Hace un tiempo, más exactamente el 15 de abril de este año, Cesarmario me envió por email este aguafuerte porteño de Enrique Symns que publicó en el diario Crítica de la Argentina y que se reproduce totalmente abajo. Symns viene publicando como columnista en Crítica desde hace un tiempo notas sobre barrios y otras yerbas. Al buscarla ahora por la web me encontré con que acaba de sacar un libro nuevo, si mal no entiendo, de non fiction, según cuenta en un buen reportaje reciente. Es excelente esta crónica de barrio que nos hace Symns y que nos acerca al Once marginal, desconocido para la mayoría de los porteños. Un aguafuerte que no tiene nada que envidiar a "Molinos de viento en Flores" de Roberto Arlt. Para los que no conocen, el Once es, en cierto sentido, un típico barrio de estación de tren de la Ciudad de Buenos Aires de paso de gente de la Provincia. En realidad, hace tiempo que vengo postergando su colgada en el blog porque quería hacer una nota más amplia sobre la literatura de Symns (¿el Bukowsky argentino?) pero no encuentro tiempo y no puedo postergar más. Cuando se la leí, Alejandra me dijo "mirá cómo a cinco cuadras a la redonda, el tipo le sacó jugo". Y sólo un gran cronista puede lograr eso...
El Once Nocturno, como Hong Kong
En la década del sesenta alumbró su mayor y primer ícono rockero, el mítico bar La Perla, donde se compuso “La balsa”. Hoy, los laberintos del barrio se cubren de marginalidad, delito, de bares donde descansan las prostitutas; y hay un enjambre de niños y adolescentes fumadores de restos de pasta base de cocaína, y una colonia de emigrados peruanos que cambió la fisonomía étnica de Once. Sin embargo, algunos personajes sobreviven como hace 25 años.
Ese pequeño y laberíntico Hong Kong que es el barrio Once Nocturno tiene un epicentro, un eje, un inconfundible Obelisco y es el bar La Perla, en la esquina de Jujuy y Rivadavia. Posiblemente no gane el primer puesto en la competencia de antigüedad: está abierto desde mediados de la década del 60. Y casi seguramente su aspecto en la adolescencia ha sufrido más transformaciones que el bar Británico en San Telmo o el bar La Paz de la calle Corrientes. Sobre el cementerio donde nació “La balsa” ahora se levanta un hotel de cierto lujo, un cómodo restaurante con una carta internacional y un bar que cuenta con el mejor salón de fumadores de todos los que he visitado. A pesar de los cambios, el mozo cuyo nombre es Vicente, igual que hace casi 25 años, todavía me sirve el café. Él y yo somos los únicos sobrevivientes del remoto pasado. “Enrique… son más de 25 años... deben ser 27”, me aclara enseguida Vicente. “Llevo 27 años trabajando todos los días en este lugar.” Robusto, muy grandote, con brazos de rugbier, cariñoso, humilde, Vicente guarda un recuerdo mil veces más preciso que el mío sobre el escenario caótico, creativo, delirante e interactivo que se desplegaba entre los parroquianos de todas las mesas durante el transcurso de gran parte de las noches de la década del 80. Fue la mejor época de La Perla, aunque en la puerta del baño haya hoy una placa que les recuerda a los turistas el lugar en donde Litto Nebbia y Tanguito compusieron uno de los temas más célebres del cancionero popular argentino. Misteriosamente, toda la opulencia y elegancia del bar se extinguen al atravesar la puerta para ir a mear. El baño sigue siendo la misma porquería incómoda y maloliente en donde meábamos hace 30 años. Tal como los malandras que se refinan, La Perla, acosado por la peligrosidad de la zona, cierra sus puertas a las 10 de la noche. Así que para seguir bailando hay que atravesar la plaza y tomarse un trago en el bar que usan las putas de la noche para descansar o para compartir el fracaso de las cada vez más frecuentes jornadas sin trabajo. El