La degradación ambiental ha acompañado al hombre allí dondequiera que fuera (ver Wilson, 1994). Así, parece haber sido el responsable de la extinción de la mayoría de los grandes mamíferos de Norteamérica poco después de que se colonizara el continente, hace alrededor de 11.000 años (Martin & Klein, 1984). En la Grecia clásica, Aristóteles comentaba la destrucción masiva de bosques en la región Báltica. Al mismo tiempo, se talaban los bosques del Sur de Asia, con objeto de satisfacer la creciente demanda de madera para construir los barcos necesarios para cubrir la expansión mercantil de Constantinopla. Los paisajes áridos que hoy asociamos con gran parte de Turquía, Siria, Irán e Irak son desiertos no naturales. De hecho, esta parte de Asia se conocía, antiguamente, como “la tierra de la sombra perpetua”. La región mediterránea de Italia y Grecia era, igualmente, un denso bosque antes de que el hombre se estableciera.
La invención de la agricultura y la ganadería, hace unos 10.000 años, marcó el inicio de una de las grandes revoluciones en la historia del hombre, permitiendo el incremento de las poblaciones humanas. La tala y quema de parcelas de bosque, para establecer campos agrícolas y pastos, se convirtieron en prácticas habituales. Aparte de destruir o modificar los ecosistemas naturales, la agricultura y la ganadería propiciaron el dominio de las especies comerciales y la eliminación de aquellas que son nocivas, molestas o simplemente indiferentes para el hombre. A mediados del siglo XIX se produjo otra revolución importante – la revolución industrial. A partir de esta etapa, el hombre se convierte en el agente principal en los cambios ambientales a gran escala (ver Bellés, 1998).
En los últimos 50 años, la presión del hombre ha sido tan intensa que sus efectos han empezado a notarse a escala planetaria. Estamos viviendo la primera gran extinción en masa desde finales del Cretácico, hace 65 millones de años. Según datos de la World Conservation Union (IUCN), el 11.7% de los mamíferos y el 10.6% de las aves se encuentran amenazados (Mace, 1994). Por su parte, y atendiendo a criterios algo diferentes, el Conservation Breeding Specialist Group (CBSG) de la IUCN clasifica al 38% de los taxones de vertebrados como amenazados (Seal y col. 1993). Se calcula que la tasa actual de extinción de especies es entre 1.000 y 10.000 veces superior que la tasa de extinción base normal estimada en ausencia de la influencia humana (Wilson, 1989, 1994; May & Tregonning, 1998). Sin duda, ésta representa la sexta oleada de extinción, totalmente comparable con las cinco grandes extinciones en masa del registro geológico. La única diferencia es que, en este caso, podemos atribuir la responsabilidad a nuestra especie, paradójicamente llamada Homo sapiens.
La necesidad de proteger el medio ambiente es un tema que despierta un gran interés social. Esta cuestión, ha ocupado las páginas de prestigiosas revistas científicas como Nature o Science, y publicaciones de divulgación como Investigación y Ciencia o Mundo Científico. La prensa y los informativos se hacen eco de estos temas casi a diario. Y obviamente, este problema también ha captado la atención de los políticos. En la Conferencia de las Naciones Unidas de Medio Ambiente y Desarrollo, celebrada en Rio de Janeiro en junio de 1992, se presentaron tres documentos de gran importancia. La Agenda 21, que podría considerarse como una declaración de principios sobre la necesidad de preservar nuestro planeta, la Convención sobre el Calentamiento Global y el Acuerdo Internacional sobre Diversidad Biológica. Este último que, en diciembre de 1997, había sido ratificado por 177 paises, constituye una iniciativa políticamente significativa, ya que, por primera vez, se establece un marco legal internacional con el que poder actuar en estos temas. España ratificó dicho Convenio el día 21 de diciembre de 1993, incorporando así el principio de la conservación de la diversidad biológica en su política sectorial. El Ministerio de Medio Ambiente, en el marco de sus competencias, se encargó de coordinar el proceso de elaboración de la Estrategia Española para la Conservación y el Uso Sostenible de la Diversidad Biológica, que fue publicada en 1999, y proporciona en la red amplia información sobre especies amenazadas en España (enlace).
Como es lógico, un tema de tal incidencia social y política ha tenido una repercusión inmediata en el desarrollo científico. Así, la Biología de la Conservación se puede entender como la respuesta colectiva de la comunidad científica frente a la crisis de biodiversidad. Para el ecólogo Michael Soulé, las disciplinas no son construcciones lógicas, cristalizan en la sociedad cuando un grupo de personas concuerdan en que asociándose y creando un foro de discusión apropiado favorecen sus intereses. Y así, plantea que la Biología de la Conservación surgió como disciplina cuando una masa crítica de personas estuvo de acuerdo en que ellos eran biólogos de la conservación (Soulé, 1986a).
A principios de los años 70, los científicos se mostraban preocupados por detener la crisis de la diversidad biológica, pero no existía ningún foro u organización para poder discutir este tema. Cada vez, había un mayor número de personas que investigaban en temas de conservación y que necesitaban intercambiar ideas y propuestas. Para poder discutir los diversos puntos de vista, Soulé organizó el 1er Congreso Internacional sobre Biología de la Conservación en 1978, que fue celebrado en el Wild Animal Park de San Diego, y aglutinó a conservacionistas, gestores de parques zoológicos y académicos (Jacobson 1990; Gibbons, 1992). En dicha reunión, Soulé propuso la creación de este nuevo campo, la Biología de la Conservación, con un enfoque multidisciplinar y el objetivo de salvar la biodiversidad de una oleada de extinciones provocada por el hombre. Como intentos previos de moverse en esta dirección, podríamos mencionar dos libros: Environmental Conservation (Dasmann, 1959) y Biological Conservation (Ehrenfeld, 1970) que, establecieron los cimientos necesarios para el desarrollo de la Biología de la Conservación, señalando las directrices futuras para este campo.
En 1985, se funda la Sociedad para la Biología de la Conservación, que ha sido una de las Sociedades con un crecimiento más rápido dentro del campo de la Biología (ver Primack, 1993), y en mayo de 1987 aparece el primer ejemplar de la revista Conservation Biology, que se desarrolla como revista de la Sociedad, y que ha servido como complemento a otras revistas ya existentes: Biological Conservation y The Journal of Wildlife Management.
En esencia, la clave para proteger la diversidad biológica a corto plazo está en proteger los hábitats naturales de los que las especies dependen. Sin embargo, cualquier estrategia global de conservación debe tener una perspectiva de futuro. Y mirando hacia el futuro, un aspecto importante es el de preservar aquellas características intrínsecas, que capacitan a un linaje evolutivo para enfrentarse a los retos que impone un ambiente cambiante.
La mayoría de las poblaciones, incluso aquellas que no están perturbadas por la actividad humana, están expuestas de forma regular a cambios espaciales y temporales de las características físicas y bióticas del medio ambiente. Los organismos, cuentan con una serie de mecanismos de comportamiento y/o fisiológicos, para hacer frente a estos cambios ambientales a corto plazo. Sin embargo, normalmente, el rango de ambientes en el que estos mecanismos homeostáticos son operativos, está restringido a las condiciones ambientales experimentadas en períodos evolutivos recientes. En principio, algunas especies podrán arreglárselas emigrando a un hábitat apropiado. Sin embargo, normalmente, las especies amenazadas viven en hábitats muy fragmentados, con barreras que resultan infranqueables para muchos organismos y, en esta situación, la única opción de respuesta es el cambio adaptativo.
Si queremos garantizar la supervivencia a largo plazo de una especie, existe otra razón por la que es importante mantener su flexibilidad evolutiva. Las mismas actividades humanas que amenazan su estabilidad demográfica, imponen presiones selectivas mucho más intensas que las que se experimentan en escenarios naturales. La degradación y la contaminación ambiental, el cambio climático, la introducción de especies, la explotación, etc., imponen una serie de condiciones, que muchas especies no han experimentado anteriormente. Según el Teorema Fundamental de la Selección Natural (Fisher, 1930), la tasa de cambio evolutivo es directamente proporcional a la varianza genética aditiva del valor adaptativo de la población. Cuando se reduce la diversidad genética de una población, su potencial evolutivo disminuye; se reduce su capacidad de responder ante futuros retos ambientales. Por tanto, si queremos preservar las opciones para la evolución futura de las especies, es necesario conservar su diversidad genética.
La diversidad de especies, así como la variedad de ecosistemas en que estas especies viven, interaccionando constantemente entre ellas y con su medio físico, no es sino una expresión de la diversidad genética, que se ha ido estructurando a lo largo de miles de millones de años de evolución, destilando adaptaciones que han permitido ocupar distintos nichos ecológicos. En el acervo global de diversidad genética está contenida la información para todos aquellos procesos en que se sustenta la vida en nuestro planeta. Para Meffe & Carroll (1994), la pérdida de la diversidad genética representa la pérdida de las huellas de la vida.
Algunos autores consideran que la capacidad de multiplicación, la variación y la herencia, son las propiedades más importantes a la hora de definir la vida. La lógica que hay detrás de esta definición, está en que una población de seres con estas propiedades evolucionaría por selección natural y, por tanto, cabría esperar que adquiriese las complejas adaptaciones para la supervivencia y reproducción, que son características de los seres vivos (Maynard-Smith & Szathmary, 1995). Así, si una característica de la vida es la de poseer las propiedades necesarias para evolucionar por selección natural, conservar la diversidad genética significa preservar la propia esencia de la vida.
Aunque algunos aspectos relacionados con la pérdida de diversidad genética se habían tratado con anterioridad (ver Frankel, 1970; Soulé & Wilcox, 1980), el principal impulso a la Genética de la Conservación lo proporcionó el libro publicado por Frankel y Soulé en 1981, y titulado Conservation and Evolution. Este libro destaca de forma especial la importancia del contexto evolutivo en la conservación de la diversidad biológica, otorgando a la Genética un papel destacado en las prácticas de conservación. Asimismo, el libro editado por Schonewald-Cox y colaboradores en 1983, y titulado Genetics and Conservation: A reference for managing wild animal and plant populations, constituye uno de los pilares básicos en el desarrollo de la Genética de la Conservación.
