabo de un año, los hechos habrían desmentido lo que yo hubiera escrito. Aun así, fue en Rusia donde sentí y experimenté, como en ningún otro momento de mi vida, la fuerza de la corriente de nuestra época.

En el momento de partir de Moscú mis maletas estaban bastante vacías. Había repartido todo aquello de lo que me podía desprender y tan sólo me llevaba dos iconos, que más tarde han adornado mi habitación durante largo tiempo. Pero lo más valioso que me llevaba era la amistad de Maxim Gorki, a quien había conocido en Moscú por vez primera personalmente. Uno o dos años más tarde lo volví a ver en Sorrento, adonde se había tenido que desplazar a causa de su salud quebrada, y allí, como huésped suyo, pasé en su casa tres días inolvidables.

A decir verdad, aquel encuentro nuestro fue de lo más singular. Gorki no dominaba ningún idioma extranjero y yo, a mi vez, no sabía ruso. De acuerdo con todas las leyes de la lógica, habríamos tenido que permanecer sentados el uno delante del otro sin decir palabra o bien mantener una conversación a través de un intérprete, labor que habría desempeñado nuestra admirada amiga, h baronesa María Budberg. Pero no por casualidad era Gorki uno de los narradores más geniales de la literatura universal; para él, narrar no sólo era una for-ma de expresión artística sino una emanación funcional de todo su ser. Narrando vivía en su narración, se transformaba en aquello que narraba, y yo lo comprendía sin entender la lengua, lo comprendía de antemano gracias a la plasticidad de su rostro. Mirándolo bien, su aspecto era-y no se puede decir de otra manera-sólo «ruso». No había nada en sus rasgos que llamase la atención; a aquel hombre alto y esbelto, con pelo color de paja y pómulos anchos, se lo podría tomar por un campesino, un cochero, un zapatero remendón o un bohemio de descuidado aspecto. No era sino «pueblo», la forma primitiva y concentrada del hombre ruso. En la calle pasaríais distraídamente a su lado y no notaríais en él nada especial. Sólo cuando se sentara delante de vosotros y se pusiera a narrar, descubríais quién era. Porque entonces involuntariamente se convertía en la persona a la que retrataba. Recuerdo una ocasión en que-y lo comprendí todo antes de que me lo tradujesen-describía a un hombre viejo, encorvado y cansado al que había encontrado una vez, durante uno de sus paseos. Sin que él se lo propusiera, se le hundió la cabeza, se le encogieron los hombros y sus ojos, brillantes y de un azul cristalino cuando había empezado, se volvieron oscuros y fatigados, y la voz, entrecortada. Sin saberlo, se había transformado en el viejo jorobado. Y cuando contaba algo alegre, no tardaba en estallar en una franca carcajada; se recostaba relajado y una luz tenue se posaba en su frente; era un placer indescriptible escucharlo mientras, con gestos circulares-diríase plásticos-, reunía en torno a su persona a hombres y paisajes. En él todo era sencillo y natural: su manera de andar, de sentarse, de escuchar, su desbordante alegría. Una tarde se disfrazó de boyar-do, se ciñó una espada y su aspecto en seguida adquirió aires de nobleza; con las cejas fruncidas en un gesto imperioso, se puso a andar enérgicamente de un lado a otro de la estancia, como si estuviera ideando un terrible ucase, y al cabo de unos instantes, en cuanto se había quitado el disfraz, se echó a reír infantilmente, como un niño aldeano. Su vitalidad era prodigiosa; vivía, de hecho, con un pulmón destrozado, contra todas las leyes de la medicina, pero una voluntad de vivir realmente fantástica, unida a su férreo sentido del deber, lo mantenía en pie. Cada mañana escribía, con su letra clara y caligráfica, nuevas páginas de su gran novela; contestaba a centenares de preguntas que, desde su patria, le dirigían escritores y obreros jóvenes; estar a su lado significaba para mí sentir, vivir Rusia, no la bolchevique, no la de antes ni la de hoy, sino la vasta, poderosa y oscura alma del pueblo eterno. En aquellos años, su decisión interior aún no estaba tomada. Como viejo revolucionario, había deseado la revolución y había sido amigo personal de Lenin, pero aún en aquellos días vacilaba ante la idea de entregarse por completo al Partido, dudaba entre «hacerse pope o papa», como decía, y, sin embargo, tenía remordimientos de conciencia por no estar con los suyos en aquellos años en que cada semana era decisiva.

