Revista Arte

El negocio del arte "antisistema"

Por Deperez5

Creo que el aporte más significativo del 2010 para la comprensión del actual estado de cosas en el mundo del arte es el libro París – Nueva York – París, de Marc Fumaroli, ya presentado en dos notas de este blog, donde el académico francés señala la irreconciliable dicotomía que separa al llamado arte contemporáneo (“que no debería llamarse arte”) del intimista y recoleto mundo de la pintura.
Fumaroli constata lo que ya es muy evidente: “La metafísica del arte contemporáneo es terrible. Como no hay nada, hay que sustituirlo con teorías”; pero si queremos entender cómo se llegó a esta complaciente apoteosis de la nada, entronizada en las grandes ferias, bienales y museos de arte contemporáneo, debemos entender también que los grandes movimientos culturales y políticos empiezan como ideas en la cabeza de la gente.
Ideas, en este caso, sobre lo que el arte era en un momento determinado, hacia fines del siglo XIX, y sobre lo que debería ser de acuerdo con algún objetivo supremo, donde la renovación y el avance, concebidos como una imaginaria vanguardia militar que explora el futuro, perfilaban un nuevo sistema de valores, potenciado por los adelantos científicos y tecnológicos y por los poderosos cauces del socialismo y el marxismo, que auguraban una era inédita de igualdad y libertad.
Sin embargo, aunque los artistas proféticos e iluminados integraron con pleno derecho las legiones que encabezaban el irrefrenable asalto al futuro, las posibilidades de éxito del nuevo arte no eran equiparables a las existentes en los ámbitos científico, tecnológico y político, porque a diferencia de ellos, en el campo del arte sólo existían certezas negativas: los vanguardistas sabían lo que no debían hacer, sabían que las ideas dominantes los obligaban a romper totalmente con el pasado, pero no tenían ni el menor indicio de cómo sería el soñado arte del futuro, y tuvieron que avanzar a tientas, aferrados al catalogo de prohibiciones que los empujaba irremediablemente hacia la nada.
El resultado de esa concepción del arte perpetuamente disparada hacia el futuro fue la bifurcación que señala Fumaroli: una vez instalado en la nada a fuerza de prohibiciones, prohibición de la anécdota, prohibición de las referencias al mundo real, prohibición del volumen, prohibición de todos los elementos que pudieran crear la sensación de espacio y, finalmente, prohibición de hecho del dibujo y la pintura, hoy clasificadas como meras artesanías sin valor artístico, el arte de avanzada anunció a mediados del siglo XX el redescubrimiento de Duchamp y fundó la era del readymade, donde el concepto del arte como un producto humano específico fue suplantado por la simple acción de recatalogar las cosas corrientes como arte, sin ningún tipo de límite.
El resultado de esa metafísica, que instala al concepto como requisito exclusivo y autosuficiente del fenómeno artístico, es el nuevo significado que adquieren la feria, el museo y la bienal, cuyas salones se han convertido en la condición imprescindible y excluyente para visualizar al nuevo arte, para dar cuenta de su existencia y para permitir su reconocimiento como tal por parte del público.
Lo paradójico de la situación es que la realización de una de las consignas rectoras del nuevo arte, fusionar el arte con la vida, ya concretada desde que basta señalar algo como arte y trasladarlo a la feria, el museo o la bienal, donde la vida es declarada arte, sólo se pudo lograr al costo de separar como nunca antes el arte de la vida, porque en el mismo momento en que el mingitorio, el tiburón o los colchones son retirados del ámbito legitimador, vuelven a fusionarse con la vida y se disipan como arte.
Dicho de otro modo, al incorporarse al lenguaje del arte contemporáneo, el museo, la feria y la bienal dejaron de ser un entorno privilegiado que ratificaba la excelencia de una obra de arte, para convertirse en marcas que conceden el estatus temporario de obra de arte a las cosas prosaicas albergadas dentro de sus paredes, a despecho de su absoluta falta de significado.
Pero la experiencia de la nada, que al comienzo podía tener un halo romántico y subversivo, no tardó en provocar la creciente desaparición del público, desplazado por la demanda de significados inteligibles y racionales hacia las maravillas de la tecnología digital, el cine animado y la televisión, las historietas y los videojuegos.
Una vez agotadas las explicaciones elitistas que pretendieron atribuir la soledad del arte contemporáneo a la ignorancia de la gente, acuñada en la célebre muletilla: “no entienden”, la creciente deserción del público y el consiguiente miedo al vacío generaron la curiosa vuelta de campana del conceptualismo, que pasó de la negación de todo significado a la búsqueda desesperada de significados políticos, ambientales y sociales que facilitaran la comprensión y la aceptación del público.
Arte y política, un matrimonio por interés

Así nació la apropiación de consignas que reproducen los lugares comunes del pensamiento de izquierda, centrado en la condena al capitalismo, consignas que hoy, a pesar de la implosión de un mundo socialista sepultado por su portentosa ineficacia y su inhumano totalitarismo, y del apoyo financiero que las grandes empresas multinacionales le brindan al arte contemporáneo, son de uso común en las grandes ferias y bienales internacionales.
El curioso matrimonio por interés, que fusiona al arte contemporáneo con las consignas anticapitalistas, alumbra espectáculos tan insólitos como el que suelen ofrecer los refinados miembros de la elite económica y cultural, gente muy próspera y muy chic, cuando descalifican a ciertos críticos porque “representan a la derecha”, o los medios de prensa reconocidamente independientes y pluralistas, cuya sección de arte hace bruscos virajes para aplaudir las condenas morales al “neoliberalismo”, realizadas por ignotos artistas “emergentes”, o los ejecutivos de las grandes empresas capitalistas que apadrinan a esos mismos artistas.
En resumidas cuentas, al divorciarse de la artesanía artística, que siempre constituyó el 99 por ciento del valor y del sentido de la obra de arte, el arte contemporáneo saqueó el supermercado para convertir todos sus productos en obras de arte, y una vez agotado ese camino se dedica a saquear las consignas de la izquierda, que muchos suponen políticamente correctas.
Aunque improbable y nula en el terreno estrictamente político, la postura del artista que se declara “antisistema” suele rendir muy buenos dividendos, tanto en el arte contemporáneo como en el teatro y el cine de vanguardia.
La nutrida legión de jóvenes egresados de institutos de arte que levantan sus dedos acusadores contra el narcotráfico, la miseria endémica, la polución ambiental, la discriminación de género o la explotación laboral, cuyo responsable último siempre será el odiado sistema capitalista, no se proponen cambiar esas realidades: les basta con saber que su postura “antisistema” es el medio más idóneo para ingresar al circo del arte contemporáneo.
Como dijimos al comienzo, se trata siempre de ideas en la cabeza de la gente, ideas que germinan con un propósito noble y desinteresado, pero que al conquistar cierto grado de desarrollo se convierten en el vehículo ideal para promover proyectos de poder.
Las ideas de los artistas que a comienzos del siglo XX idearon el irrefrenable asalto al futuro pueden haber sido nobles y desinteresadas, tanto como el propósito de abolir la propiedad y crear sociedades más libres y más justas, pero el destino final de ambas ideas fue el encumbramiento de corporaciones que sólo persiguen su propio beneficio.
Como dijo un escéptico, nadie sabe para quién trabaja.

Volver a la Portada de Logo Paperblog