La Genética de la Conservación se fundamenta en la teoría genética evolutiva desarrollada por Wright, Fisher, Haldane, Crow, Kimura, Dobzhansky y sus sucesores. Después de medio siglo de un exquisito desarrollo teórico y empírico, la Genética de Poblaciones ha pasado, de ser una disciplina académica, a ocupar un papel destacado en los programas de gestión y conservación de especies amenazadas. La aplicación de gran parte de los fundamentos teóricos elaborados por estos autores, al estudio de las poblaciones naturales, no hubiera sido posible de no ser por el espectacular desarrollo de las técnicas moleculares, las cuales, han revolucionado todos y cada uno de los campos de la biología.
En la década de los años 80, gran parte del trabajo en Genética de la Conservación, se centró en el análisis de lo que Caughley (1994) define como el paradigma de la población pequeña – el efecto de un tamaño poblacional pequeño sobre la persistencia de una población. Los libros de Soulé (Soulé & Wilcox, 1980; Frankel & Soulé, 1981; Soulé, 1986b, 1987) constituyen el escaparate de este paradigma. En este contexto, muchos autores han considerado que una parte integrante del análisis de la viabilidad de una población debe ser el estudio de su estado genético. Como veremos, el papel de la Genética en este campo está plagado de controversias.
En los últimos años, aunque se siguen discutiendo los problemas que se derivan de un tamaño poblacional pequeño, se han abierto nuevos campos, donde la Genética puede hacer una contribución más interesante, analizando diferentes procesos que, difícilmente, pueden ser analizados bajo otra perspectiva (Avise, 1994; Avise & Hamrick, 1996; Smith & Wayne, 1996; Landweber & Dobson, 1999).
1.- EL ANÁLISIS DE LA VARIABILIDAD GENÉTICA
Antes de que se introdujeran las técnicas moleculares, los estudios genéticos estaban restringidos a aquellos organismos que se podían mantener en condiciones controladas de “laboratorio”. Se elegía un carácter variable, se analizaba su patrón de herencia, y se deducía la base genética de dicho carácter. Obviamente, esta metodología no permite cuantificar la diversidad genética del mundo biológico, pues, sólo analiza aquellos caracteres que son variables, y sólo se puede aplicar a determinadas especies. El desarrollo de las técnicas moleculares ha permitido, por un lado, realizar un análisis aleatorio del genoma, al menos, en lo que respecta a la variación; y, por otro, que cualquier organismo, desde una bacteria a una ballena, sea accesible al análisis genético. Como veremos más adelante, estas técnicas están proporcionando información importante en el campo de la conservación.
Gran parte de lo que sabemos en la actualidad acerca de la diversidad genética de los organismos ha sido gracias al desarrollo de la técnica de electroforesis de proteínas. Los trabajos de Hubby & Lewontin (1966) y Lewontin & Hubby (1966), en Drosophila, y Harris (1966), en humanos, propiciaron una auténtica explosión de estudios en los que se analizaba la variación para isoenzimas en una gran diversidad de organismos. La electroforesis de proteínas se convirtió en la primera técnica molecular que podía ser aplicada de forma rutinaria y, puesto que facilitaba el acceso a una gran cantidad de variabilidad genética, permitió acumular una amplia información (ver Hamrick & Godt, 1989; Ward y col. 1992). Nevo y col. (1984) buscaron algún tipo de correspondencia entre la heterocigosidad (como medida de variabilidad genética) y distintos factores; como el grupo taxonómico, las características demográficas, el hábitat, el rango de distribución, el comportamiento y el carácter insular o continental de la especie. Aunque se encontraron diferencias claras entre algunos grupos taxonómicos (los vertebrados, por ejemplo, tienen como media una menor heterocigosidad que los invertebrados), el resto de comparaciones no mostraron que existieran asociaciones significativas.
Conforme se fueron acumulando más y más datos, las limitaciones de la técnica de electroforesis de isoenzimas empezaron a hacerse evidentes. Parecía claro que esta única clase de proteínas era sólo la punta del iceberg de la variabilidad genética, y que era necesario abordar el estudio del DNA.
Alrededor de los años 70, el descubrimiento de las endonucleasas de restricción (Linn & Arber, 1968; Meselson & Yuan, 1968), abrió las puertas al estudio de la variabilidad a nivel del DNA. Inicialmente, se utilizaron marcadores anónimos, trozos aleatorios de DNA clonados, para generar polimorfismos para la longitud de fragmentos de restricción (RFLPs). Posteriormente, se utilizaron secuencias de DNA específicas. Variando la sonda utilizada, fue posible analizar secuencias únicas y repetidas, regiones no codificantes, y DNA mitocondrial o cloroplástico. De esta forma, era posible acceder a la diversidad genética en distintas secuencias de DNA, que pueden evolucionar a un ritmo diferente, y que presentan distintos modos de transmisión. El DNA mitocondrial pronto se convirtió en la fuente principal de marcadores polimórficos para el estudio de poblaciones naturales (Moritz, 1994).
Posteriormente, el descubrimiento de los minisatélites y la técnica de “DNA fingerprinting” (Jeffreys y col., 1985a) dio un nuevo empuje al análisis molecular. Se abría la posibilidad de identificar individuos (Jeffreys y col., 1985b), de hacer análisis de paternidad y de estimar el grado de parentesco (Amos y col., 1991; Gilbert y col., 1991; Packer y col., 1991). Como consecuencia, se generaron nuevas expectativas y proyectos (Burke, 1989). Sin embargo, la complejidad de los patrones de huellas de DNA, siendo favorable para el análisis individual, se convierte en un estorbo para los análisis poblacionales (Amos & Pemberton, 1992). A menudo resulta imposible decidir qué bandas de una huella son alélicas y cuáles pertenecen a loci distintos. Pronto aparecieron alternativas más accesibles; entre éstas, la última moda es el análisis de microsatélites (Bruford & Wayne, 1993).
Los microsatélites son marcadores muy inestables; sufren frecuentes pérdidas y ganancias de repeticiones, lo cual, genera un gran número de polimorfismos de longitud (Tautz, 1989; Schlötterer & Tautz, 1992). Estos marcadores tienen importantes ventajas frente a otros anteriores; son abundantes en los genomas de todos los organismos superiores, y los niveles de polimorfismo son altos y fundamentalmente neutros. Son marcadores muy versátiles que, permiten abordar problemas de identidad, paternidad y parentesco (Amos y col., 1993; Queller y col., 1993; Dow & Ashley, 1996), analizar la estructura poblacional (Paetkau y col., 1995; Valsecchi y col., 1997) y también, estudiar relaciones filogenéticas (Bowcock y col., 1994). Al ser secuencias cortas, la variabilidad que generan se puede analizar tras amplificación por PCR, lo cual, permite incluso tipificar muestras pequeñas y degradadas de DNA (Jeffreys y col., 1992). Actualmente, es una de las técnicas más utilizadas, y teniendo en cuenta esta combinación de ubicuidad, abundancia, polimorfismo y aparente neutralidad, algunos piensan que, probablemente, más que ninguna de las técnicas anteriores, el análisis de microsatélites perdurará en el futuro (Amos, 1999).
La técnica de PCR, también se ha utilizado con objeto de buscar otro tipo de marcadores genéticos, que permitieran definir la mayor parte de las regiones del genoma. Entre ellos destacan las secuencias polimórficas amplificadas al azar (RAPDs) (Williams y col., 1990). Sin embargo, parece que a esta técnica le cueste echar raíces en el campo de la biología de poblaciones (Avise, 1994).
El desarrollo de la reacción en cadena de la polimerasa (Saiki y col., 1985, 1988; Mullis & Faloona, 1987) ha contribuido notablemente a la explosión de estudios poblacionales y evolutivos. Actualmente, es posible obtener datos de secuencias de una amplia variedad de organismos de forma mucho más rápida que en el pasado y, así, la secuenciación del DNA se ha convertido en uno de los métodos más utilizados en la reconstrucción de filogenias (Miyamoto & Cracraft, 1991).
Las técnicas tradicionales utilizadas para obtener muestras de DNA en animales, generalmente, son inofensivas; pero, sin embargo, son invasivas y provocan estrés en los animales. La extraordinaria sensibilidad de la PCR, que permite trabajar con pequeñas muestras de DNA fragmentado y degradado, ha abierto las puertas a otros métodos de recolección no invasivos: pelos, plumas, excrementos, etc. (ver Morin & Woodruff, 1996). El grupo de Pääbo, por ejemplo, ha utilizado la “PCR escatológica” para analizar las poblaciones europeas de oso pardo (Kohn y col. 1995). Esta técnica no sólo ha permitido el estudio genético de los individuos, sino también obtener información sobre su dieta (Höss y col., 1992). No obstante, debido a esta gran sensibilidad de la PCR, la posible contaminación de las muestras plantea serios problemas.
Asimismo, el desarrollo de la PCR ha permitido estudiar el “DNA antiguo” (ver Pääbo, 1993; Landweber, 1999; enlace laboratorio genética forense). Las técnicas moleculares se han empleado con éxito para el estudio de pieles secas, huesos y especímenes preservados en alcohol, que fueron recolectados durante el último siglo, y se han mantenido en los museos. El estudio de estas colecciones ofrece una importante fuente de información, ya que permite añadir una dimensión temporal a los estudios de diversidad genética en poblaciones (Thomas y col. 1990), y permite calibrar en qué medida podemos atribuir el deterioro genético de una especie amenazada a las actividades recientes de la población humana (ver Groombridge y col., 2000). De igual manera, aunque los resultados son controvertidos, parece que algunos autores han recuperado DNA de animales extintos (ver revisión en Austin y col., 1997). Además de proporcionar nuevos datos para la reconstrucción de filogenias (Cooper y col., 1992), el análisis molecular de especies extintas puede proporcionar información importante con respecto al proceso de extinción en sí; pues no sólo permite analizar la pérdida de variación, sino también, poner de manifiesto la expansión de patógenos que puede haber contribuido al declive de una población. El trabajo de Salo y col. (1994), ha abierto interesantes perspectivas en este campo de la arqueología epidemiológica molecular.