Por pura casualidad, en aquellos días fui testigo de una de esas escenas tan características de la nueva situación rusa, escena que me reveló todo su dilema. Por primera vez un barco de guerra ruso en viaje de maniobras había entrado en el puerto de Nápoles. Los jóvenes marineros, que nunca habían estado en esta metrópoli, se paseaban con sus elegantes uniformes por la Via Toledo y sus grandes y curiosos ojos de campesinos no se cansaban de contemplar tantas cosas nuevas. Al día siguiente, un grupo de ellos decidió trasladarse a Sorrento con el fin de visitar a «su» escritor. No anunciaron la visita: dentro de su idea rusa de la fraternidad, encontraban perfectamente natural que «su» escritor tuviera tiempo para dedicárselo en cualquier momento. Aparecieron de repente ante su casa, y no se habían equivocado: sin hacerles esperar, Gorki los invitó a entrar. Ahora bien (el mismo Gorki me lo contó al día siguiente, riéndose), aquellos jóvenes, para los cuales no existía nada superior a la «causa», desde el primer momento se mostraron muy severos con su anfitrión. «¡Cómo puede ser que vivas aquí!-exclamaron en cuanto penetraron en el bonito y acogedor chalet-. Vives como un auténtico burgués. Y ¿por qué no vuelves a Rusia?» Gorki se vio obligado a explicárselo todo, hasta el último detalle, lo mejor que sabía. Pero, en el fondo, aquellos muchachos no eran tan severos. Simplemente habían querido de-mostrar que no sentían ningún «respeto» por la fama y que lo primero que hacían siempre era comprobar la manera de pensar de las personas. Tomaron asiento sin remilgos, bebieron té, charlaron con él durante un buen rato y por último, a la hora de despedirse, lo abrazaron uno tras otro. Gorki contó la escena de una manera sensacional, enamorado de la libertad y la desenvoltura que caracterizaban el comportamiento de esa nueva generación y sin mostrarse ofendido ni lo más mínimo por su juvenil franqueza.

Cuán distintos éramos nosotros-repetía-. O sumisos o impulsivos, pero nunca seguros de nosotros mismos.

Los ojos le brillaron durante toda la tarde. Y cuando le dije:

Creo que a usted le hubiera gustado regresar a casa con ellos-se quedó perplejo durante unos instantes y luego me miró fijamente:

¿Cómo lo sabe? Es verdad, he estado pensando hasta el último momento si no valdría más dejarlo correr todo, los libros, los papeles, el trabajo, y embarcarme con estos muchachos para pasar quince días a bordo de su barco con rumbo desconocido. Así habría sabido de nuevo lo que es Rusia. Lejos de casa, se olvida lo mejor; ninguno de nosotros ha hecho en el exilio nada que valga la pena.

Pero Gorki se equivocaba al decir que Sorrento era un exilio, pues podía volver a casa cualquier día y, de hecho, fue lo que hizo. No había sido desterrado con sus libros, con su persona, como Merezhkovski-a quien encontré en París trágicamente amargado-ni como los que hoy somos, en las bellas palabras de Grillparzer, «dos extranjeros y ninguna patria», los que vivimos sin hogar, en medio de lenguas prestadas, llevados por el viento de un lado para otro. Unos días después, sin embargo, tuve la oportunidad de visitar en Nápoles a un exiliado de verdad, un hombre muy singular: Benedetto Croce. Durante décadas había sido guía espiritual de la juventud y, como senador y ministro, había conocido todos los honores públicos en su país, hasta que su oposición al fascismo le acarreó un conflicto con Mussolini. Renunció entonces a todos sus cargos y se retiró; pero ello no fue suficiente para los intransigentes, que querían vencer su resistencia e, incluso, castigarla si lo consideraban pertinente. Los estudiantes, que, a diferencia de antaño, hoy se han convertido en todas partes en tropas de asalto de la reacción, atacaron su casa rompiendo todos los cristales. Pero aquel hombre bajito y rechoncho, que con sus ojos vivaces y su perilla puntiaguda parecía más bien un burgués acomodado, no se dejó intimidar. Se negó a salir del país y se quedó encerrado en su casa protegido por la muralla de sus libros, a pesar de haber recibido invitaciones de universidades americanas y extranjeras. Siguió editando su revista Critica con su estilo de siempre, siguió publicando sus libros y tan poderosa era su autoridad que la censura, por lo común implacable, se arredró ante él por orden de Mussolini, mientras que sus discípulos y partidarios fueron completamente eliminados. Para un italiano e incluso para un extranjero, visitarlo exigía mucho valor porque las autoridades sabían muy bien que él, dentro de su ciudadela, en sus habitaciones llenas de libros hasta el techo, hablaba sin ambages. Vivía, por decirlo así, en un espacio herméticamente cerrado, en una especie de burbuja de aire, en medio de cuarenta millones de compatriotas. Ese aislamiento hermético de un individuo en una ciudad de miles de habitantes, en un país de millones de habitantes, para mí tenía algo de espectral y grandioso al mismo tiempo. Yo aún no sabía que se trataba de una forma de mortificación espiritual, aunque mucho más suave que la que más tarde se nos vendría encima a nosotros, y no podía menos que admirar el vigor y la energía espiritual que aquel hombre ya viejo conservaba en su lucha diaria.

-Es precisamente la resistencia lo que le mantiene joven a uno. Si hubiese continuado como senador, todo me habría resultado fácil, y como intelectual me habría vuelto perezoso e inconsecuente ya hace tiempo. Nada perjudica tanto al intelectual como la falta de resistencia. Desde que estoy solo y ya no tengo a la juventud a mi alrededor, me veo obligado a volverme joven yo mismo.