bar, abierto las 24 horas, está sobre la calle Catamarca frente a la antigua terminal de ómnibus internacional, ahora transformada apenas en un paradero de bondis locales. Como en casi todos los boliches de la zona, la prohibición de fumar la obedecen las moscas y las cucarachas. No imagino a ningún inspector de la municipalidad atreviéndose a entrar con su talonario de multas. Es que el Once Nocturno es más peligroso y salvaje que Hong Kong. Aquí no rigen los códigos morales y sanitarios de los burócratas. La gente que anda por aquí ha decidido que a su salud la cuide Montoto. El vendedor de diarios de la esquina de Mitre y Pueyrredón es trotskista y desde la noche en que me vio usando una remera (que me habían prestado) con la figura de Salvador Allende y Pablo Neruda abrazados, no me permitió pagar ninguno de los viejos ejemplares de El Tony, D’Artagnan o Fantasía que yo iba a comprar. El hall de la estación tiene su propio pueblo nocturno. Los vendedores callejeros de factura barata y chipá, los quiosqueros madrugadores esperando el camión, los pasajeros que quedaron colgados y esperan el primer tren de la mañana, borrachos y peleadores, mendigos y vagabundos, empleados del ferrocarril y policías a punto de iniciar o terminar su turno conforman la pequeña y mutante población de esa diminuta ciudad que es la estación de trenes. El pedazo de selva más enmarañado y espinoso nace en el túnel que pasa bajo las vías en la calle Jean Jaurès y que comunica la desaparecida calle Mitre (secuestrada por las ruinas de Cromañón) y la calle Perón. Hace unos años era realmente peligroso atravesar ese túnel a la noche sin correr el riesgo de ser tajeado, asaltado o violado por la horda de desclasados que establecieron allí su morada nocturna. La presión de los vecinos logró que el gobierno de la ciudad y la policía expulsaran al enjambre de niños y adolescentes fumadores de paco y navajeros, púberes hermosas de facciones atigradas escapadas de algún penitenciario o fugitivas de un hogar aterrador, locos de remate tratando de representar el papel de porongas con un cuchillo en la mano, y también grupos familiares que fueron expulsados del mercado laboral y de las villas, y pateados de calle en calle hacia el bajo fondo de la ciudad. Pero bajo el doméstico pasto que sembraron las autoridades sobre ese ficticio jardín, aguardaban los yuyos. Las hordas regresaron. Atravesé el túnel junto al fotógrafo. Una hermosa rubia de no más de 25 años yacía en uno de los colchones exponiendo sus abundancias. Del otro lado de la calle, una pareja de adolescentes dormían semidesnudos y abrazados al sueño del paco. La bombachita azul de la niña era observada por los ojos obscenos del tráfico. Pero Jean Jaurès es una calle imprescindible. Desde Perón y hasta la avenida Corrientes está plagada de cuevas milagrosas. En la esquina de Jean Jaurès y Sarmiento, en un localcito de diminuto tamaño pero con amplias vidrieras, se encuentra la librería de libros usados más importante de la ciudad. Se llama Tercera Fundación y su dueño es Víctor Malamud. El local está atestado de libros. Más atrás de las vitrinas de exposición donde se exhiben los bestsellers y novelas policiales, están los estantes y anaqueles donde se acumulan centenares de libros apilados sin orden alfabético, ni género, ni temática alguna. Allí están ocultas las joyas. Tú le dices a Víctor: “¿Es posible que tengas un ejemplar de Rock Springs de Richard Ford o los cuentos completos de Norman Mailer? Víctor –que tiene dificultades para caminar– te va guiando con su voz, como si jugara una partida de ajedrez a ciegas con Najdorf, hasta que lo encuentras. Hundido en su sillón y casi aplastado por los libros que lo rodean Víctor se vanagloria: “Tengo algunas primeras ediciones y