Como vemos, en los últimos años, se ha producido un extraordinario y rápido desarrollo de las técnicas moleculares. El hecho de que este desarrollo haya coincidido con la crisis de biodiversidad, ha impulsado la aplicación de estas técnicas a los problemas de conservación (ver Avise, 1994; Avise & Hamrick, 1996; Smith & Wayne, 1996). A través del análisis de marcadores genéticos neutros, es posible cuantificar la variabilidad genética de una población, analizar las relaciones entre individuos, identificar los patrones de divergencia entre poblaciones, delimitar las fronteras entre especies, etc. Sin embargo, debemos recordar que, muy probablemente, aquellos loci que tienen importancia adaptativa, no son muestreados mediante estas técnicas, y que las variantes importantes desde un punto de vista adaptativo, pueden tener un patrón de variación distinto al de las variantes genéticas neutras (ver Lynch, 1996). Por tanto, uno de los principales retos a los que deberá enfrentarse la Genética de la Conservación, hasta ahora centrada básicamente en el análisis de marcadores moleculares neutros, será el determinar cual es la conexión entre la variación molecular y la variación adaptativa, y desarrollar métodos que permitan un análisis rápido de esta última en poblaciones naturales.
Los proyectos de mapeado del genoma humano, de otros mamíferos y especies modelo, han permitido identificar genes que podrían ser buenos candidatos para la adaptación selectiva (Copeland y col., 1993; O’Brien, 1993; O’Brien y col., 1993a); loci relacionados con la reproducción, la neurofisiología, la defensa inmune, y otras funciones fisiológicas. Por otra parte, los estudios comparativos realizados con ratones, gatos, especies domésticas y otras especies, demuestran que los genomas de mamíferos están muy conservados en lo que respecta a la organización en grupos de ligamiento de genes homólogos (O’Brien y col., 1988; Jauch y col., 1992; O’Brien, 1993; O’Brien y col., 1993a y b). Esta situación, abre la posibilidad de utilizar el mapa del genoma humano como un índice para poder leer otros mapas genómicos, y emplear esta información para identificar la materia prima de la evolución, de la extinción y de la supervivencia (O’Brien, 1994b).
Un conjunto de genes que puede tener una gran importancia adaptativa son los QTL (loci para caracteres cuantitativos). Aunque sabemos desde hace tiempo que muchos caracteres cuantitativos presentan una variación heredable, casi nunca ha sido posible identificar estos loci. En un futuro no muy lejano, podremos identificar, en diferentes organismos, toda una serie de genes mayores, que afecten a distintos caracteres cuantitativos, y nuevamente, esto será posible gracias al desarrollo de los diferentes proyectos de mapeado genómico (ver Hedrick, 1996).
2.- LAS CONSECUENCIAS GENÉTICAS DE UN TAMAÑO POBLACIONAL PEQUEÑO
El crecimiento rápido e incontrolado de la población humana ha provocado la destrucción de un gran número de áreas, en su día vírgenes y, como consecuencia, la extinción de un gran número de especies. Sin embargo, la amenaza que se cierne sobre la diversidad biológica, generalmente, va acompañada de fenómenos más sutiles, aunque no menos importantes. Muchas de las especies que existen, o resisten, en la actualidad están formadas por muy pocas poblaciones, frecuentemente aisladas y con un reducido número de individuos, que corren un riesgo importante derivado, simplemente, del azar.
Los procesos estocásticos, que comprometen la persistencia a largo plazo de una población pequeña, son de naturaleza ambiental (Thorne & Oakleaf, 1991), demográfica (Goodman, 1987) y genética (Hedrick y col., 1986) (ver también Caughley & Gunn, 1996). Podemos decir que, mientras que la dinámica de una población grande está regida por las leyes de las medias, las poblaciones pequeñas están a expensas de la buena o la mala suerte (ver Caughley & Sinclair, 1994). Además, generalmente, estos factores no actúan por separado sino que interaccionan entre sí, arrastrando a la población hacia lo que se conoce como un vórtice de extinción (Gilpin & Soulé, 1986). Aquel tamaño poblacional, por debajo del cual, es probable que la población se precipite en un vórtice de extinción, es lo que se conoce como tamaño mínimo de una población viable, o MVP (Shaffer, 1981; para una discusión amplia sobre este concepto – ver Soulé, 1987).
Con independencia de que el riesgo principal sea de carácter demográfico, ambiental o genético, es incuestionable que la vulnerabilidad de una población a la extinción aumenta al disminuir su tamaño. Lo que no está tan claro es cómo disminuye el riesgo de extinción al aumentar el tamaño de la población, ni tampoco en qué medida esta relación es o no lineal. Desde un punto de vista práctico, sería importante conocer la relación entre la probabilidad de extinción y el tamaño poblacional, pues nos podría ayudar a determinar si verdaderamente existe un punto de inflexión en dicha relación, que nos permita identificar un tamaño poblacional umbrálico, por debajo del cual se produce un incremento rápido en la vulnerabilidad a la extinción, tal como asume el concepto de MVP.
Como ya hemos comentado, gran parte del debate en torno al papel de la Genética en la conservación se ha centrado en analizar las consecuencias genéticas derivadas de un tamaño poblacional pequeño, y en sopesar la posible aportación de la Genética al concepto de MVP. Este concepto es muy importante a la hora de planificar reservas, y tiene importantes aplicaciones en la gestión de poblaciones pequeñas y fragmentadas. Debe tenerse en cuenta constantemente en la gestión de poblaciones criadas en cautividad.
2.1.- Tamaño poblacional y variabilidad genética
Muchas poblaciones experimentan, ocasionalmente, una reducción drástica de su tamaño como consecuencia de una catástrofe ambiental, produciéndose lo que se denomina un “cuello de botella”. Con esta denominación, se modela un proceso temporal único que reduce el tamaño poblacional a unos pocos individuos, a partir de los cuales, se restablece la población. Un efecto similar se produce como consecuencia del proceso de colonización natural o artificial de un nuevo territorio (efecto fundador), o de la formación de una colonia para la cría en cautividad. El que la población recupere su tamaño o, por el contrario, permanezca en un estado crítico crónico después de la “catástrofe”, depende de multitud de factores ambientales (y humanos), sumándose al efecto producido por el cuello de botella, los efectos subsiguientes derivados de la permanencia como población pequeña. Bajo esta perspectiva, la primera pregunta que es necesario plantearse es si una población sufre un deterioro genético importante como consecuencia de una reducción repentina o gradual de su tamaño, y que consecuencias cabe esperar de mantenerse ese reducido tamaño a lo largo del tiempo.
Un cuello de botella tiene un efecto puntual y, en general, tiene un mayor impacto cualitativo que cuantitativo; es decir, la pérdida de alelos, fundamentalmente alelos raros, es mucho mayor que la pérdida de varianza genética per se (ver cap. 3 en Frankel & Soulé, 1981). Sin embargo, aunque estos alelos raros contribuyen poco a la varianza genética total, pueden proporcionar respuestas únicas ante futuros retos evolutivos.
Con respecto a la pérdida de varianza genética, el tema crucial es si la población permanece pequeña o, por el contrario, vuelve a crecer hasta un tamaño relativamente grande. En este contexto, será importante tener en cuenta la tasa de crecimiento de la población; pues, de ella va a depender, el que la población recupere su tamaño en un espacio de tiempo más o menos corto. Así, el impacto de un cuello de botella no será el mismo en un r-estratega, con una alta tasa de crecimiento, que en un k-estratega, con una tasa de crecimiento mucho más baja (Nei y col., 1975).
Cuando la población mantiene un tamaño pequeño durante un largo periodo de tiempo, se produce una erosión gradual de su variabilidad genética, por un proceso conocido como deriva genética (Wright, 1931). Este proceso dispersivo se puede estudiar bajo unas condiciones simplificadas, que aparecen definidas en el modelo de población ideal de Wright-Fisher (Fisher, 1930; Wright, 1931). En ausencia de mutación, migración y selección, el número de alelos diferentes por locus tiende a disminuir y, por tanto, también disminuye la frecuencia de heterocigotos. La pérdida de heterocigosidad (o de varianza genética aditiva) por generación es inversamente proporcional al tamaño efectivo de la población (DF=1/2Ne) (Wright, 1931, 1951). La migración es el factor principal capaz de contrarrestar la pérdida de variabilidad genética asociada con un tamaño poblacional pequeño (Lacy, 1987). Por tanto, las poblaciones pequeñas, y aisladas, pueden experimentar una pérdida significativa de variabilidad genética con el paso del tiempo.
En poblaciones pequeñas y aisladas, los niveles de varianza genética para caracteres cuantitativos están determinados por la interacción de tres factores: selección, deriva y mutación. Si la población mantiene un tamaño poblacional constante, y las presiones de selección son también constantes, se alcanzará un determinado nivel de varianza genética, en una situación de pseudoequilibrio, donde la pérdida de varianza genética por selección y deriva se contrarresta con la incorporación de nueva variación por mutación (ver Lynch, 1996). Si aumenta el tamaño poblacional efectivo, la deriva genética pierde importancia, y el nivel de varianza genética vendrá determinado por un equilibrio mutación-selección.
Por el contrario, cuando el tamaño efectivo de esa población aislada se reduce por debajo de unos pocos cientos, será la selección quien pierda eficacia, y la cantidad de variación esperada para un carácter cuantitativo típico será, básicamente, el resultado de un equilibrio mutación-deriva (ver Lynch, 1996). La eficacia de la selección se reduce en poblaciones pequeñas, porque cualquier diferencia selectiva que sea menor que el recíproco del doble del tamaño poblacional efectivo (1/2Ne) es operativamente neutra (Wright, 1969; Kimura, 1979). En los caracteres poligénicos, el efecto de la selección se reparte sobre un gran número de loci, de tal manera que la presión de selección efectiva sobre cada uno de ellos es reducida y, por ello, en poblaciones pequeñas, estos loci quedan a expensas de la deriva genética. La varianza genética en el equilibrio dependerá del tamaño poblacional, que determina el efecto de la deriva genética, y de la tasa de mutación.