Pero tuvieron que pasar unos cuantos años más para que también yo comprendiera que las pruebas son un reto, que la persecución fortalece y el aislamiento eleva, siempre y cuando no haga trizas una existencia. Como todas las cosas esenciales de la vida, estos conocimientos no se aprenden de la experiencia ajena, sino única y exclusivamente del destino propio.

El hecho de que yo jamás haya visto al hombre más importante de Italia, Mussolini, se debe a mi resistencia a aproximarme a personalidades políticas; ni siquiera en mi patria, la pequeña Austria, me topé nunca con ninguno de los líderes políticos (toda una proeza, dicho sea de paso), ni con Seipel, ni con Dollfuss, ni con Schuschnigg. Y sin embargo, habría sido mi deber dar personalmente las gracias a Mussolini (quien, según supe por amigos comunes, era uno de los primeros y mejores lectores de mis libros en Italia) por la manera espontánea con que me había concedido el primer-y último-favor que jamás haya pedido yo a un gobernante.

La cosa fue así: un buen día recibí una carta urgente de un amigo de París; una señora italiana quería visitarme en Salzburgo para hablar de un asunto importante y el amigo me pedía que la recibiera sin dilación. La señora se presentó al día siguiente y me contó algo realmente conmovedor. Nacido en el seno de una familia humilde, su marido, que acabó siendo un médico destacado, había sido criado y educado por Matteotti. Ante el brutal asesinato de aquel dirigente socialista a manos de los fascistas, la conciencia mundial, ya bastante cansada, volvió a reaccionar unánimemente contra un crimen aislado. Toda Europa hervía de indignación. El fiel amigo fue uno de los seis valientes que se habían atrevido a llevar el ataúd del asesinado, públicamente, por las calles de Roma; poco después, boicoteado y amenazado, partió para el exilio. Pero la preocupación por el destino de la familia Matteotti no le dejaba descansar; en memoria de su benefactor, quiso sacar de Italia a los hijos de éste y enviarlos al extranjero. En medio de aquel intento clandestino cayó en manos de espías o agentes provocadores y fue detenido. Como el volver a sacar a la luz el nombre de Matteotti era molesto para Italia, un proceso por semejante motivo difícilmente habría arrojado una sentencia condenatoria para el médico; pero el fiscal hábilmente lo implicó en otro juicio que se celebraba al mismo tiempo y en el que se dirimía un atentado con bomba contra Mussolini. Y el médico, que había ganado las condecoraciones militares más altas en el campo de batalla, fue condenado a diez años de cárcel.

La joven esposa, huelga decirlo, estaba muy afectada. Algo se tenía que hacer contra aquella sentencia porque su marido no la sobreviviría. Era preciso reunir a todos los nombres literarios de Europa en una protesta ruidosa, y me pedía que la ayudara. En seguida le aconsejé que descartara la vía de la protesta, pues sabía hasta qué punto, desde la guerra, todas esas manifestaciones habían caído en desuso. Intenté persuadirla de que, por orgullo nacional, ningún país toleraría que se pusiesen en tela de juicio, desde fuera, sus decisiones judiciales y le hice ver que la protesta europea en el caso Sacco y Vanzetti en América había arrojado un resultado más desfavorable que propicio para los encausados. Encarecidamente le rogué que no emprendiera acción alguna en este sentido. No habría hecho sino empeorar la situación de su marido, pues Mussolini jamás ordenaría la conmutación de la pena-no podría hacerlo aunque quisiera-si tal cosa se le imponía desde fuera. Pero le prometí, sinceramente emocionado, que haría todo lo posible. Por puro azar, justo la semana siguiente me disponía a viajar a Italia, donde tenía amigos bien dispuestos que ocupaban cargos influyentes. A lo mejor ellos podrían intervenir, silenciosamente, a su favor.

Lo intenté el mismo día de mi llegada. Pero también vi hasta qué punto en las almas se había incrustado el miedo. En cuanto mencioné aquel nombre, todos se inhibieron. No, no tenían influencia en ese caso. Era del todo imposible. La misma respuesta de una boca y de otra. Regresé avergonzado, porque a lo mejor la desdichada mujer creería que yo no lo había intentado todo. Y era la verdad: no lo había intentado todo. Aún quedaba una posibilidad: el camino más corto, directo, esto es, escribir al hombre del que dependía la decisión, a Mussolini.

Y así lo hice. Le escribí una carta realmente sincera. No quería empezar con lisonjas, le dije en la primera línea, y acto seguido abordé el asunto: que no conocía a aquel hombre ni el alcance de sus acciones, pero que había visto a su mujer, que sin duda era inocente, pero sobre la cual también recaería todo el peso del castigo si su marido pasaba todos aquellos años en la cárcel. De ninguna manera pretendía criticar la sentencia, pero presumía que a aquella mujer le salvaría la vida el que su marido, en lugar de cumplir condena en la cárcel, fuera enviado a una de las islas destinadas a presos, donde se permitía a esposas e hijos vivir con los desterrados.