sobre todo libros antiguos, lo que ahora llaman raros, libros y autores agotados que nunca fueron reeditados”. Permanecer una hora sumergido en la oscuridad de esa cueva puede resultar asfixiante. Hay que cruzar la calle para tomarse un fernet Cinzano en Lo de Pepe, en la otra esquina de Sarmiento y Jean Jaurès, invisible para los ojos de las multitudes cultas que visitan el Konex, a pocos metros del barsucho. Tiene una barra respetable, apenas siete mesas y un baño tan pequeño que sólo puede entrar un cliente por vez. Para ir a mear hay que golpear la puerta. El alma de ese lugar es el mozo, José. Tiene el físico de Mike Tyson y su trompada debe poseer una potencia equivalente. Su rostro es fiero, le faltan algunos dientes. Su cuerpo está cubierto de cicatrices. Nació, creció y se hizo de la pesada en esa esquina. De pibe estuvo involucrado en tremendos tiroteos, creyó ser capo y en la cárcel le avisaron que era apenas un drogón. En aquellas remotas épocas José fue el terror del barrio. Uno de esos tipos que te convenía esquivar si lo veías venir. Atravesado por la luz misteriosa del amor de una mujer, el monstruo se convirtió en ángel. Si no te cuenta su historia, te parece imposible imaginarlo agresivo. José es uno de esos amigos del alma que mi alma tiene la suerte de contar. Lo de Pepe más que un bar es un club privado. Los clientes –el médico jubilado, el taxista gritón, el tartamudo, los “gerentes” (cuatro tipos que comen y beben lo más caro que puede vender el cuchitril), las maestras. Esa gente está en el bar todos los días de todos los meses de todos los años. Si eres un extraño, claro que puedes beber y comer y saciarte. Pero si un intruso se atreve a creer que puede integrarse a la conversación de los socios, será José quien le ponga los puntos y lo obligue a mantenerse callado en el rincón del silencio de todas las visitas. En el atardecer de la calle Jean Jaurès, desde Sarmiento hasta Corrientes, esas tres calles se pueblan de pequeños comederos, el Mundo Perú comienza a mostrar su periferia. En esos cuchitriles además del ají de gallina o del pisco sauer, hay cabinas telefónicas para llamar a otros países casi por monedas, y desde recónditas escaleras descienden preciosas adolescentes morochas, de pechos erguidos y culos apenas escondidos dentro de pequeñas bombachitas. En ese lento anochecer del atardecer, casi sin que te des cuenta, te ves rodeado de los vendedores de paco que merodean los colmados cibercafés y los kioscos de cigarrillos que cuando los clausuran por vender alcohol igual siguen vendiendo alcohol. Como en la selva o como en los bosques, en cuanto el anochecer ciega la tarde, todas las bestias libres y salvajes de la calle Jean Jaurès salen a alimentarse. La leyenda del Viejo Juan Hace muchos años que vivo, de mudanza en mudanza, en pensiones y hoteles de mala muerte en los que pude conocer en su intimidad –en un recorrido ciertamente no elegido y del que siempre intenté escapar– los laberintos habitacionales en donde los bravos pobres de la urbe consiguen sobrevivir. En el año 2006, sin embargo, como consecuencia del desastre de Cromañón, que expulsó a la clase media de sus inmediaciones, conseguí una habitación hermosa en el segundo piso de un edificio ubicado sobre la calle Perón 3045. Ese edificio, el follaje exuberante y casi selvático que crece en el pasillo central, los balcones y barandas, su diseño casi de arquitectura cubana, ha sido el paraíso de los fotógrafos durante muchos años. Alguna vez fue de lujo. Hoy es una cueva lumpenal donde, como en algunas villas, conviven los legales con los ilegales. Cuando llegaba muy tarde, era posible encontrar un sendero de gotas de sangre que iban trepando por las escaleras hasta desaparecer en la penumbra de algún pasillo. Cuando