Aunque la variación a nivel molecular (heterocigosidad) y la varianza genética aditiva se pierden a un ritmo semejante por deriva, los dos tipos de varianza genética se restablecen a un ritmo diferente por mutación y, por tanto, no hay porqué esperar una estrecha concordancia entre ambos componentes (ver Lande, 1998). Una población que haya experimentado un tamaño poblacional pequeño, durante un período de tiempo lo suficientemente largo, como para haber perdido la mayor parte de su variación genética, quedará “marcada” a nivel molecular durante decenas o cientos de miles de años y, sin embargo, podrá haber tenido tiempo suficiente para recuperar gran parte de su varianza genética aditiva (Lande & Barrowclough, 1987).
Los estudios genéticos que se realizan como parte del análisis de la viabilidad de una población, generalmente, utilizan marcadores moleculares neutros. En algunos casos, se han utilizado estos datos moleculares para inferir características adaptativas, como ha ocurrido, por ejemplo, en el caso del guepardo, donde su escaso éxito reproductivo se ha atribuido a su escasa variabilidad genética (O’Brien y col., 1983, 1985). Sin embargo, como hemos visto, la ausencia de variación a nivel molecular no implica la ausencia de variación genética para caracteres cuantitativos adaptativos. Por ejemplo, el tamarín de cresta de algodón Saguinus oedipus, presenta un nivel muy reducido de heterocigosidad a nivel molecular, prácticamente idéntico al del guepardo y, sin embargo, presenta niveles bastante altos de heredabilidad para el tamaño corporal (Cheverud y col., 1994).
Por otra parte, aunque el nivel de heterocigosidad esperado para marcadores moleculares neutros disminuye linealmente con el coeficiente de endogamia, cuando existe una importante fuente de variación para caracteres cuantitativos asociada a efectos no aditivos de los genes (dominancia y epistasia), se observan importantes desviaciones con respecto a este comportamiento. Por ejemplo, debido al cambio que se produce en los efectos medios de los genes al alterarse por deriva las frecuencias de los genes que interactúan, es posible que la varianza genética aditiva esperada aumente como consecuencia de un cuello de botella (ver Lynch, 1996). Este incremento se ha observado en poblaciones de mosca doméstica (Bryant y col., 1986; Bryant & Meffert, 1993) y de Drosophila (López-Fanjul & Villaverde, 1989). Interpretar el significado adaptativo de estos resultados resulta complicado ya que, generalmente, el incremento de varianza genética va acompañado de una reducción en el valor adaptativo medio (Lynch, 1996).
Finalmente, en poblaciones pequeñas existe una cierta probabilidad de que se fijen mutaciones deletéreas como consecuencia de la deriva genética. Una vez fijadas, el máximo valor adaptativo que puede alcanzar cualquier individuo de esa población se reduce, y la capacidad reproductiva de la población puede disminuir sustancialmente, aumentando su riesgo de extinción (Lande, 1994, 1998; Lynch, y col., 1995; Lande & Shanon, 1996; Lynch, 1996). Cualquier fuente de estocasticidad, ya sea de naturaleza demográfica o ambiental, contribuirá a aumentar la tasa de fijación de mutaciones deletéreas, como consecuencia de la reducción del tamaño efectivo de la población.
2.2.- Tamaño poblacional y Endogamia
La endogamia ocurre como consecuencia de la fragmentación de una población en varias subpoblaciones, o por alguna tendencia intrínseca a los cruzamientos entre parientes. Dentro de una subpoblación, la endogamia puede ocurrir como resultado de un tamaño poblacional pequeño; aún siendo los cruzamientos al azar, la heterocigosidad media se reduce debido al cambio de las frecuencias génicas por deriva (ver apartado anterior), y aumenta la probabilidad de identidad por descendencia. Wright (1931, 1951, 1969, 1977, 1978) desarrolló gran parte de la teoría matemática de la endogamia. Crow & Kimura (1970) y Hartl & Clark (1990) proporcionan un análisis asequible.
La incidencia de la endogamia en poblaciones naturales varía enormemente de unas especies a otras. La capacidad de dispersión es uno de los principales factores que determinan la frecuencia de cruzamientos entre parientes próximos. En ciertos himenópteros parásitos, los machos apenas se dispersan, y se cruzan con sus hermanas casi tan pronto como emergen de su huésped (Askew, 1968). En el otro extremo, se piensa que las anguilas (Anguilla rostrata) de la Costa Atlántica de Norteamérica viajan hasta el Mar de los Sargazos para cruzarse, donde probablemente, constituyen una enorme población panmíctica (Futuyma, 1986). Con frecuencia, las plantas superiores tienen flores hermafroditas y, a menudo, presentan autofecundación. Sin embargo, incluso en estas plantas, hay sistemas que reducen la probabilidad de cruzamientos endógamos. En determinadas ocasiones, los estigmas sólo son receptivos cuando la planta ya se ha despojado de su propio polen. En otros casos, se dan fenómenos de heterostilia que hacen improbable la transferencia de polen desde las anteras al estigma de la misma flor. Y aún en otros casos, aparecen sistemas de auto-incompatibilidad que determinan la receptividad del estigma al grano de polen.
Los efectos perjudiciales de la endogamia en poblaciones exógamas se conocen desde hace tiempo, y fueron incluso estudiados y discutidos por Darwin (1868, 1876). Por regla general, la endogamia provoca la depresión de una serie de características relacionadas con el valor adaptativo, un fenómeno que se conoce como depresión por endogamia (ver, por ejemplo, Ralls y col., 1986; Charlesworth & Charlesworth, 1987; Foose y Ballou, 1988; Chen, 1993; Jiménez y col., 1994; Keller y col., 1994; Heschel & Paige, 1995). En poblaciones exógamas, históricamente grandes, por cada incremento de un 10% del coeficiente de endogamia puede llegar a reducirse hasta un 25% el valor adaptativo (Ralls & Ballou, 1983; Falconer & Mackay, 1996). Los protocolos para evitar los efectos de la endogamia constituyen una parte esencial de los programas de cría en cautividad (Foose, 1983; Rodríguez-Clark, 1999).
Puesto que la endogamia reduce distintos componentes del valor adaptativo, se considera que aumenta el riesgo de extinción. De hecho, cuando se practica endogamia de una forma deliberada, en experimentos de laboratorio o con animales domésticos, es bastante frecuente perder un elevado número de líneas endógamas (ver Soulé, 1980; Frankham, 1995). La mayoría de las razas de perro descritas, sólo existen en fotografía. En este contexto, se ha planteado que la endogamia podría ser una de las causas de la mayor vulnerabilidad a la extinción de las especies insulares (Frankham, 1997, 1998; Eldridge y col., 1999).
Para combatir la depresión por endogamia en poblaciones pequeñas, generalmente, se introducen individuos de otras poblaciones (Lande & Barrowclough, 1987). Este programa de gestión se ha aplicado, por ejemplo, en la pantera de Florida (Hedrick, 1995) y en poblaciones aisladas de la víbora péliade, Vipera berus, en Suecia (Madsen y col., 1999). Existen numerosas evidencias de que esta estrategia aumenta el valor adaptativo (Wright, 1977; Falconer & Mackay, 1996; Polans & Allard, 1989; Spielman & Frankham, 1992; Heschel & Paige, 1995), aunque ocasionalmente puede provocar depresión por exogamia (Bresler, 1970; Dobzhansky, 1970; Lacy y col., 1993; Thornhill, 1993).
Existen bastantes datos, que proceden de estudios en diferentes organismos, y que apoyan la idea de que la mayor parte de la depresión por endogamia se debe a alelos deletéreos, parcialmente recesivos y no a loci sobredominantes (ver referencias en Willis, 1999). Las mutaciones deletéreas que se acumulan en una población constituyen lo que se denomina su lastre genético (Muller, 1950; ver Wallace, 1970). Para cuantificar este lastre genético, generalmente, se utiliza el concepto de letal equivalente (ver Morton y col., 1956). Ralls y col. (1988) analizaron los datos de depresión por endogamia en cuarenta poblaciones de mamíferos mantenidos en cautividad, y pusieron de manifiesto que existe una extraordinaria variación entre especies con respecto al número de letales equivalentes.
Cada especie presenta sus propias peculiaridades en cuanto a capacidad de dispersión, sistema de cruzamientos, estructura social, características demográficas, etc. Todas estas peculiaridades, y toda una serie de acontecimientos históricos, determinan la estructura y composición genética de una población. Por tanto, parece lógico encontrar esta variación en cuanto al número de letales equivalentes y que, en distintas especies, e incluso en distintas poblaciones dentro de una misma especie, se observen diferencias sustanciales en la magnitud de depresión por endogamia (Soulé, 1980; Lacy y col., 1993). El efecto de la endogamia suele ser menor en organismos experimentales o especies domésticas, en los que, previamente, se ha practicado selección o cruzamientos endógamos; es decir, un periodo previo de endogamia suave puede llegar a reducir la gravedad de episodios de endogamia posteriores. El hecho de que, tanto en el laboratorio (Bowman & Falconer, 1960), como en la naturaleza (Slatis, 1960; Bonnell & Selander, 1974; O’Brien y col., 1985), existan poblaciones viables, de especies normalmente exógamas, y que manifiestan unos altos niveles de endogamia, apoya la idea de que la eliminación de genes deletéreos por selección, favorecida por la endogamia, puede tener un efecto “revitalizante” en estas poblaciones. Por otro lado, parece claro que va a ser difícil predecir las consecuencias de la endogamia en una determinada población, ya que no existe una relación directa entre el coeficiente de endogamia, que se calcula a partir de marcadores moleculares neutros, y la depresión por endogamia (Lande, 1998).