Cogí la carta, dirigida a Su Excelencia Benito Mussolini, y la eché a mi habitual buzón de correos de Salzburgo. Cuatro días después me escribió la embajada italiana de Viena diciendo que Su Excelencia les encargaba darme las gracias y comunicarme que había accedido a mi deseo y, además, previsto una disminución del tiempo de la condena. Al mismo tiempo me llegó un telegrama de Italia que confirmaba el traslado solicitado. De un solo plumazo, Mussolini en persona había satisfecho mi petición, y, en honor a la verdad, el condenado no tardó mucho en beneficiarse de un indulto. En toda mi vida, ninguna otra carta me proporcionó tanta alegría y satisfacción, y si hay algún éxito literario que hoy recuerde más que otros y con especial gratitud, es éste.

Resultaba agradable viajar en aquellos últimos años de calma. Pero también era grato volver a casa. Una cosa curiosa se había producido mientras tanto en medio de un silencio absoluto. La pequeña ciudad de Salzburgo, con sus 40.000 habitantes, que yo había escogido precisamente por su romántica situación apartada, había experimentado un cambio sorprendente: se había convertido, en verano, en la capital artística no sólo de Europa sino también del mundo entero. Max Reinhardt y Hugo von Hofmannsthal, para remediar la indigencia de actores y músicos, que en verano no tenían trabajo, habían organizado al aire libre, en la plaza de la catedral, unas cuantas representaciones-sobre todo aquella célebre de Cada cual-que desde el primer momento atrajeron a visitantes de las ciudades vecinas; más adelante también lo intentaron con representaciones de óperas, cada vez mejor hechas, cada vez más perfectas. Poco a poco el mundo fue fijándose en ellas. Ambiciosos, deseaban estar allí los mejores directores, actores y cantantes, contentos de tener la oportunidad de mostrar su arte ante un público internacional y no limitarse a su reducido círculo local de espectadores. De pronto los festivales de Salzburgo se convirtieron en una atracción mundial, en una especie, por decirlo así, de juegos olímpicos del arte de la nueva era en cuyos foros competían, exhibiendo sus mejores producciones, todas las naciones del mundo. Ya nadie quería perderse aquellos extraordinarios espectáculos. Reyes y príncipes, millonarios americanos y estrellas de cine, amantes de la música, artistas, escritores y esnobs se daban cita en Salzburgo en aquellos últimos años; nunca se había producido en Europa semejante concentración de perfección dramática y musical como la que rebosaba aquella pequeña ciudad de la pequeña Austria, menospreciada durante mucho tiempo. Salzburgo floreció. En verano, se encontraban en sus calles todos aquellos europeos y americanos que buscaban en el arte la forma suprema de representación, vistiendo el traje típico de Salzburgo: pantalones cortos de lino blanco y chaquetas, los hombres, y el abigarrado «vestido de campesina», las mujeres. La pequeña Salzburgo de repente se había adueñado de la moda mundial. La gente se peleaba por una habitación de hotel, la llegada de los automóviles al teatro del festival resultaba tan fastuosa como antaño el desfile de carruajes al baile de la corte imperial y la estación del ferrocarril estaba siempre llena a rebosar; otras ciudades intentaron desviar hacia ellas tamaña corriente de oro, pero no lo consiguieron. Era Salzburgo, y siguió siéndolo durante toda aquella década, el centro de peregrinaje artístico de Europa.

De manera, pues, que, sin moverme de mi propia ciudad, de pronto me encontré viviendo en medio de Europa. Una vez más el destino me había concedido un deseo que yo ni tan siquiera me hubiera atrevido a imaginar, y nuestra casa del Kapuzinerberg se convirtió en una casa europea. ¿Quién no ha sido nuestro huésped? Nuestro álbum de visitas podría dar mejor testimonio de ello que la simple memoria, pero también este libro, junto con la casa y muchas otras cosas, se lo han quedado los nacionalsocialistas. ¿Con quién no pasamos allí horas cordiales, mirando desde la terraza el bello y pacífico paisaje, sin sospechar que justo enfrente, en la montaña de Berchtesgaden, se alojaba el hombre que habría de destruir todo aquello? Han vivido en nuestra casa Romain Rolland y Thomas Mann, y escritores como H. G. Wells, Hofmannsthal, Jakob Wassermann, Van Loon, James Joyce, Emil Ludwig, Franz Werfel, Georg Brandes, Paul Valéry, Jane Adams, Schlaom Asch y Arthur Schnitzler fueron huéspedes acogidos como amigos; también lo fueron músicos como Ravel y Richard Strauss, Alban Berg, Bruno Walter y Bartók, y ¡cuántos más, entre pintores, actores y eruditos de todas las partes del mundo! ¡Cuántas horas de conversación plácida y clara nos traía el viento cada verano! Un día subió los escarpados peldaños Arturo Toscanini y en aquel mismo momento nació una amistad que me enseñó a amar y a disfrutar de la música mucho más que antes, y con mucho más conocimiento. Más tarde, y durante años, fui el in-vitado más fiel a sus ensayos y en cada uno de ellos fui testigo de su apasionada lucha por arrancar esa perfección que después, en los conciertos públicos, parece tan prodigiosamente natural (en cierta ocasión intenté describir en un artículo esos ensayos que representan para todo artista el estímulo más ejemplar para no desistir hasta lograr la corrección suprema). Vi espléndidamente confirmada la máxima de Shakespeare según la cual «la música es el alimento del alma» y al asistir a la competición de las artes bendije el destino que me había concedido la gracia de poder trabajar en unión permanente con ellas. ¡Cuánta riqueza y qué colorido contenían aquellos días de verano en que el arte y un paisaje privilegiado se enaltecían mutuamente! Y cada vez que, mirando atrás, evocaba la imagen de aquella pequeña ciudad-gris, decaída y oprimida-justo después de la guerra y recordaba nuestra casa donde, temblando de frío, combatíamos la lluvia que entraba por el techo, me daba cuenta de lo que habían significado para mi vida aquellos benditos años de paz. Se podía volver a creer en el mundo, en la humanidad.

