Tides that I tried to swim against
Have brought me down upon my knees
Oh I beg, I beg and plead, singing
Clocks - Coldplay
En los primeros recuerdos que tengo con mi madre siempre estamos en la calle. La acompañaba a hacer gestiones al banco, a la oficina de correos para enviar las cartas que le escribía a su hermana en papel cebolla, o a la mítica lavandería Flash que a pesar de los años se mantiene en la misma esquina de la avenida Faucett. Recuerdo que me aburría como una ostra, esperando a que la atendieran, tirado en largos sofás de cuero donde ya no sabía cómo ponerme para aguantar el paso del tiempo.
Más entretenidas eran nuestras salidas al mercado del Callao. Antes de hacer la compra, mi madre bajaba del bussing en la calle Saloom, para comerse un cebiche de conchas negras en vaso que un piurano preparaba con esmero y rapidez en menos de cinco minutos -yo solo me comía la canchita con la leche de pantera-. Luego íbamos a la puerta del mercado, donde cambistas profesionales de cromos me vendían las figuritas que me faltaban para completar los tropecientos álbumes que mi madre me había comprado luego de interminables e insistentes ruegos.
Pero en casa la situación era más bien distinta. Yo me crié con mis tíos -en especial con mi tía Carmen- mientras que mi madre se preocupaba por sacar adelante el hogar, no solo para sus hijos sino también para sus hermanos que vivían en nuestra casa. Mi madre hizo cursos de repostería y también de corte y confección. Heredera del espíritu comerciante de mi abuela, la Señora Antonieta -que así gustaba llamarse- se sacaba algún dinerillo haciendo enormes tortas de matrimonio o cosiendo elegantes vestidos para una fiel clientela de vecinos que acudían a sus servicios.
Mi madre era muy estricta y creo que perdía la paciencia muy rápidamente. A la menor -o quizás mayor- travesura, me resondraba en el mejor de los casos o hacía uso del chicotito de tres ramas si me ponía demasiado terco -eran otros tiempos-. Pero en cambio, cuando empecé a salir para jugar con los chicos del barrio, nunca me impuso un horario de regreso. Mientras varios de mis amigos tenían que volver a casa antes de las nueve de la noche, yo me podía quedar afuera hasta que el último camarada retornaba a sus aposentos bajo el exasperado grito de sus padres.
Mi madre sufrió de mi asma más de lo que yo lo padecí durante toda mi infancia. Cuando me daban los ataques por las madrugadas, y sentía que no podía respirar, ahí estaba ella siempre, frotándome el pecho con Mentholatum y acompañándome hasta que se me pasara y me quedara dormido. Me llevó a cuanto médico le recomendaron. Y fuimos probando uno tras otro hasta que por fin atinábamos con alguno. Estuvimos con uno en Lince, frente a la panadería Liguria. A la salida de la consulta nos comíamos allí una empanada o íbamos por un pollo a la brasa a un pequeño restaurante que estaba en la parada del microbús de la línea 9. Y también fuimos a otro consultorio en Magdalena, cerca de una tienda de discos. Como una especie de premio por haberme dejado poner tantas vacunas, luego de aquellos desagradables transes me dejaba elegir mis primeros 45 y me compraba algún elepé, como el Thriller de Michael Jackson o los grandes éxitos de O.M.D.
También tuvimos varias visitas al dentista, creo que muchas más de lo que un niño a mi edad solía frecuentar. Recuerdo uno en particular que atendía a sus pacientes en pleno centro del Callao. El edificio era antiguo, el mobiliario y los equipos también y el dentista era todavía mucho más viejo que todos ellos juntos. Fueron un par de citas, de las peores que he tenido en mi vida. Anestesia, dolor, sangre, llanto. No acababan nunca. Mi madre me debe haber visto sufrir tanto que me llevó a otro dentista en el cercado de Lima, al lado del Palacio de Justicia, dónde subíamos por el que se convirtió en el primer ascensor que tomé en mi vida. Era todo lo opuesto al anterior: equipamiento nuevo y un joven odontólogo que al inicio de la consulta le enseño a mi madre -se supone, que sin que yo me diera cuenta- un tratado en donde se indicaba que la técnica del anciano sacamuelas ya no era aconsejable. A pesar de ello, fue gracias a esa tortuosa experiencia que logré tener unos dientes alineados y la sonrisa que se ha convertido en una de mis señas de identidad.