Algunos autores han explorado la posibilidad de purgar el lastre genético de una población de una forma deliberada (ver Fu y col., 1998). Templeton & Read (1983, 1984) y, más recientemente, otros autores (Fenster & Dudash, 1994), han sugerido que una endogamia forzada en especies amenazadas, podría eliminar rápidamente la depresión por endogamia y, aumentar así, la probabilidad de persistencia de la especie a lo largo del tiempo.
Para poder determinar en qué medida va a ser posible reducir, o incluso eliminar, la depresión por endogamia en poblaciones exógamas, es importante conocer la contribución relativa de alelos con efectos mayores a la depresión por endogamia. Los modelos teóricos indican que, si la depresión por endogamia se debe fundamentalmente a alelos deletéreos recesivos de efectos importantes, la depresión por endogamia se puede eliminar rápidamente mediante un proceso de endogamia suave (Lande & Schemske, 1985; Charlesworth y col., 1990; Schultz y Willis, 1995). Por el contrario, si la depresión por endogamia se debe fundamentalmente a muchos alelos deletéreos, cada uno de ellos con un efecto pequeño, no es de esperar que éstos sean eliminados a corto plazo (Lande & Schemske, 1985; Charlesworth y col., 1990; Schultz y Willis, 1995). Por el contrario, estos alelos ligeramente deletéreos pueden llegar a fijarse en poblaciones pequeñas (Hedrick, 1994; Lynch y col., 1995; Lynch, 1996).
Drosophila es uno de los pocos organismos en que se conoce la contribución relativa de genes con efectos mayores a la depresión por endogamia. En este caso, disponemos de herramientas genéticas especiales, como son los cromosomas balanceadores, que permiten extraer cromosomas enteros de las poblaciones naturales. En un estudio típico, estos cromosomas se hacen homocigóticos o heterocigóticos en una misma generación, se mide el valor adaptativo de las moscas resultantes, y es posible identificar aquellos cromosomas que son letales o que causan esterilidad en homocigosis. Con un experimento como este, es relativamente sencillo determinar, en qué medida contribuyen los genes letales o de esterilidad a la depresión por endogamia de una población. Asimismo, a través de un diseño adecuado de cruzamientos, es posible determinar el grado de dominancia medio del componente de depresión por endogamia debido a genes deletéreos; aquellos con un efecto más suave sobre el valor adaptativo. Este tipo de experimentos se ha realizado en distintas especies de Drosophila, con objeto de analizar el lastre en viabilidad por endogamia. Los resultados ponen de manifiesto que, aproximadamente la mitad de la depresión por endogamia se debe a alelos letales que son casi completamente recesivos, y el resto, al efecto acumulado de muchos alelos ligeramente deletéreos, que son parcialmente recesivos (ver Lewontin, 1974; Simmons & Crow, 1977; Crow & Simmons, 1983; Charlesworth &. Charlesworth, 1987).
Lamentablemente, en la mayoría de las especies, carecemos de cromosomas balanceadores y, por tanto, no disponemos de estudios comparables en otros organismos. Los estudios tradicionales, que comparan el valor adaptativo de la descendencia endógama y exógama, no permiten obtener este tipo de información, ya que para la mayoría de los componentes del valor adaptativo, en la mayoría de las especies, no es posible determinar si un individuo tiene un bajo valor adaptativo porque es homocigótico para un gen con un efecto importante, o debido a efectos ambientales, o como consecuencia del efecto acumulado de muchos alelos ligeramente deletéreos.
Basándose en la idea de “purga por endogamia”, Willis (1999) ha desarrollado un método experimental alternativo que, aunque extremadamente laborioso, se puede aplicar a cualquier organismo que se pueda criar en cautividad, y que permite estimar, en una población exógama, la contribución relativa a la depresión por endogamia de alelos con efectos mayores. Tras aplicar este método en una población de la planta Mimulus guttatus, concluye que en esta especie, los genes mayores, como letales y estériles, contribuyen relativamente poco al lastre por endogamia. En su artículo, Willis plantea que de confirmarse que, en la mayoría de los organismos, la mayor parte de la depresión por endogamia se debe a alelos ligeramente deletéreos, se reafirma la importancia de minimizar la endogamia en especies amenazadas, pues difícilmente un programa de endogamia forzada será capaz de eliminar la depresión por endogamia y, probablemente, provocará la extinción de la especie.
En resumen, no existe un modelo genérico de los efectos de la endogamia que podamos coger de la estantería y aplicar a todas las especies o poblaciones. Esto es así, no sólo porque existe variación en los sistemas de cruzamiento y en la historia de las diferentes poblaciones, sino también porque, en la mayoría de las especies, desconocemos la base genética de los efectos de la endogamia. En este sentido, sería difícil predecir el resultado de cualquier oleada de endogamia y, por tanto, más vale prevenir que curar. Esto nos lleva al siguiente apartado.
2.3.- Tamaño Mínimo de una Población Viable (MVP)
Sobre esta base teórica, se han planteado dos cuestiones de cara a la conservación. Por un lado, que el estudio genético debe estar integrado como parte del análisis de la viabilidad de una población. Y por otro, que sería importante intentar determinar el tamaño mínimo que debe tener una población para prevenir los problemas genéticos. Obviamente, se trata de establecer una guía práctica, que se pueda aplicar en los programas de gestión y conservación de especies amenazadas. Esta tarea no está exenta de peligros. El mundo biológico es heterogéneo, no hay dos especies que sean genéticamente iguales y, por tanto, ninguna generalización puede ser universalmente válida. Pero, probablemente, cruzarse de brazos no es la mejor opción.
Franklin (1980) diferenció dos escalas temporales a la hora de analizar los problemas genéticos que acompañan a un tamaño poblacional pequeño: a corto plazo y a largo plazo. A corto plazo, el principal problema es la depresión por endogamia. Como hemos visto, tanto en la naturaleza, como en animales domésticos, es bastante frecuente encontrar una baja intensidad de endogamia. Parece, a priori, que los genes deletéreos pueden ser eliminados por selección, antes de que se fijen por deriva, siempre y cuando el incremento de endogamia por generación sea lo suficientemente pequeño. La cuestión, por tanto, es cuando deja de ser “suficientemente pequeño”, y empieza a ser de una magnitud tal, que el incremento de endogamia (1/2Ne) afecte a la supervivencia de la población; en otras palabras, que debe existir un incremento de endogamia máximo que puede tolerar una población. Cuál es ese máximo, es harina de otro costal. Una población con un alto lastre genético, tolerará menos la endogamia que una población con un lastre genético más bajo. El método empírico utilizado se basa en la experiencia de los mejoradores, que aceptan coeficientes de endogamia en torno al 1% (Franklin, 1980) o, incluso, alrededor del 2-3% (ver referencias en Frankel & Soulé, 1981) sin mayores problemas. Puesto que los animales domésticos, ya son endógamos en cierta medida y, por tanto, tendrán un menor lastre genético que sus progenitores silvestres, parece aconsejable utilizar la estima más conservadora (Frankel & Soulé, 1981). Partiendo de la relación entre el incremento de endogamia y el tamaño poblacional efectivo (DF=1/2Ne) (Wright, 1931), serían necesarios 50 individuos (Ne) o más para que la pérdida de heterocigosidad (o el incremento en la frecuencia de homocigóticos), no supere el 1% por generación y que, por tanto, la población pudiera tolerar los efectos de la endogamia a corto plazo, a pesar de un cierto coste en supervivencia y reproducción (Franklin, 1980). No obstante, incluso con una tasa del 1% por generación, la pérdida de variación genética será apreciable después de un cierto número de generaciones. Por eso, se trata de un criterio válido a corto plazo. Por otro lado, Soulé (1987) plantea que esta estima sólo puede aplicarse a colonias de cría en cautividad. La depresión por endogamia puede ser más severa, en ambientes naturales que en poblaciones de laboratorio (Jiménez y col., 1994) y, en ambientes extremos que en condiciones ambientales óptimas (Keller y col. 1994).
A largo plazo, el principal problema es la erosión gradual de la variabilidad genética que sufren las poblaciones de pequeño tamaño, y que puede comprometer su flexibilidad evolutiva y su capacidad de adaptación futura. Basándose en los datos existentes en Drosophila, con respecto al incremento de varianza para el número de quetas abdominales por mutación (Lande, 1975), Franklin (1980) y Soulé (1980) sugirieron que en una población de 500 individuos (Ne), la introducción de nueva varianza genética aditiva por mutación contrarrestaría su pérdida por deriva genética, manteniéndose un nivel de heredabilidad semejante al que se encuentra en caracteres no sujetos a selección (para una explicación más detallada – ver Lande & Barrowclough, 1987). Caughley (1994) destaca que, para extrapolar este número a otras especies, es necesario asumir implícitamente tres supuestos: que el nivel definido de varianza genética es el apropiado, que es independiente de la heterocigosidad, y que el número de quetas abdominales en la mosca sirve como referencia para otros caracteres en otros taxones.
Según datos experimentales más recientes, una fracción importante de la varianza mutacional en caracteres cuantitativos está asociada a efectos semi-letales o letales recesivos (Mackay y col., 1992; López & López-Fanjul, 1993a y b) y, por tanto, las tasas de mutación que se estiman para poligenes con efectos quasi-neutros serían una décima parte de las estimadas previamente. En función de estos nuevos datos, Lande (1995) reanalizó la estima de Ne=500 y sugiere que, para mantener un potencial adaptativo normal en caracteres cuantitativos, bajo un equilibrio mutación-deriva, serían necesarios alrededor de 5000 individuos. Para mantener alelos raros, que pueden tener gran importancia en lo que respecta a la resistencia a enfermedades, podrían ser necesarias poblaciones todavía más grandes (Roush & McKenzie, 1987). Lande (1999) discute que, sin embargo, una población que no cumpla estos criterios, no se puede considerar que este desahuciada. En primer lugar, porque si la población está bien adaptada a su ambiente, y ese ambiente no cambia excesivamente, puede que no sea muy necesaria la evolución adaptativa. En segundo lugar, porque si la población recupera un tamaño poblacional grande, la mutación podrá restaurar su varianza genética y capacidad adaptativa; aunque, teniendo en cuenta el número de generaciones necesarias para que esto ocurra, probablemente, este planteamiento no tengan mucho sentido en especies con un tiempo generacional largo (ver tabla 1.2 en Lande, 1999). Algunas especies, como el elefante marino (Mirounga angustirostris), han experimentado una gran expansión después de haber sido reducidas a tamaños poblacionales muy pequeños y, actualmente, pese a su reducida diversidad genética, muestran una amplia distribución (Bonnell & Selander, 1974; Hoelzel y col., 1993).