Muchos huéspedes famosos y bienvenidos visitaban nuestra casa en aquellos años, pero también en las horas de soledad se apiñaba a mi alrededor un círculo mágico de figuras eminentes cuyas sombras y pisadas poco a poco he conseguido evocar: en mi ya mencionada colección de autógrafos se habían reunido, a través de su escritura, los maestros más grandes de todos los tiempos. Lo que había empezado como una afición de quinceañero, aquel simple ramillete de objetos, con el paso de los años se había convertido-gracias a una experiencia mucho mayor, a medios más abundantes y, sobre todo, a una pasión aún más intensa-en todo un producto orgánico y hasta puedo decir que en una auténtica obra de arte. En los inicios, como todo principiante, tan sólo había intentado reunir nombres, nombres famosos; luego, llevado por una curiosidad psicológica, me limité exclusivamente a coleccionar manuscritos: originales enteros o aquellos fragmentos de obras que me permitiesen formarme una idea de cómo trabajaban mis maestros favoritos. Entre los numerosos enigmas del mundo, el más profundo e inexpugnable sigue siendo el misterio de la creación. En este ámbito la naturaleza no se deja subyugar; jamás revelará ese ingenio supremo que da origen al mundo, que permite que nazca una flor, una poesía o un hombre. Despiadada e indiferente, ha corrido el velo. Ni siquiera el poeta, ni el músico, podrán explicar a postetiori el instante de su inspiración. Una vez concluida la creación, el artista ignora por completo su origen, desarrollo y evolución. Nunca, o casi nunca, es capaz de explicar cómo las palabras, al elevar su sentido, se han unido en una estrofa, cómo unos sonidos aislados han engendrado melodías que luego resuenan durante siglos. Lo único que puede brindarnos una idea de ese proceso incomprensible de creación son las páginas manuscritas, sobre todo las no destinadas a la imprenta, los primeros borradores aún inciertos y sembrados de correcciones a partir de los cuales se va cristalizando poco a poco la futura forma definitiva. Reunir esas páginas de todos los grandes poetas, filósofos y músicos, todas esas correcciones que constituían el testimonio de su lucha creadora, ocupó mi segunda y más sapiente época de coleccionista. Para mí era un placer ir por las subastas a la caza de ese material, encontrar su pista en los lugares más recónditos constituía un esfuerzo que acometía de buen grado al tiempo que era una especie de ciencia, pues poco a poco, junto a mi colección de autógrafos, se fue formando otra, que abarcaba todos los libros que se habían escrito sobre aquellos autógrafos y todos los catálogos referentes a ellos que se habían publicado, en total unos cuatro mil volúmenes, toda una biblioteca se-lecta sin precedente y sin rival, ya que ni los mismos libreros podían dedicar tanto tiempo y amor a una materia específica. Puedo decir-cosa que jamás me atrevería a hacer respecto a la literatura o a cualquier otro ámbito de la vida-que a lo largo de aquellos treinta o cuarenta años de coleccionista me convertí en la primera autoridad en el campo de los manuscritos y que sabía dónde se hallaba cada hoja importante, a quién pertenecía y cómo había llegado a manos de su propietario; de modo que llegué a ser un auténtico especialista que podía determinar a primera vista la autenticidad de un documento y en cuanto a su valoración, era más experto que la mayoría de los profesionales.

Pero poco a poco mi ambición de coleccionista fue extendiéndose. Ya no me conformaba tan sólo con poseer una galería de manuscritos de la literatura universal y de música, ese espejo de los mil tipos de métodos de creación; ya me había dejado de seducir la mera ampliación de la colección y dediqué los diez últimos años de mi actividad a perfeccionarla sin cesar. Si en un principio me bastaba con conseguir páginas de un poeta-o de un músico-que lo definieran en uno de sus momentos de creación, paso a paso mis esfuerzos fueron encaminándose a representarlo en su instante creativo supremo. De ahí que ya no buscase tan sólo el manuscrito de una de las poesías de un poeta, sino el de una de sus mejores obras, a ser posible una de esas poesías que, desde el momento en que la inspiración había encontrado por vez primera un sedimento terrenal-en tinta o en lápiz-, alcanza la eternidad. En la reliquia de su letra, quería arrancar a los inmortales-¡osada pretensión!-precisamente aquello que los había hecho inmortales para el mundo.