Mi adolescencia, como la de muchos, fue una etapa complicada. La relación entre mis padres nunca la tuve clara, y por miedo a saber la verdad, decidí callar y guardar mis cuestionamientos en mi interior. No entendía su funcionamiento como pareja. Cuando mi padre pasaba los fines de semana con nosotros en casa, mi madre se volcaba a él en atenciones y le preparaba las mejores comidas. Yo me aproveché de esa rutina y aprendí a disfrutar de sus mejores platos. Pero cuando llegaba el lunes la cosa cambiaba: mi madre cambiaba de humor, le recriminaba por el dinero que nos dejaba para la semana -que nunca era suficiente- y yo no soportaba tener a mi padre en días laborables, rompiéndonos nuestros hábitos cotidianos. Cuando busqué ayuda psicológica por distintos motivos, tanto en el colegio como en la universidad, todo apuntaba siempre en el mismo punto: mi relación familiar. Con el tiempo, mis dudas se fueron aclarando y me di cuenta que a mi madre le costó mucho, muchísimo, la separación de mi padre y que si después le permitió muchas cosas fue por nosotros, sus hijos, por el temor que tenía ella de que nos dejara tirados a nuestra buena suerte.
Afortunadamente, mi madre logró superar esa etapa cuando nos vio, tanto a mi hermano como a mí, culminando las carreras y consiguiendo nuestros primeros empleos. Nos vio bien, fuertes, seguros, sintiendo que su esfuerzo y sacrificio de todos esos años habían finalmente dado sus frutos. Sin embargo, reconozco que por esa época de mis primeros sueldos, mi reciente autonomía potenció mi independencia y me provocó un consciente alejamiento familiar. A pesar de que vivíamos bajo el mismo techo, las conversaciones con mi madre eran casi nulas y ambos nos comportábamos como si fuésemos cordiales compañeros de piso en lugar de procurar una estrecha relación maternofilial.
En ese momento sucede algo extraordinario. De repente, amigos virtuales que había conocido en los primeros años de la Internet, se vuelven reales. Me alojo en sus casas cuando viajo al exterior y ellos se alojan en la mía cuando llegan al Perú. En particular, hubo una temporada que desde la Argentina fueron llegando a casa, casi a razón de uno por semana, una serie de atorrantes individuos que en un principio venían a visitarme pero que finalmente terminaban prendados del cariño de mi madre. "¡Madre sustituta!" le decía alguno, llevándole flores por las mañanas. "¡La Toña es una genia!" decía otro a cualquiera que le preguntaba sobre sus mejores recuerdos limeños. Viéndolos y escuchándolos hablar de ella con tanto entusiasmo me hizo sentir como un imbécil que veía al mundo entero reconociendo y disfrutando de su inteligencia y alegría mientras que el idiota de su hijo, que la tenía a su lado todos días, no se daba cuenta de nada de ello.
Desde entonces nuestra relación mejoró en todos los aspectos. Conversábamos más, salíamos más, fuimos al cine a ver Spiderman, hacíamos el mercado juntos -como cuando era niño-, y en general, supimos tener una mayor complicidad. Cuando me fui a estudiar un par de años a Barcelona, la llamaba por teléfono todos los domingos, religiosamente, a la misma hora -las nueve de la noche de España, las dos de la tarde en Perú- desde cualquier cabina telefónica que me pillara cerca, algunas veces a pesar del frío invernal y otras haciendo una pausa a un agradable paseo veraniego. Cuando volví a Lima retomamos esa relación tan cercana, la más cercana que recuerde con ella, tanta que hasta nos fuimos a Las Vegas en un viaje inolvidable que me gané gracias a un concurso de preguntas y respuestas sobre la película "Ocean's Eleven", la primera de una saga que desde entonces se convirtió en una de nuestras favoritas.