Aunque, inicialmente, la regla del 50/500 se presentó solamente como una regla empírica, era la única regla empírica disponible y, en consecuencia, fue incorporada en los programas de conservación de poblaciones, tanto silvestres como criadas en cautividad. El hecho de que se haya aplicado esta regla, que sólo tiene en cuenta el aspecto genético, sin considerar otros factores, ha recibido muchas críticas.
En un contexto general, se ha planteado la importancia de no confundir el paradigma de la población pequeña con el paradigma del declive (Caughley, 1994). Muy probablemente, la falta de diversidad genética es la consecuencia de los procesos que pusieron a la especie en peligro en primera instancia, y no su causa. Existe un agente externo causante de la reducción; el tamaño poblacional pequeño no es en sí mismo una causa. Lo primordial, es identificar y eliminar la causa del declive.Por ejemplo, la población del gorila de montaña Virunga, tiene alrededor de 300 individuos. Harcourt (1991) calculó que, aunque el Ne fuera sólo de 50, pasarían más de 100 años antes de que la heterocigosidad se redujera en un 10%. Durante este tiempo, la población humana local, con su tasa de crecimiento actual, se habría cuadruplicado. En estas circunstancias, es difícil sostener que la población de gorilas se encuentra amenazada por la pérdida de diversidad genética. En palabras de Caughley, una de las características más penosas del paradigma del declive, es la escasez de base teórica, un problema que habrá que abordar en el futuro. Teniendo en cuenta que los procesos causantes del declive serán diferentes en cada caso, puede que no sea posible elaborar una teoría universal comparable a la teoría estocástica de poblaciones pequeñas. Sin embargo, si queremos asegurar la persistencia de una especie amenazada, es necesario identificar y neutralizar los procesos determinísticos que la han conducido al borde de la extinción.
En lo que se refiere al paradigma de la población pequeña, se ha planteado que, a la hora de determinar el tamaño mínimo viable de una población silvestre, es más importante el aspecto demográfico que el genético. Aquellas poblaciones lo suficientemente grandes como para tamponar las fluctuaciones ambientales y demográficas, raramente se verán amenazadas por la pérdida de variabilidad genética (Lande, 1988). Por otro lado, Lande destaca el hecho de que, en muchas especies, cuando la densidad de población es baja, los individuos muestran un descenso reproductivo debido a causas no genéticas; la falta de interacciones sociales necesarias para el apareamiento, la dificultad de encontrar pareja, y otra serie de factores ecológicos dependientes de densidad, que se conocen colectivamente como “efecto Allee” (Andrewartha & Birch, 1954). Ignorar el aspecto demográfico, puede llevar a plantear programas de gestión inadecuados que amenacen la supervivencia de una especie.
Holsinger & Vitt (1997) discuten una serie de razones por las que es improbable que una población estable desde un punto de vista ecológico y demográfico, sufra un riesgo derivado de la pérdida de diversidad genética (ver también Holsinger y col., 1999).
Por otro lado, es necesario tener en cuenta que la regla del 50/500 se refiere a tamaños poblacionales efectivos y no a censos poblacionales. La regla parte del supuesto de una población ideal y, por tanto, para poder aplicar esta regla a poblaciones reales, que se alejan de las condiciones del modelo, será necesario calcular el tamaño poblacional efectivo. En poblaciones reales, en ocasiones, la proporción de sexos no es equilibrada. Por ejemplo, en cebras y otros équidos, el grupo reproductivo es el harén, y un solo macho puede monopolizar hasta seis hembras (Klingel, 1969). El elefante marino, al que hemos hecho referencia anteriormente, también es polígamo; menos del 20% de los machos fecundan a todas las hembras. Cuando en los años 1890s la especie fue reducida a unos 20 individuos como consecuencia de la caza, el tamaño efectivo de la población era, probablemente, mucho menor de 20 (ver Futuyma, 1986). A diferencia de las poblaciones ideales, las poblaciones reales fluctúan de tamaño. Por ejemplo, los insectos sufren, con frecuencia, grandes fluctuaciones del tamaño poblacional, especialmente en especies de la zona templada. Los vertebrados tienden a fluctuar de forma menos violenta; sin embargo, los cambios en la disponibilidad de alimento, el tiempo atmosférico o la presencia de patógenos pueden provocar cambios importantes del tamaño poblacional (ver Frankel & Soulé, 1981). A diferencia de lo que se asume en una población ideal, los tamaños familiares en una población real no se ajustan normalmente a una distribución de Poisson. La acción e interacción de todos estos factores conlleva una reducción del tamaño efectivo de la población por debajo del censual, y las poblaciones tienden a perder variabilidad genética a una tasa mayor de lo que le correspondería de acuerdo con el censo poblacional (ver Wright, 1969). Por ejemplo, Wilcox (1986) sugiere que la población de 200 osos pardos (Ursus arctos horribilis) del Parque Nacional de Yellowstone, puede tener de hecho un tamaño efectivo de 38; un nivel al que la depresión por endogamia y la pérdida de variación genética a largo plazo podrían causar serios problemas. Caballero (1994) proporciona una excelente revisión del desarrollo teórico asociado a la predicción del tamaño efectivo.
En general, resulta bastante difícil estimar todos aquellos parámetros demográficos necesarios para determinar el tamaño efectivo de una población. Se han propuesto distintas alternativas: basadas en modelos de simulación (Harris & Allendorf, 1989; Allendorf y col., 1989), en el análisis de genealogías (Reed y col., 1991), o a partir de la varianza estandarizada del cambio en las frecuencias alélicas (Waples, 1989). La relación estimada empíricamente entre tamaño efectivo y tamaño censual (Ne/N) en poblaciones animales muestra una enorme variación; las recogidas por Crawford (1984) varían entre 0.01 y 0.95 (es decir, entre el 1% y el 95% del tamaño censual). Esto sugiere que no es conveniente asimilar el tamaño efectivo de una población con su tamaño censual. Además, cada especie tiene sus propias peculiaridades, por lo que hacer generalizaciones resulta siempre peligroso. En cualquier caso, es importante darse cuenta que, la regla 50/500 se refiere al tamaño efectivo y, por tanto, de la dificultad de aplicar esta regla en la práctica.
Esta discusión acerca de las dificultades que existen para estimar el Ne de una población se refiere, obviamente, a poblaciones silvestres. El panorama es totalmente diferente en poblaciones criadas en cautividad que, al haber estado monitorizadas, permiten reunir todos los datos demográficos necesarios para obtener estimas bastante precisas del Ne. Esta situación, proporciona una oportunidad única para que los gestores puedan controlar la estructura genética de las poblaciones mantenidas en cautividad.
La gestión genética de poblaciones pequeñas requiere una inversión importante de tiempo y dinero. En consecuencia, si queremos asegurar la persistencia a largo plazo de una población, es necesario eliminar las causas que la condujeron al borde de la extinción y, después, aumentar su tamaño tan rápido como sea posible (Caughley, 1994; Holsinger & Vitt, 1997). Si los gestores son capaces de mantener poblaciones ecológicamente estables, la estabilidad genética irá de la mano. En caso contrario, necesitarán el consejo de los genéticos.
3.- ANÁLISIS FILOGENÉTICO
El debate que hemos comentado acerca de la importancia relativa de las consideraciones demográficas y genéticas en la gestión de especies amenazadas ha tenido dos consecuencias negativas (Avise, 1994). Por un lado, da la impresión de que el aspecto demográfico y el genético ocupan una posición antagónica, cuando en realidad, ambos tipos de consideraciones son importantes y se encuentran íntimamente relacionados. Por otro, lleva a pensar que el único papel de la Genética en la conservación consiste en estimar la heterocigosidad, como parte del análisis de la viabilidad de una población (ver Avise, 1989). Sin embargo, la mayoría de las aplicaciones de la Genética en la conservación se derivan del análisis de las relaciones filogenéticas en un sentido amplio; es decir, a cualquier nivel jerárquico de la divergencia evolutiva, desde el extremo microevolutivo al macroevolutivo (ver Avise, 1994; Avise y col., 1995; Avise & Hamrick, 1996; Smith & Wayne, 1996). En este apartado, veremos algunos ejemplos de las aportaciones de la Genética en este campo.
Cuando se utiliza la variación molecular para identificar diferentes individuos, poblaciones o especies, lo más apropiado es partir de marcadores genéticos que sean neutros y, por tanto, buenos indicadores de una relación de parentesco o ascendencia común. Puesto que diferentes partes del genoma evolucionan a un ritmo diferente, uno puede elegir diferentes segmentos para responder a diferentes preguntas. Algunos genes cambian muy lentamente, y pueden utilizarse para estudiar las relaciones evolutivas entre grupos de organismos que han divergido hace miles de millones de años. Otras regiones del DNA cambian a un ritmo tan rápido que permiten diferenciar individuos, exceptuando los gemelos idénticos y otros clones. Existen otras regiones que presentan niveles intermedios de variación, y resultan útiles para analizar la variación genética intrapoblacional o la estructura genética de una especie, o también, las diferencias entre especies estrechamente relacionadas.