De manera que la colección estaba sometida a una fluctuación constante; las hojas en mi poder que menos valor tenían para ese cometido tan exigente las descartaba todas, vendiéndolas o intercambiándolas en cuanto conseguía localizar otras más importantes, más características y-si se me permite decirlo así-con más contenido de inmortalidad. E inesperadamente, en muchas ocasiones conseguía mi propósito porque, aparte de mí, había muy pocas personas que coleccionasen las piezas más importantes con tanto conocimiento de la materia, tanta tenacidad y, al mismo tiempo, tanta ciencia. Así, llegué a reunir, primero en una carpeta y luego en una caja protegida con metal y amianto, manuscritos de obras originales o fragmentos de obras que forman parte de las muestras más imperecederas de la creación humana. A causa de la vida nómada que me veo obligado a llevar, no tengo aquí, a mano, el catálogo de aquella colección, dispersa desde hace tiempo, y tan sólo puedo enumerar al azar algunas de esas cosas en que, en un momento de la eternidad, se había encarnado el genio terrenal.

Había allí una página de un cuaderno de trabajo de Leonardo, con observaciones, en escritura invertida, a unos dibujos; la orden del día a los soldados de Rívoli, redactada por Napoleón en cuatro páginas y con una letra casi ilegible; las galeradas de toda una novela de Balzac, cada página convertida en un campo de batalla con miles de correcciones que demostraban con una nitidez indescriptible la titánica lucha de su autor entre una revisión y otra (afortunadamente se ha conservado una copia fotográfica para una universidad americana). Había allí El origen de la tragedia, en una primera versión desconocida, que Nietzsche había escrito, mucho antes de su publicación, para su amada Cósima Wagner; una cantata de Bach y el aria de Alcestes, de Gluck, y una de Handel, cuyos manuscritos musicales son los más raros de todos. Siempre busqué lo más característico, y por lo general, lo encontraba: las Canciones gitanas de Brahms, la Barcarola de Chopin, la inmortal A la música de Schubert, la imperecedera «Dios guarde al emperador» del Cuarteto del emperador. A veces incluso conseguía ampliar la forma única de una obra de creación con la reconstrucción de la vida del genio de su creador. Por ejemplo, de Mozart no sólo tenía una hoja garabateada por la mano de un niño de once años, sino también, como muestra de su arte liederístico, el inmortal «Te he traído violetas»; de su música bailable, los minuetos que parafraseaban la Non piú andrai de Fígaro, y del mismo Fígaro el aria del Querubín; y también, en otro orden de cosas, las cartas encantadoramente indecentes-jamás publicadas con su texto íntegro-dirigidas a su primita, un canon escabroso y, finalmente, una página que había escrito justo antes de morir, un aria de Tito. El pliego dedicado a Goethe también era bastante voluminoso: su primera página correspondía a una traducción del latín que hizo a los nueve años; la última, una poesía que escribió a los ochenta y dos, poco antes de morir, y entre ambas, una hoja enorme perteneciente a la obra cumbre de su creación, un folio de dos caras del Fausto; un manuscrito sobre Ciencias Naturales, numerosas poesías y, además, dibujos pertenecientes a diferentes épocas de su vida; de un solo vistazo, en aquellas quince páginas se podía ver la vida entera de Goethe. En el caso de Beethoven, el más venerado de todos, no conseguí un retrato tan completo. Al contrario que en el caso de Goethe, en que tenía como adversario a mi editor, el profesor Kippenberg, en el de Beethoven, en las subastas tenía que rivalizar con uno de los hombres más ricos de Suiza, que había reunido un tesoro beethoveniano inigualable. Sin embargo, dejando de lado un cuaderno de notas de su juventud, el lied El beso y fragmentos de la música de Egmont, logré al menos una representación visual de un momento clave de su vida, el más trágico, con una perfección tal que ningún museo del mundo puede ofrecer nada semejante. Gracias a un primer golpe de suerte, pude adquirir todas las pertenencias de su habitación que sobraron tras su muerte-subastadas, habían sido compradas por el consejero áulico Breuning-, sobre todo el voluminoso escritorio en cuyos cajones se ocul-taban los retratos de sus dos amantes, la condesa Giulietta Guicciardi y la condesa Erdödy; el cofrecito del dinero, que hasta el último momento había guardado junto al lecho; el pequeño pupitre sobre el cual, ya postrado en la cama, había escrito sus últimas composiciones y cartas; un bucle de su cabello blanco, cortado en su lecho de muerte; la invitación a las exequias; su última nota referente a la colada, que había escrito con mano temblorosa; el documento del inventario de la casa para la subasta y la suscripción de todos sus amigos vieneses a favor de la cocinera Sali, que se había quedado sin medios de subsistencia. Y como el azar siempre echa una mano de amigo a un buen coleccionista, poco después de haber comprado todos aquellos objetos de su cámara mortuoria, tuve la ocasión de hacerme con los tres dibujos de la cama en que murió. Por las descripciones de los contemporáneos se sabía que un joven pintor y amigo de Schubert, Josef Teltscher, había intentado dibujar al moribundo aquel 26 de marzo en que Beethoven agonizaba, pero el consejero áulico Breuning, que encontraba tal propósito falto de respeto, lo había echado de la habitación. Los dibujos desaparecieron por espacio de cien años, hasta que en una pequeña subasta de Brünn se vendieron a un precio irrisorio docenas de cuadernos que contenían apuntes de aquel pintor de andar por casa y entre los cuales de pronto aparecieron aquellos esbozos. Y como una casualidad suele llevar a otra, un día me llamó un marchante para preguntarme si me interesaba el original de un dibujo hecho en el lecho de muerte de Beethoven. Le contesté que ya lo tenía, pero más tarde resultó que el que él me ofrecía era el original de la litografía de Danhauser, tan famosa después, en que aparecía Beethoven en su lecho de muerte. Y he aquí cómo, finalmente, conseguí reunir todos los objetos que conservaban la imagen de aquel último momento, momento memorable y verdaderamente inmortal.