En el 2006 volví a España, esta vez para establecerme por tiempo indefinido. Aunque nunca me lo manifestó directamente, de vez en cuando percibía en mi madre la pena grande de tenerme tan lejos y de no podernos ver con más frecuencia, a pesar de haber realizado viajes maravillosos, como cuando cumplió su sueño de subir a la Torre Eiffel o cuando tuvo en sus brazos a su nieta Paule por primera vez. La última vez que estuvo con nosotros en casa fue en agosto del año pasado, junto con mi hermano y su familia. Para entonces, ya había bajado mucho de peso y venía sufriendo desde hacía unos meses atrás de los dolores crónicos que no le permitieron disfrutar de la estancia como las veces anteriores. Ya no podía caminar al ritmo de antes, ya no podía cocinar los exquisitos platos con los que le gustaba deleitar a propios y extraños, y lo más terrible para ella, ya no podía entretener a sus nietas ni atender sus necesidades.
Toña volvió a su casa y cada día se iba dando cuenta de que no era la misma de hace un tiempo. No tenía apetito, seguía bajando de peso y cada vez necesitaba más del apoyo de mi hermano o de mis tíos para hacer sus labores domésticas o para ir a la consulta de los médicos. A fines de febrero viajé a Lima para saber de primera mano cuál era la situación exacta de mi madre. Efectivamente, había empeorado desde que nos habíamos visto el año pasado. Mucho más delgada, demacrada, con un dolor abdominal constante y con problemas estomacales que no le dejaban vivir. La acompañé a sus sesiones de terapia, fuimos a ver a un psiquiatra y prácticamente me quedé acompañándola en casa toda esa semana que estuve en Lima. Pareció mejorar un poco, las pastillas habían hecho algo de efecto y se revitalizó con algunas conversaciones de gente que había pasado por lo mismo y que ahora estaba en mucha mejor condición.
Entre traslados y citas médicas, nos dio para recuperar nuestras conversaciones en medio del caótico tránsito limeño. En uno de esos trayectos, suena en la radio del coche un tema de Coldplay. Mi madre se ríe y empieza a tararear la canción. "Esta canción me recuerda siempre a ti" me dice, mientras ambos miramos hacia el frente. "¿Cómo se llama?". " Clocks, mamá, relojes". "Ah, clocks, relojes... muy bonita... me acuerdo mucho de cuando la cantabas en casa". Volteamos a vernos y nos sonreímos hasta que un irritable bocinazo nos sacó de ese fantástico instante.
Me regresé creyendo que lo peor había pasado y que poco a poco, con mucha paciencia, la Toña entraría en un franco proceso de recuperación. Nos equivocamos. A los pocos días mi madre tuvo que ser internada y nuevos análisis recomendaban realizarle una operación con urgencia.
El 20 de marzo llegó el otoño al hemisferio sur, y ese mismo día descubrieron el porqué del dolor que durante tanto tiempo y con tanta intensidad sufría mi madre. Mi madre se marchita y los tonos ocres nos invaden a la familia y a los amigos. Desde lejos, las noticias cambian de un día para otro, de un momento a otro. Que no están afectados otros órganos, que sí lo están. Que van a poder operarla, que no la han podido operar. Que no se sabe si es benigno o no, que están seguros que no lo es. Que queda espacio para alguna esperanza, que no queda ninguna y el final es inevitable. Que quedan seis meses, que quedan tres. Que queda una semana, que no sabemos cuanto queda. Que la vamos a sedar para que no duela, que todavía le duele. Que está lucida, que ya no lo está. Cuando mi hermano me confirma que no te quedan muchos días por delante, pillo un vuelo y voy a verte. Y estuve ahí, contigo, despidiéndome. Pasando el peor momento que nunca quise haber pasado. Pero también celebrando tu vida y todo aquello que hiciste por mí, por nosotros y por todos aquellos que tuvieron la enorme fortuna de conocerte y apreciar tu humanidad.
Hasta luego, mami. Descansa y pásatelo bomba, como antaño. Salúdame al viejo cuando lo veas. Y nunca, nunca, dejes de cuidarnos. Ah, y cada vez que escuche el falsete de Chris Martin me pondré a cantar sin ningún tapujo, esperando que estés dónde estés, me puedas volver a escuchar.
Te querré y te recordaré por siempre, mamá.
(You are) home, home, where I wanted to go(You are) home, home, where I wanted to go