3.1.- Identidad, paternidad y parentesco
La mayoría de las especies con reproducción sexual albergan la suficiente variación genética como para que un análisis genético apropiado nos permita diferenciar un individuo de otro con una alta fiabilidad.Por otro lado, interpretando la transmisión de estos marcadores genéticos de acuerdo con las leyes de herencia mendeliana, es posible definir relaciones de paternidad. Aunque también es posible estimar el grado de parentesco medio dentro de un grupo (utilizando, por ejemplo, el método de correlación genotípica; Pamilo, 1984; Wilkinson & McCracken, 1985), resulta mucho más problemático definir el grado de parentesco entre dos individuos determinados (ver Avise, 1994; Avise y col., 1995). Sin embargo, se ha probado que existe una correlación entre la similitud del patrón de bandas de las huellas y el grado de parentesco entre individuos calculado a partir de una genealogía (Packer y col., 1991).
La identificación de individuos tiene diversas aplicaciones en el contexto de la cría en cautividad. El análisis genético permite, saber si los miembros de una camada son el producto de un desarrollo mono- o multicigótico (gemelos idénticos o fraternos), o llegar a conocer la fuente de esperma en el caso de inseminaciones no observadas. En cuanto al análisis de poblaciones silvestres, es posible utilizar individuos marcados genéticamente en estudios de comportamiento y estructura social, o para analizar patrones de migración. Por ejemplo, en especies que no son fácilmente observables de una forma directa, como muchos cetáceos, se puede monitorizar el movimiento de los individuos utilizando las huellas dactilares genéticas obtenidas mediante biopsias repetidas (Hoelzel & Amos, 1988).
Los análisis de paternidad, por su parte, permiten abordar distintas cuestiones relativas al sistema de apareamiento propio de la especie; determinar los responsables de una camada cuando la hembra copula con varios machos, analizar la frecuencia de cópulas “extramaritales” en especies monógamas, o cuál es la varianza del éxito reproductivo en cada sexo, o determinar con qué frecuencia machos y hembras invierten energía en sacar adelante una progenie que no es la propia, etc. Disponer de esta información es importante cuando queremos, por ejemplo, determinar el Ne de una población; más aún teniendo en cuenta que, en ocasiones, el sistema de apareamiento aparente (social) no coincide con el sistema de apareamiento real (genético) (ver Parker y col., 1996).
Uno de los aspectos principales de la gestión genética en cautividad consiste en evitar los cruzamientos endógamos. Para ello, es necesario contar con un registro genealógico completo de los individuos que integran la colonia de cría. En estos estudios, raramente se dispone de información sobre los individuos fundadores y, generalmente, se asume que no están emparentados. Los estudios moleculares permiten completar las lagunas que puedan existir en la información genealógica, y aportar datos acerca de la relación de parentesco entre los individuos fundadores (ver Wayne y col., 1994).
En muchos casos, la obtención de crías en cautividad plantea serias dificultades; sobre todo si se trata de especies con un tiempo generacional muy largo, o una tasa de reproductividad muy baja. Para tener un mayor éxito, se prueba a inseminar a las hembras con semen de varios machos. Sin embargo, puesto que posteriormente, se desconoce el padre de cada una de las crías, esta estrategia compromete cualquier plan de conservación que este centrado en hacer máximo el tamaño efectivo, evitando la endogamia. Longmire y col. (1992) utilizaron la técnica de “DNA fingerprinting” para asignar a posteriori la paternidad biológica en la grulla americana (Grus americana). Esta información resulta esencial a la hora de diseñar posteriores cruzamientos.
3.2.- Estructura genética de las poblaciones y diferenciación intraespecífica
Para gestionar adecuadamente una especie en estado silvestre, es necesario conocer su estructura genética. Para abordar este análisis, generalmente, se utilizan datos moleculares que se interpretan de acuerdo con los fundamentos teóricos de la Genética de Poblaciones. Entre los distintos métodos disponibles para describir la estructura poblacional, los estadísticos F – de Wright son los más utilizados (Wright, 1951, 1969). El estadístico FST se utiliza, normalmente, como una medida de la subdivisión, y proporciona un método apropiado para estimar el flujo génico entre poblaciones bajo la hipótesis de alelos neutros. Hartl & Clark (1990) proporcionan una buena revisión general de este análisis jerárquico. Una revisión más detallada sobre el tema se puede encontrar en la literatura original (Crow & Kimura, 1970; Nei, 1975; Wright, 1978).
En plantas de importancia agrícola, por ejemplo, se está dedicando un gran esfuerzo a establecer bancos de semillas que, puedan proporcionar los recursos genéticos necesarios para atender futuros retos ambientales (Frankel & Hawkes, 1975). A la hora de efectuar la recolección, resulta imprescindible conocer la estructura genética de la especie, pues el valor de estas colecciones de semillas dependerá de la diversidad genética que contengan.
El análisis genético molecular permite identificar, ocasionalmente, una población (o un conjunto de poblaciones) que es genéticamente diferente del resto, que tiene una larga historia evolutiva independiente, y que puede requerir una consideración especial desde el punto de vista de la conservación (ver Petit y col., 1998). Por ejemplo, Echelle y col. (1989) analizaron 16 poblaciones del pez Gambusia nobilis, localizadas en distintos afluentes del río Pecos, entre Texas y Nuevo Méjico, y pusieron de manifiesto que las 5 poblaciones del afluente Toyah Creek eran las que presentaban una mayor heterocigosidad y diversidad alélica, y las que mostraban una mayor divergencia genética con respecto al resto. Por tanto, este grupo de peces debería recibir una mayor atención desde el punto de vista de la conservación. En muchos organismos, se han identificado unidades poblacionales bien diferenciadas, que pueden requerir un reconocimiento especial y programas de conservación independientes: en hongos (Hibbett & Donoghue, 1996), en tortugas marinas (Bowen & Avise, 1996), en la ballena jorobada (Baker & Palumbi, 1996), en tejones australianos (Taylor y col., 1994), en primates (Ruvolo y col., 1994), en el ratón del río Hastings (Jerry y col., 1998), en el oso pardo de Norteamérica (Waits y col., 1998), en la tortuga de agua dulce, Macroclemys temminckii (Roman y col., 1999), etc. La extensión del análisis filogenético a nivel intraespecífico proporciona un método objetivo para identificar aquellas poblaciones o grupos de poblaciones que deben ser objetivos prioritarios de conservación. Cualquier estrategia de conservación y gestión que ignore la existencia de estas unidades filogenéticas, puede ser conflictiva en sus resultados.
En programas de reforzamiento es importante conocer el grado de similitud genética entre poblaciones de una misma especie, con objeto de poder elegir la fuente más apropiada de individuos para la recuperación de poblaciones en declive. Por ejemplo, en el caso de la llamada pantera de Florida, el análisis molecular de los pumas de Norteamérica puso de manifiesto que la población de Texas era muy similar y que, por tanto, proporcionaba un stock apropiado para el programa de reforzamiento (Roelke y col., 1993).
Es necesario recordar, en este contexto, que los marcadores moleculares no son buenos indicadores de la divergencia adaptativa. Una baja tasa de dispersión, el intercambio de unos pocos individuos entre poblaciones por generación, es suficiente para prevenir gran parte de la diferenciación genética para loci quasineutros, como la mayor parte de los polimorfismos genéticos moleculares (Wright, 1969; Crow & Kimura, 1970). Por el contrario, las diferencias adaptativas entre poblaciones pueden mantenerse por selección natural con altos niveles de dispersión y flujo génico (Endler, 1977). La falta de diferenciación entre poblaciones para loci genéticos moleculares no implica la ausencia de diferencias adaptativas (Lewontin, 1984). Esta falta de concordancia, limita la utilidad de los marcadores moleculares para hacer recomendaciones con respecto al impacto que cabe esperar al mezclar dos poblaciones (ver Knapp & Rice, 1998). Solamente si los análisis moleculares y morfológicos han revelado que no existen diferencias aparentes entre poblaciones, y que hay una alta tasa de intercambio genético entre ellas, podemos concluir que la mezcla de poblaciones no debería plantear serios problemas, siempre y cuando, no existan barreras de fertilidad (diferencias cromosómicas, por ejemplo), ni sea previsible que existan sutiles diferencias adaptativas (porque las poblaciones ocupen hábitats diferentes, por ejemplo).
Allendorf & Waples (1996) y Lynch (1996) discuten, respectivamente, los problemas genéticos y demográficos, que se derivan de utilizar individuos criados en cautividad en los programas de reforzamiento de las poblaciones silvestres. Atendiendo a estos riesgos, se recomienda que la cría en cautividad se prolongue durante el menor tiempo posible.
3.3.- Microtaxonomía y Biología de la Conservación
La Taxonomía es crítica para la conservación, pues proporciona la base para el reconocimiento y, por tanto, la protección de las especies amenazadas. Generalmente, la protección legal se extiende a tres categorías taxonómicas: especies, subespecies, y determinadas poblaciones de vertebrados (O’Brien, 1994a). Gran parte de las asignaciones taxonómicas que se utilizan en la actualidad se propusieron durante el siglo XIX, sobre la base de una información fenotípica bastante limitada y un análisis muy preliminar de la variación geográfica. El problema no es sólo de nomenclatura; las asignaciones taxonómicas dan forma a nuestra percepción de cómo se encuentra organizado el mundo biológico (Avise, 1994), y constituyen la base para el desarrollo de los programas de conservación. Una mala clasificación conduce a una gestión inapropiada, que puede provocar la pérdida de determinadas especies (Avise, 1989; May, 1990; O´Brien & Mayr, 1991). En la mayoría de los casos, no está claro hasta qué punto la clasificación tradicional refleja la verdadera diversidad biológica y genética.
Pese al extraordinario desarrollo de las técnicas moleculares que, obviamente han mejorado la capacidad de discriminación entre grupos taxonómicos, existe una confusión importante a la hora de definir las unidades taxonómicas en las que centrar los esfuerzos de conservación. Las imprecisiones taxonómicas han generado dos tipos de errores. En algunos casos, se ha producido una subdivisión excesiva de grupos genéticamente indistinguibles; en otros, la agrupación indebida de taxones significativamente diferenciados (ver Avise, 1994; O’Brien, 1994a). Todas estas dificultades tienen su origen en un problema aún no resuelto, “el problema de la especie” (ver Mayr, 1998).