Por supuesto yo no me consideraba el propietario de esas cosas sino tan sólo su guardián temporal. No me seducía la sensación de poseerlas, de tenerlas en mi poder, sino el incentivo de reunirlas, de convertir una colección en una obra de arte. Era consciente de que con aquella colección había creado algo que, en su conjunto, era mucho más digno de sobrevivir que mis propias obras. A pesar de las muchas ofertas que recibí, dudé en confeccionar un catálogo porque me hallaba justo en un momento álgido del trabajo de organización e, insaciable de mí, a muchos nombres y no menos obras aún les faltaba la forma perfecta y definitiva. Tenía la firme intención de legar aquella colección única a una institución que, después de mi muerte, cumpliese una condición especial, a saber: destinar una suma anual de dinero a la labor de ir completando la colección con el mismo cariz que yo le había dado. De ese modo no se quedaría como un conjunto de objetos inmóvil, sino que sería un organismo vivo que, cincuenta o cien años después de mi muerte, se seguiría completando y perfeccionando para acabar por convertirse en un todo cada vez más bello.

Sin embargo, se ha demostrado que a nuestra generación, puesta a prueba tantas y tantas veces, le resulta vetado pensar más allá de sí misma. Cuando empezó la era de Hitler y me vi obligado a abandonar mi casa, se acabó el placer que me proporcionaba mi colección, como también la seguridad de poder conservar algo para siempre. Durante un tiempo aún había depositado algunos objetos en cajas fuertes y en casas de amigos, pero después-siguiendo las palabras admonitorias de Goethe en el sentido de que museos, colecciones y arsenales se entumecen si se deja de ampliarlos-tomé la decisión de decir un adiós definitivo a una colección a la que ya no podía dedicarle más esfuerzos y desvelos. Como despedida, regalé una parte de ella a la Biblioteca Nacional de Viena, principalmente aquellas piezas que había recibido, también como regalo, de mis amigos coetáneos; otra parte la vendí y lo que pasa o ha pasado con el resto no me preocupa demasiado. En ningún momento me ha producido satisfacción la cosa creada, sino el proceso de crearla. De modo que no lloro algo que había tenido, porque en esta época, enemiga de todo arte y de toda colección, si los perseguidos y expulsados hemos tenido que aprender un arte nuevo, desconocido, ha sido el de saberse despedir de todo aquello que en otros tiempos había sido nuestro orgullo y nuestro amor.