atravesaba el jardín, no podía evitar cierto cobarde temor a los alacranes o escorpiones que la administración nunca consiguió exterminar o siquiera controlar su reproducción. Esos escorpiones (cuyo origen nunca fue aclarado, aunque la leyenda cuenta que llegaron en un tren de carga que descarriló en las cercanas vías) aun cuando los expertos opinan que su veneno es inofensivo, a veces se cargan un cachorrito de gato o de perro. En el segundo piso, junto a la escalera, estaba la pensión donde me instalé y cuyo encargado era el Viejo Juan, una leyenda en el barrio. Su historia es bastante infrecuente aunque aquello que lo tornó inolvidable en todo el vecindario fue su sonrisa. Nunca dejaba de sonreír. Enojado, deprimido, triste o aburrido, sonreía. Su risa era un faro de luz para las pobres gentes que colmaban el hotel, esa sonrisa iluminaba la penumbra de todas esas almas que trataban de vencer al implacable destino que los derrotaba una y otra vez acorralándolos contra las rutinas de esa vida casi carcelaria que puedes hacer en una pensión. Juan era correntino, en la juventud lo trajo a Buenos Aires su madre, que era la cocinera del Gordo Porcel. “Un gran hombre, un gran amigo –me contaba Juan– todas las noches después de salir del teatro, el Gordo paraba el taxi aquí abajo y me gritaba: “Che, correntino dormilón, vamos a comer”. A 50 metros de este edificio, en la esquina de Perón y Jean Jaurès, donde ahora se yergue una gigantesca ferretería industrial, había en aquellos años una famosa parrilla donde era habitual encontrar cenando a importantes miembros de la farándula. Cuando lo conocí, el Viejo Juan vivía en un humilde pero luminoso cuarto no muy diferente al resto, junto a la Chori, su compañera de toda la vida. A poco de casarse con ella, cuarenta años atrás, Juan se compró al azar un billete de la Lotería Nacional y se ganó la grande. No se compró nada. Durante cuatro o cinco años él y la Chori viajaron por todo el mundo, sin despilfarrar, yendo a hoteles de media estrella en Madrid, o viviendo en la casa de un pariente de un amigo en Lisboa. Cuando charlábamos en los almuerzos que me invitaba Juan a su cuarto, La Chori se acordaba de sus viajes en barco, de algunos paisajes europeos, pero lo que no podía recordar era la fecha de la última vez que había bajado los casi 100 escalones que la separaban de la calle. Quizá llevara seis o siete u ocho años sin bajar a la calle desde que sus piernas se doblegaron y sólo le permitieron caminar muy pero muy lentamente hasta el baño, la cocina o el balcón. Para La Chori, el mundo era sólo un recuerdo. El Viejo Juan, en cambio, con sus 78 años, bajaba todos los días, al mediodía, y se caminaba los 150 metros que lo separaban del bar Lo de Pepe. Allí se embriagaba, se tomaba con lentitud pero con avidez una botella entera de vino tinto que le permitía flotar en el globo aerostático de una aventura imaginaria volando muy por encima de la venganza de la cirrosis que lo acosaba. La Chori jamás debía enterarse que él bebía y mucho menos que se fumaba sus seis o siete cigarros negros todos los días. Desesperado, algunas noches de insomnio, me golpeaba la puerta y yo lo le daba aguante para que se fumara dos cigarros y se tomara de un saque un trago de la ginebra que yo bebía. Al hacer esta nota me enteré que el Viejo Juan apenas alcanzó a festejar este último Año Nuevo. A los pocos días la cirrosis se cobró venganza. Sin darse cuenta, dormido, su alma se extinguió en la nada. La Chori, como si fuera una roca indestructible, sigue viviendo. Sin el mundo, sin su compañero. Los vecinos le cocinan y la llevan al baño y hasta la colocan frente a la ventana para que mire el paisaje de los trenesBlog del autor del libro de cuentos "Historias fugaces de hombres y mujeres".