Los análisis genéticos moleculares han ayudado a esclarecer algunos casos controvertidos, y a reconducir determinados programas de conservación que eran erróneos. Por ejemplo, en el gorrión costero negruzco, Ammodramus maritimus nigrescens, endémico del Estado de Florida (Avise & Nelson, 1989; ver también Zink & Kale, 1995), o en el caso de los tuatara, Sphenodon, de Nueva Zelanda (Daugherty y col., 1990; Finch & Lambert, 1996).
Finalmente, señalar que al igual que los departamentos de criminología se apoyan en el análisis genético para la identificación de individuos, los biólogos de la conservación utilizan la Genética forense para identificar tejidos confiscados de fuentes ilegales, asignarlos a una determinada especie y región geográfica, e implementar la legislación vigente. Por ejemplo, Cronin y col. (1991) han recopilado un conjunto de caracteres moleculares (en concreto, patrones de digestión para el DNA mitocondrial), que sirven para identificar a un total de 22 especies de mamíferos que, frecuentemente, son víctimas del furtivismo. Baker & Palumbi (1994, 1996) muestran que, el análisis filogenético permite asignar las muestras de ballena compradas en Japón a una determinada especie y, en ocasiones, también, a una posible región geográfica. Amato y col. (1998) han analizado los restos de piel de caimán en prendas de vestir y accesorios. DeSalle & Birstein (1996) han identificado diferentes especies protegidas de esturión en latas de caviar negro fraudulentamente etiquetadas.
3.4.- Hibridación e Introgresión
La hibridación interespecífica, con o sin introgresión, es un fenómeno muy común en plantas y aparece con bastante frecuencia en animales. Probablemente, la frecuencia con que se da este fenómeno en la naturaleza sea superior a la estimada, ya que generalmente, se deduce a partir de la observación de formas morfológicamente intermedias y, en ocasiones, los efectos de la hibridación pueden ser más sutiles (ver Soltis & Gitzendanner, 1999). La importancia de la hibridación para las especies implicadas es un tema que ha suscitado un intenso debate (ver Arnold, 1992). Dentro del contexto de la conservación, se han discutido los problemas biológicos y legales que surgen a raíz de la hibridación introgresiva que se ha detectado en distintas especies amenazadas utilizando marcadores moleculares.
Desde el punto de vista biológico, parece claro que la hibridación puede tener un impacto importante, normalmente negativo, en especies raras o en peligro de extinción. Como resultado de la hibridación, la especie rara puede sufrir un proceso de asimilación por parte de otra especie más común del mismo género; la extinción no ocurre como consecuencia de la desaparición del material genético de la especie rara, sino por su incorporación en el acervo génico de la especie más numerosa (ver Soltis & Gitzendanner, 1999). A pesar de lo frecuente que es la hibridación en plantas, la amenaza que puede suponer la hibridación para una especie o subespecie rara ha recibido una mayor atención en animales; se ha discutido, por ejemplo, en peces (Allendorf & Leary, 1988; Dowling & Childs, 1992), aves (Cade, 1983; Grant & Grant, 1992), cánidos (ver Vilá & Wayne, 1999), o tortugas marinas (Carr & Dodd, 1983; Bowen, 1995).
El árbol de la caoba Cercocarpus traskiae, endémico de la Isla Santa Catalina, California, es un ejemplo clásico de la hibridación entre una especie vegetal rara y otra con una distribución más amplia (Rieseberg y col., 1989). Las especies insulares son especialmente vulnerables a los efectos negativos de la hibridación con otras especies. Soltis & Gitzendanner (1999) recogen numerosos ejemplos, muchos de los cuales, corresponden a especies de la flora Canaria.
En muchos casos, la hibridación se produce como consecuencia de la introducción de especies exóticas o de la alteración del hábitat por el hombre. A pesar del esfuerzo realizado por los biólogos de la conservación para monitorizar el alcance de la hibridación entre especies raras y sus congéneres más ampliamente distribuidos, muchas especies raras siguen estando amenazadas como consecuencia de este proceso. La hibridación representa un camino potencial hacia la extinción para muchas especies raras, especialmente las insulares, por lo que es necesario tomar medidas preventivas.
Desde el punto de vista político, uno de los principales problemas surgió en Estados Unidos porque la ley prohibía que cualquier especie o subespecie que hubiera sufrido hibridación, fuera protegida – lo que se conoce como “la política del híbrido” (ver Avise, 1994). La aplicación estricta de esta ley hubiera llevado, por ejemplo, a suspender los programas de conservación y reintroducción de la pantera de Florida, Puma concolor coryi (O’Brien y col., 1990), el lobo gris, Canis lupus (Lehman y col., 1991) y el lobo rojo, Canis rufus (Wayne & Jenks, 1991). Probablemente, muchas especies de plantas también se hubieran visto implicadas en esta tesitura. Teniendo en cuenta la opinión de los científicos acerca de la hibridación (O’Brien & Mayr, 1991), la ley de híbrido fue retirada en febrero de 1996, proponiéndose desde entonces una política más flexible (ver Soltis & Gitzendanner, 1999).
De hecho, en algunos casos, la hibridación puede ser la única forma de conservar el material genético de una especie rara (ver Avise, 1996). La introducción de genes ajenos puede mejorar el éxito reproductivo de una población altamente endógama (O’Brien & Mayr, 1991). Por ejemplo, estudios recientes demuestran que los lobos rojos actuales son realmente antiguos híbridos entre coyotes y lobos grises (ver revisión en Roy y col., 1996). Recientemente, como parte de la estrategia de conservación del lobo rojo, se ha promovido la introducción de nuevos genes de lobo gris. La cuestión de los híbridos, como ya hemos comentado, generó una gran controversia sobre si, realmente, el lobo rojo merece la cualificación como especie amenazada, y de si debiese continuarse su plan de reintroducción en el NE de América. El análisis genético de diversos especímenes de museo de principios de siglo, puso de manifiesto que la colonia de lobos rojos mantenida en cautividad, representa fielmente la composición genética de las poblaciones naturales de lobo rojo, existentes antes de que se iniciaran los programas de cría en cautividad (Roy y col., 1996). Por tanto, la colonia de cría en cautividad es una fuente válida de individuos para la reintroducción. Los programas actuales de cría e introducción deberán continuarse.
3.5.- Filogenias y Macroevolución
Teniendo en cuenta el rápido incremento del número de especies que necesitan protección, y la escasez de recursos disponibles para esta empresa, es necesario asignar prioridades a aquellas especies que requieren protección. Los criterios que normalmente se utilizan para establecer dichas prioridades son: (a) grado de peligro de extinción, (b) valor económico, (c) papel ecológico, y (d) carácter distintivo desde un punto de vista biológico. La Genética puede contribuir a definir qué entendemos por carácter distintivo. En este sentido, se ha propuesto utilizar la información filogenética como criterio para definir el carácter distintivo de un taxón y establecer prioridades de conservación (Vane-Wright y col., 1991; Faith, 1996).
Sin embargo, a la hora de traducir esa información filogenética en prioridades de conservación, generalmente, surgen desacuerdos. Erwin (1991), por ejemplo, defiende la idea de centrar el interés en clados muy ramificados, con un gran número de especies, más que en grupos hermanos, con un número muy reducido de especies, que él considera que se encuentran camino de la extinción. Por el contrario, las medidas taxonómicas y filogenéticas desarrolladas por Vane-Wright y col. (1991) y Faith (1996) intentan incorporar la posición evolutiva de especies filogenéticamente aisladas, con objeto de maximizar la biodiversidad que representa una especie o un grupo de especies, que ha sido seleccionado para su conservación. Mishler (1995) y Wheeler (1995), también hacen eco de esta idea; sostienen que debe protegerse una “sección representativa de la diversidad filogenética” (Wheeler, 1995). A pesar de estos desacuerdos, un tema que subyace en la mayoría de las recomendaciones de cómo utilizar la información filogenética para establecer prioridades de conservación, es la idea de preservar el potencial evolutivo (p.ej. Erwin, 1991; Brooks y col., 1992). Es decir, la meta debería estar no sólo en proteger determinadas especies o linajes evolutivos, sino en proteger el potencial evolutivo de un clado. Combinando la sistemática molecular con un análisis biogeográfico es posible identificar aquellos lugares que albergan grupos con una alta actividad especiativa. Conservar estos puntos calientes constituye también un objetivo prioritario.
Es muy importante que nos demos cuenta de que, probablemente, muchas de las preguntas que actualmente abordamos de una forma rutinaria en el campo de la Biología de la Conservación, no se hubieran planteado, y mucho menos contestado, de no haber incorporado las perspectivas y métodos genéticos a este campo. Careciendo de datos moleculares y de un punto de vista genético (incluyendo el derivado de la Genética Cuantitativa), parece improbable, por ejemplo, que el análisis de la heterocigosidad y la depresión por endogamia se hubieran discutido tan ampliamente en la gestión de especies silvestres; que se hubiera comprendido, o al menos apreciado, la naturaleza filogeográfica de las diferencias poblacionales; que se hubiera reconocido que la genética, la demografía, el comportamiento, y la historia natural, se encuentran tan estrechamente relacionados; que se hubiera alcanzado la comprensión actual sobre la naturaleza permeable de las fronteras entre especies; que se hubiera podido documentar, de forma crítica, el nivel de distinción evolutiva y filogenética de las poblaciones amenazadas y otros taxones; o que contáramos con las herramientas forenses que poseemos en la actualidad para determinar la procedencia de los productos del mercado no identificados.
Todos estos avances han tenido lugar en los últimos años, tras la incorporación de las técnicas moleculares, y gracias al desarrollo conceptual que ha permitido trabajar con toda esta información. La Genética de la Conservación es una disciplina muy joven; habrá que esperar algunos años para poder apreciar, en toda su dimensión, la potencialidad que ofrece el análisis genético en el campo de la Biología de la Conservación.
Fuente y artículo completo: www.uam.es