Y así transcurrieron mis años, trabajando y viajando, aprendiendo, leyendo, coleccionando y disfrutando de todo ello. Me desperté una mañana de noviembre de 1931 y tenía cincuenta años. Para el buen cartero de barba blanca de Salzburgo la fecha resultó un mal día. Como en Alemania había la buena costumbre de celebrar en los periódicos-con pelos y señales-el quincuagésimo cumpleaños de un escritor, el viejo tuvo que subir los escarpados escalones con un imponente fajo de cartas y telegramas. Antes de abrirlos y leerlos sopesé qué significaba para mí aquel día. Los cincuenta años representan un cambio; uno mira preocupado hacia atrás, analiza la parte del camino que ya ha recorrido y se pregunta en silencio si seguirá adelante. Repasé el tiempo vivido. Como si desde la casa de los Alpes estuviera mirando la cadena montañosa y la suave pendiente del valle, contemplé retrospectivamente aquellos cincuenta años y me tuve que confesar que habría sido un crimen no sentirme agradecido. Al fin y al cabo, me había sido concedido más, inconmensurablemente más, de lo que yo podía esperar o hubiera confiado en recibir. El medio a través del cual quería desarrollar y expresar mi personalidad, la producción poética y literaria, había obtenido un rendimiento muy superior a cuanto cabía en los sueños más atrevidos de mi infancia. Como regalo de cumpleaños, la editorial Insel había editado una bibliografía de mis libros publicados en todas las lenguas, que ya de por sí era un libro; no faltaba ninguna lengua, ni el búlgaro ni el finés, ni el portugués ni el armenio, ni el chino ni el marathi. En braille, en taquigrafía, en todos los alfabetos e idiomas, mis palabras y pensamientos habían llegado a la gente; mi existencia se había extendido infinitamente más allá del espacio de mi ser. Me había ganado la amistad personal de muchos de los mejores hombres de nuestra época, me había deleitado con las interpretaciones más sublimes; había podido ver y disfrutar de las ciudades eternas, de los cuadros eternos, de los paisajes más bellos de la tierra. Me había mantenido libre, independiente de cargos y profesiones, mi trabajo era mi alegría y, más aún, ¡había llevado alegría a otros! En un momento así ¿acaso podía sucederme algo malo? ¿Qué? Allí estaban mis libros: ¿podía alguien destruirlos? (Lejos de sospechar nada, así pensaba en aquellos momentos.) Allí estaban mis amigos: ¿acaso iba a perderlos? Sin miedo alguno pensaba en la muerte, en la enfermedad, pero no me venía a la cabeza ni la más remota de las imágenes de lo que aún me estaba reservado por vivir: el hecho de que me vería obligado a volver a ir de país en país, a atravesar un mar tras otro, expulsado, perseguido y despojado de la patria, que mis libros acabarían quemados, prohibidos y proscritos y mi nombre, estigmatizado en Alemania como el de un criminal, y que los mismos amigos cuyos telegramas y cartas tenía encima de la mesa palidecerían al toparse conmigo; que era posible borrar sin dejar rastro todo lo que yo había hecho con tenacidad a lo largo de treinta o cuarenta años, que toda esa vida, asentada sobre pilares tan sólidos y en apariencia tan imperturbable como en aquel momento, podría desintegrarse y que yo, hallándome tan cerca de la cima, podría verme obligado a empezar de cero, con las fuerzas ya un poco cansadas y el alma trastornada. Realmente no era el día idóneo para imaginarse cosas tan absurdas e insensatas. Podía sentirme contento y satisfecho. Me gustaba mi trabajo y por eso mismo amaba la vida. Estaba a salvo de preocupaciones, pues aun si no volvía a escribir una sola línea velarían por mí mis libros. Todo parecía conseguido y el destino, asentado. La seguridad que había conocido en la primera época de mi vida, en casa de mis padres, y que había perdido durante la guerra acabé por reconquistarla a fuerza de trabajo. ¿Qué más podía desear?

Sin embargo, cosa rara: justamente el hecho de que en aquel momento no supiera qué desear me creaba un misterioso estado de desasosiego. ¿Realmente sería tan bueno-preguntaba algo dentro de mí, que no era yo mismo-que tu vida siguiese así, tan calmada, tan ordenada, tan lucrativa, tan cómoda, sin nuevas pruebas ni tensiones? ¿No es más bien impropia de ti, de la esencia de tu ser, una existencia tan privilegiada y perfectamente asentada en sí misma? Paseé pensativo por la casa, que se había hecho más hermosa en aquellos años, tal y como yo la quería. Y, sin embargo, ¿habría de vivir en ella para siempre, sentarme siempre a la misma mesa y escribir libros uno tras otro y cobrar los derechos de autor y después más derechos de autor, para poco a poco acabar por convertirme en un señor respetable que debe administrar con decoro y buenas maneras tanto su nombre como su obra, aislado ya de toda contingencia, toda tensión y todo peligro? ¿Tendría que seguir siempre así hasta los sesenta, los setenta años, siempre por un camino recto y llano? ¿No sería para mí mejor-seguía soñando aquella cosa dentro de mí-que me pasara algo más, algo nuevo, algo que me volviese más inquieto, más tenso, más joven; que me retase a una lucha nueva y a lo mejor aún más peligrosa? En todo artista anida un dile-ma misterioso: cuando la vida lo obliga a ir febrilmente de un lado para otro él anhela tranquilidad; pero cuando tiene tranquilidad echa de menos la tensión. Así, el día de mi cincuenta cumpleaños en el fondo de mi corazón sólo albergaba un deseo perverso: que sucediese algo capaz de arrancarme otra vez de aquella seguridad y aquellas comodidades y que me obligase ya no tan sólo a seguir sino a empezar de cero. ¿Era miedo a la edad, al cansancio, a la pereza? ¿O era un presentimiento secreto que entonces me hacía anhelar una vida distinta, más ardua, en beneficio de mi evolución interior?

No lo sé. Porque lo que en aquella hora especial afloraba del crepúsculo del inconsciente no era un deseo expresado con claridad ni tampoco, huelga decirlo, algo relacionado con la voluntad despierta. Tan sólo era un pensamiento pasajero que me asaltó como un soplo de viento, y a lo mejor ni siquiera era mío sino que venía de profundidades que yo ignoraba. Pero el oscuro e inabarcable poder que gobernaba los designios de mi vida y que ya me había concedido tantas y tantas cosas que ni yo mismo me había atrevido a desear, debía haberlo percibido. Y ese poder, obediente, levantó la mano para aplastar mi vida hasta en sus últimos fundamentos y para obligarme a edificar otra nueva, del todo diferente, más ardua y difícil, desde los cimientos y a partir de las ruinas.

Stefan Zweig



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